HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA
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INDICE
INTRODUCCION
a) La
historia de la Iglesia es historia de salvación
b) Dios pone su morada
en la tierra
c) En el seno virginal de
María
d) La
historia de la Iglesia es nuestra historia
1. NACIMIENTO DE LA IGLESIA
a) La Iglesia nace de Cristo y del Espíritu
b) El
Espíritu forma el cuerpo de Cristo
2. IGLESIA APOSTOLICA
a) La comunidad de Jerusalén
b) Iglesias fuera de Jerusalén
c) Santiago, obispo de Jerusalén
3. PABLO, APOSTOL DE LAS GENTES
a) El cristianismo entre los paganos
b) El
concilio de Jerusalén
c) Oposición
a Pablo
4. MISIONES DE PEDRO Y JUAN
a) Pedro en la región del Sarón
b) Pedro abandona Jerusalén
c) Pedro en Antioquía y Roma
d) San Juan y la Iglesia de Asia
e) El Evangelio de san Juan
f) La dispersión de los Apóstoles
5. LAS PERSECUCIONES DE LA IGLESIA
a)
La Iglesia en medio del Imperio romano
b) El conflicto con el Estado
c) Las persecuciones antes de Decio
d) Las persecuciones generales
e) El culto de los mártires
6. PRIMERAS HEREJIAS
a) Corrientes heterodoxas judeo-cristianas
b)
Gnosticismo
c)
El marcionismo
d)
Maniqueos
e) Tendencias rigoristas
7. PRIMEROS ESCRITOS CRISTIANOS
a)
Padres apostólicos
b) Apologistas cristianos
c) Escritores antignóstigos
d) Escuelas cristianas de Oriente
e) Escritores latinos
8. VIDA CRISTIANA EN LA IGLESIA PRIMITIVA
a) La comunidad cristiana
b) Jerarquía y carismas
c) La iniciación cristiana
d) La disciplina penitencial
e) Los tiempos litúrgicos
9. LOS CRISTIANOS EN LA SOCIEDAD PAGANA
a) En el mundo sin ser del mundo
b) Virginidad y matrimonio
c) El
martirio
d) Los orígenes del arte cristiano
10. LA IGLESIA EN EL IMPERIO CRISTIANO
a) Constantino, primer emperador cristiano
b) Juliano, el apóstata
c) De Joviniano a Teodosio II
d) El imperio bizantino
e) El cristianismo como religión del Imperio
11. HEREJIAS Y CONCILIOS
a) Herejías trinitarias
b) Herejías cristológicas
c) Herejías soteriológicas
12. LOS PADRES DE LA IGLESIA
Introducción
a) Santos Padres de Oriente
b) Santos Padres de Occidente
13. EL MONACATO
a) San Antonio, padre de los monjes
b) Las agrupaciones de anacoretas
c) Los cenobios de San Pacomio
d) La comunidad de San Basilio
e)
El monacato en Occidente
f)
La regla de San Benito
INTRODUCION
a) La historia de la Iglesia es historia de salvación
La historia de la Iglesia es historia de salvación, pues Dios es Señor
de la historia y como tal la conduce. La encarnación de Dios (Jn 1,14)
es el principio de la Iglesia y el fundamento de su historia. La Iglesia
es el cuerpo de Cristo, que sigue vivo y en crecimiento. Cristo anunció
la extensión de su reino como un crecimiento inesperado (Mt 13,31),
sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas (Ef 2,10) y bajo la
dirección del Espíritu Santo (Jn 16,13). Este desarrollo de la Iglesia
se manifiesta en toda su vida: en el culto, en la teología, en la
administración, en la doctrina y en la compresión de sí misma, siempre
mayor a lo largo de los siglos. La historia de la Iglesia es una
historia divino-humana o, si se quiere, la historia de lo divino en la
tierra. Mediante la encarnación del Hijo, Dios ha querido participar en
la historia humana: "En estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por
medio del Hijo" (Hb 1,2). En Cristo y por medio de Él, el Padre vuelve
su rostro hacia nosotros con toda su gloria y amor.
Jesús viene al mundo como manifestación de Dios. Es la luz que brilla en
las tinieblas. Al compartir con nosotros su vida y su luz nos permite
caminar en la verdad (1Jn 1,5 7). En El tenemos la palabra de Dios en la
que fueron hechas todas las cosas. Jesús, Palabra encarnada, es la meta
de la creación, el blanco de los anhelos de la historia humana, el
centro de la humanidad, el gozo de todos los corazones y la respuesta a
todas sus aspiraciones y preguntas (GS 45). Toda la historia y el mundo
tienen en Cristo su último sentido. Todo ha sido creado en El y en
vistas a El. Por eso puede decir Pascal: "No solamente no conocemos a
Dios más que por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos
más que por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que es ni
nuestra vida, ni nuestra muerte, ni Dios, ni nosotros mismos".
Mysterium, en el Nuevo Testamento, designa el gran secreto de la
sabiduría de Dios, del plan divino sobre la historia de los hombres, que
sólo puede ser revelado por su palabra, por Cristo, la Palabra hecha
carne (Jn 1,14). La encarnación de Cristo es la venida de Dios a un
mundo cerrado, para que éste se abra a Dios y los cielos se abran para
el mundo. Con Cristo encarnado la historia se cumple, llega la plenitud
de los tiempos, pero esta plenitud es la apertura del mundo a la vida de
Dios. El Hijo de Dios es el primogénito. En la creación del hombre "a
imagen de Dios" hay ya una referencia a Cristo. El hombre ha sido creado
en vistas a reproducir la imagen de Dios que es Cristo (Rm 8,29). Su
creación, por consiguiente, está abierta a la encarnación: "Sólo Cristo
descubre el hombre al hombre" (GS 22).
Con la encarnación de Jesucristo, el amor divino asume la dimensión de
la historia. Jesús ama como un israelita, como el hijo del carpintero,
como una persona de su tiempo.
Entra en la historia, actúa históricamente y configura la historia
manifestando su amor divino y humano. Cristo ha inaugurado una historia
de amor que, a medida que se despliega, desarrolla la fuerza de su vida,
muerte y resurrección hasta que logre su plenitud. Este amor es la
realidad más poderosa y decisiva de la historia. Es un amor que se
arraiga y encarna en toda la vida humana, hasta crear la línea
fronteriza entre los hombres: "Dos amores fundaron dos ciudades, a
saber: el amarse a sí mismo, hasta el desprecio de Dios, fundó la ciudad
terrena; y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, la
celestial" (S. Agustín).
b) Dios pone su morada en la tierra
La revelación divina tiene una dimensión histórica en cuanto que ha
tenido un comienzo y un cumplimiento en el mundo y tiempo de los
hombres, y una dimensión geográfica, en cuanto que ha tenido como centro
una tierra particular y concreta, Palestina, patria del pueblo a quien
Dios se manifestó con palabras y hechos, que se entrecruzan
coherentemente. Es la tierra de Israel, tierra prometida, tierra santa,
heredad de Yahveh.
La encarnación del Hijo de Dios ha sido integral y concreta. El Hijo de
Dios ha querido ser un judío de Nazaret en Galilea; hablaba arameo,
estaba sometido a padres piadosos de Israel, los acompañaba al templo de
Jerusalén, donde lo encuentran "sentado en medio de los doctores,
oyéndoles y preguntándoles" (Lc 2,46). Jesús crece en medio de las
costumbres y de las instituciones de la Palestina del siglo primero,
aprendiendo los oficios de su época, observando el comportamiento de los
pescadores, de los campesinos y de los comerciantes de su ambiente. Las
escenas y los paisajes de los que se nutre la imaginación del futuro
maestro, son de un país y de una época bien determinados.
Nutrido con la piedad de Israel, formado por la enseñanza de la Torá y
de los profetas, Jesús se sitúa en la tradición espiritual del
profetismo judío.
Como los profetas de otro tiempo, El es la boca de Dios. Su misma forma
de hablar es típica de los profetas de Israel: el vocabulario, los
géneros literarios, el paralelismo bíblico, los proverbios, las
paradojas, las bienaventuranzas y hasta las acciones simbólicas son las
de la tradición de Israel. Jesús está de tal manera ligado a la vida de
Israel que el pueblo y la tradición espiritual, en que se sitúa, tienen
algo de singular en la historia de la salvación de los hombres: este
pueblo elegido y la tradición que ha dejado tienen una significación
permanente para la humanidad. El Verbo de Dios, por su encarnación, ha
entrado en una historia que lo prepara, lo anuncia y lo prefigura. Se
puede decir que Cristo forma cuerpo con el pueblo que Dios se ha
preparado en vistas del don que hará de su Hijo.
Así la historia de la alianza concluida con Abraham y con el pueblo de
Israel, por Moisés, conservan para los discípulos de Jesús el papel de
una pedagogía indispensable e insustituible. Pero, al mismo tiempo, el
Hijo de Dios hecho hombre, asumiendo una raza, un país y una época,
asume la naturaleza humana. "Pues el Hijo de Dios, por su encarnación,
de alguna manera, se unió con todo hombre" (GS 22). La transcendencia de
Cristo no lo aísla por encima de la familia humana, sino que le hace
presente a todo hombre, más allá de todo particularismo. "No se le puede
considerar extranjero con respecto a nadie ni en ninguna parte" (AG 8).
"Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay varón
ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,28). Cristo nos
alcanza tanto en la unidad, que formamos, como en la singularidad de las
personas en que se realiza nuestra naturaleza común de hombres. El Verbo
de Dios, en su Encarnación, no viene a una creación que le sea extraña.
"Todas las cosas han sido creadas por El y para El, y El es antes que
todas las cosas y todas las cosas se mantienen en El" (Col 1,16 17).
La historia de la salvación, que comienza con un pueblo particular,
culmina en un hijo de ese pueblo que es también Hijo de Dios, y a partir
de ese momento se extiende a todas las naciones, "mostrando la admirable
condescendencia de la sabiduría eterna" (DV 13). Y, aunque los paganos
son "injertados en Israel" (Rm 11,11 24), hay que decir que el plan
original de Dios se refiere a toda la creación (Gn 1,1 2.4). En efecto,
se concluyó una alianza, por medio de Noé, con todos los pueblos de la
tierra (Gn 9,1 17; Si 44,17 19). Esta alianza es anterior a las selladas
con Abraham y Moisés. Por otra parte, a partir de Abraham, Israel está
llamado a comunicar a todas las familias de la tierra las bendiciones
que ha recibido (Gn 12,1 5; Jr 4,2; Si 44,21).
Esta convicción domina la predicación de Jesús: en El, en su palabra y
en su persona, Dios hace culminar los dones que ya había otorgado a
Israel y, a través de Israel, al conjunto de las naciones (Mc 13,10; Mt
12,21; Lc 2,32). Jesús es la luz soberana y la verdadera sabiduría para
todas las naciones (Mt 11,19; Lc 7,35). En su misma actividad muestra
que el Dios de Abraham, ya reconocido por Israel como creador y señor
(Sal 93,1 4; Is 6,1), se dispone a reinar sobre todos los que creerán al
Evangelio: más aún, Dios reina ya por Jesús (Mc 1,15; Mt 12,28; Lc
11,20; 17,21). La intimidad completamente filial de Jesús con Dios y la
obediencia amorosa, que le hace ofrecer su vida y muerte al Padre (Mc
14,36), testifican que en Él el designio original de Dios sobre la
creación, viciado por el pecado, ha sido restaurado (Mc 1,14 15; 10,2 9;
Mt 5,2.1 48). Estamos ante una nueva creación y ante el nuevo Adán (Rm
5,12 19; 1Co 15,20 22). La novedad es tal que la maldición, que golpea
al Mesías crucificado, se convierte en bendición para todos los pueblos
(Ga 3,13; Dt 21,22 23).
c) En el seno virginal de María
La concepción y nacimiento de Jesús significan un inicio nuevo en la
historia, un comienzo que supera la historia, que supone una novedad
para el hombre. Es Dios mismo quien comienza de nuevo. Lo que aquí
empieza tiene las características de una nueva creación y se debe, por
tanto, a una intervención particular y específica de Dios. Aparece
realmente "Adán", Cristo que, como "al principio", viene "de Dios" (Lc
3,38). Tal nacimiento puede acontecer sólo en la "estéril", en el seno
virginal de María. La promesa de Isaías (51,1) se cumple concretamente
en María: Israel impotente y estéril ha dado fruto. En Jesús, Dios ha
puesto en medio de la humanidad estéril y desesperada un comienzo nuevo,
que no es fruto de la historia, sino don que viene de lo alto. Es Dios
quien da la vida; la mujer acoge en su seno esa vida que viene de Dios.
Sara, Raquel, Ana, Isabel, las mujeres estériles de la historia de la
salvación, figuras de María, muestran la gratuidad de la vida, don de la
potencia creadora de Dios.
Israel es la virgen esposa del Señor, madre de todos los pueblos (Sal
86). En la fecunda esterilidad de Israel brilla la gracia creadora de
Dios. En la plenitud de los tiempos, la profecía se cumple, las figuras
se hacen realidad en la mujer, que aparece como el verdadero resto de
Israel, la verdadera hija de Sión (Cf So 3,14 17), la Virgen Madre:
María. En María, la llena de gracia, aparece plenamente la fecundidad
creadora de la gracia de Dios. María está situada en el punto final de
la historia del pueblo escogido, en correspondencia con Abraham (Mt
1,2-16). Este, "el padre de los creyentes", era el germen y prototipo de
la fe en el Dios salvador. En María llega a su culminación el ascenso
espiritual por los largos caminos del desierto y del destierro que se
concreta últimamente en el resto de Israel, en María, la hija de Sión,
madre del Salvador. Así toda la historia de la salvación desemboca en
Cristo, "nacido de mujer" (Ga 4,4). María es "el pueblo de Dios" que da
"el fruto bendito" a los hombres por la potencia de la gracia creadora
de Dios.
María es la mujer en cuyo seno Dios se hace plenamente presente entre
nosotros. El Antiguo Testamento culmina en María que, al mismo tiempo,
es el punto de partida del Nuevo Testamento, del tiempo mesiánico, del
tiempo de la Iglesia, que se prolonga hasta la consumación final de la
historia de la salvación. María es, por ello, imagen de la Iglesia,
donde se realiza el nacimiento de los hijos de Dios: "Al llegar la
plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibamos la
filiación adoptiva" (Ga 4,4-5).
d) La historia de la Iglesia es nuestra historia
Desde la encarnación de Cristo, la salvación acontece en el mundo, en el
interior de la historia; la salvación tiene lugar en Cristo, persona
histórica, localizable en un punto concreto de nuestro espacio tiempo.
Pero ya el cristianismo naciente se abre paso en los tres ambientes, que
corresponden a las tres lenguas que figuran en la cruz de Jesús: el
judaísmo, la cultura griega y la civilización romana. El cristianismo
brota del judaísmo, penetra en él y se enfrenta con él. Desde Judea se
abre al mundo griego, penetrando en su filosofía y enfrentándose con sus
herejías teológicas. Y, finalmente, la Iglesia penetra en el Imperio
romano, gozando de su organización jurídica, sufriendo su persecución, y
superando su oposición.
El contacto con los diversos pueblos y culturas provoca en la Iglesia
cambios profundos. Su desarrollo no siempre sigue una línea recta. Pero
"Dios escribe derecho con líneas torcidas", pues este desarrollo se
lleva a cabo bajo la asistencia del Espíritu Santo (Mt 16,18; 28,20). El
concilio Vaticano II nos recuerda que "la Iglesia, por virtud del
Espíritu Santo, se ha mantenido como fiel esposa de su Señor y nunca ha
cesado de ser signo de salvación en el mundo". Sin embargo, la Iglesia
sabe muy bien que "no siempre, a lo largo de su prolongada historia,
fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de
Dios" y sabe también que aún hoy día "es mucha la distancia que se da
entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de sus
mensajeros, a quienes está confiado el Evangelio" (GS 43; CEC 853).
La Iglesia desde el principio está llamada a extenderse en todos los
pueblos "hasta los confines de la tierra" (Mt 28,19-20). Sólo al fin de
los tiempos irrumpirá el reino de Dios con toda su plenitud. Hasta
entonces es Iglesia de pecadores, necesitada de renovación todos los
días. Pero en su esencia, a lo largo de su historia, la Iglesia
permanece fiel a sí misma, infalible en su núcleo e inequívocamente
inmutable. La historia de la Iglesia no puede olvidar que es historia de
la Iglesia de Dios, que tiene su origen en Jesucristo, con un orden
jerárquico y sacramental establecido por El, que camina en el tiempo
asistida por el Espíritu Santo y se orienta a la consumación
escatológica. Esta identidad de la Iglesia se mantiene a través de todos
los cambios de forma en que se manifiesta a lo largo de todas las
épocas.
Nosotros somos herederos y protagonistas de la historia de la Iglesia.
En ella conocemos nuestros orígenes. La Iglesia es el cuerpo de Cristo y
nosotros somos sus miembros con nuestras cualidades y defectos. Nada
extraño que en su historia nos encontremos con deficiencias y pecados.
Pero en esa historia está la acción de Dios, "pues el Espíritu de Dios,
que con admirable providencia guía el curso de los tiempos, está
presente en esta evolución" (GS 26). Para mirar al futuro con esperanza
necesitamos ahondar en nuestras raíces, conocer la historia, con sus
grandezas y miserias, de la que procedemos. Amar a nuestra Madre, la
Iglesia, significa asomarnos a su historia, conocer el ayer de nuestra
comunidad de fe, esperanza y amor, que nos engarza a través de las
diversas generaciones con Jesucristo, nuestro Señor. Tantos santos,
tantos misioneros han mantenido viva la tradición de la Buena Noticia
para que llegara hasta nosotros: "Cristo, el único mediador, instituyó y
mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe,
esperanza y amor, como un todo visible, comunicando mediante ella la
verdad y la gracia.
La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios" (LG 8), anunciando la cruz y la muerte del Señor,
hasta que El venga. Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para
vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y
dificultades internas y externas y descubre fielmente en el mundo el
misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los
tiempos se descubra con todo esplendor (CEC 771).
Los acontecimientos y personas, que constituyen la historia de la
Iglesia, nos interesan hoy a nosotros, que entramos en esa historia de
salvación. La historia no es lo pasado, sino el pasado que llega vivo
hasta el presente. El tiempo que va de Cristo a su parusía es el tiempo
de la Iglesia en el mundo. Tiempo misterioso de crecimiento, semejante
al grano de mostaza (Mt 13,31). Como el grano de trigo germina y brota,
echa tallo y espiga, pero permanece siempre trigo (Mc 4,28), así la
Iglesia se realiza en la historia con formas diversas, pero permanece
siempre igual a sí misma, madurando hasta "completar en nosotros lo que
falta a la pasión de Cristo" (Col 1,24). El cuerpo de Cristo es, pues,
el verdadero sujeto de la historia. La historia de la Iglesia es la
historia del seguimiento de Cristo a lo largo de sus veinte siglos.