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HISTORIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA: 12. Los Padres de la Iglesia    


Emiliano  Jiménez Hernández

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Introducción

a) Santos Padres de Oriente

b) Santos Padres de Occidente


 

Introducción

En la segunda mitad del siglo IV florece lo que se ha llamado la edad de oro de los Padres de la Iglesia. A esta época pertenecen los más grandes escritores y pensadores de la antigüedad cristiana, tanto en el Oriente griego como en el Occidente latino. Todos ellos tienen unos rasgos comunes. Todos, salvo alguna excepción, como San Agustín, proceden de la aristocracia, que les permite hacer estudios profanos. Todos ellos, igualmente, viven al interno de una familia cristiana, con una madre o hermana, que les educa y lleva a la fe cristiana. Para ellos la vida perfecta se encuentra en el desierto. Casi todos son monjes durante un período más o menos largo, ejercitándose en la práctica de una ascesis a menudo rigurosa, bajo la dirección de maestros de la vida espiritual. Formados en la soledad, de la que conservan la nostalgia toda su vida, salen de ella respondiendo a la llamada de la Iglesia y aceptando consagrarse enteramente a su servicio. No rehuyen el cargo del episcopado y son grandes obispos, fieles a la Iglesia que les elige. Como obispos ejercen el ministerio de la predicación, además de ser grandes escritores.


a) Santos Padres de Oriente

La época de los grandes Padres de la Iglesia empieza con san Atanasio, obispo de Alejandría desde 328 hasta su muerte el 373, cargado de años y de gloria. Atanasio, nacido en Alejandría hacia el año 295, es el gran campeón de la fe de Nicea, batallador contra los arrianos, entusiasta de la vida monástica y escritor eminente. Cuando el 8 de junio del 328 toma posesión de la sede de Alejandría, el homoousios gana un defensor infatigable, pero su misma energía y la violencia de su carácter le atraen un gran número de enemigos, que le llevan a vivir situaciones difíciles. Cinco veces es desterrado de su sede episcopal y pasa, en total, más de diecisiete años en el destierro sin que flaquee ni un momento su constancia.

Atanasio tiene una gran importancia en la historia de la teología y de la espiritualidad.

Tanto por su vida como por su doctrina es un dechado de ascetismo. San Gregorio de Nacianzo dice de él: "Desde su infancia fue educado en las costumbres y las disciplinas cristianas; no dio mucho tiempo a los estudios, pero sí lo suficiente para no parecer ignorarlos ni dar la sensación de velar su ignorancia con el menosprecio". El mismo Gregorio admira el conocimiento que tiene de las Escrituras. Precisamente por no haber dedicado su juventud al estudios de los clásicos paganos, pudo emplearla en alimentarse en las fuentes de la Biblia y en la rica tradición espiritual de la Iglesia de Alejandría. En cuanto a la forma, sus obras son escritos de ocasión, dirigidos a defender la doctrina del concilio de Nicea y a atacar a los arrianos; pero, por encima de los temas que le sirven de pretexto, aún hoy sus escritos conservan un gran valor teológico, como su obra Sobre la Trinidad. Entre las obras de carácter apologético destaca su escrito Contra los arrianos. Escribe también otras de carácter ascético sobre los monjes. Su biografía de san Antonio el eremita recorre triunfalmente todo el mundo antiguo y despierta, como ninguna otra, el entusiasmo por la vida monástica.

Al lado de San Atanasio, en el corazón del Asia Menor, Capadocia es la patria de tres Padres, que también luchan contra la herejía: los tres Padres capadocios, San Basilio, San Gregorio Nacianceno y San Gregorio Niseno. San Basilio (+ 379), hombre de formación exquisita y gran orador, representa el tipo del obispo cristiano. Al fallecer san Atanasio en el año 373, asume la dirección espiritual de los católicos de Oriente, como obispo de Cesarea en el Ponto desde el 370. Sus contemporáneos le dan el apelativo de "el Grande".

Basilio nace el año 330 en Cesarea de Capadocia, de una familia noble, rica, numerosa y cristiana, que ha pasado muchas penalidades durante la persecución de Diocleciano. Macrina, su hermana mayor, se ha consagrado a Dios a los doce años y ha alcanzado fama de santidad; su hermano Naucracio vive santamente durante toda su corta vida bajo la dirección espiritual del famoso asceta Eustacio; otros dos de sus hermanos, Gregorio y Pedro, serán obispos de Nisa y Sebaste, respectivamente, y más tarde tenidos por santos; su abuela paterna, Macrina, ha sido discípula de San Gregorio Taumaturgo y también venerada como santa; su abuelo materno ha merecido la palma del martirio. En el seno de esta familia tan profundamente cristiana transcurre Basilio sus primeros años.

Basilio recibe una educación esmerada, primero bajo la dirección de su padre, que lleva su mismo nombre y es un conocido retórico de la escuela de Cesarea en Palestina. Más tarde estudia en Constantinopla y en Atenas, preparándose para la carrera administrativa. En Atenas hace gran amistad con Gregorio de Nacianzo. Allí tiene lugar su "conversión", que cuenta él mismo: "Perdí mucho tiempo en tonterías y pasé casi toda mi juventud en trabajos vanos dedicados a aprender las disciplinas de una sabiduría que Dios hizo necedad. De pronto desperté como de un sueño profundo. Contemplé la maravillosa luz evangélica y reconocí la nadería de los principios de este mundo, que van a ser destruidos. Lloré amargamente mi desdichada vida y pedí un guía que me iniciara en los principios de la piedad".

Una vez de regreso a su casa, por influencia de su piadosa hermana Macrina, recibe el bautismo, se dedica por completo al servicio de Dios y abraza la vida monástica, procurando agrupar en torno suyo a algunos amigos. Su vida monástica es, en realidad, muy breve, pues muy pronto es nombrado obispo de Cesarea. Como obispo le toca resistir la violenta embestida de los arrianos. Muere hacia los cincuenta años, el año 379, inmediatamente antes de la victoria definitiva sobre el arrianismo. Su muerte es profundamente sentida por la Iglesia entera.

En sus grandes escritos dogmáticos, Basilio, junto con su amigo Gregorio Nacianceno, fija con una lúcida definición de conceptos los grandes rasgos de la teología católica sobre la Trinidad. Su epistolario es, para el conocimiento del siglo IV, de importancia no inferior al epistolario de san Cipriano para el conocimiento del siglo III. Basilio presenta, por lo demás, una gran semejanza con Cipriano. Hallamos en él el mismo sentido práctico, la misma preocupación por la unidad de la Iglesia, la misma caridad activa y elevada. Basilio es, como Cipriano, un pastor de almas. Por su regla monacal, Basilio es el organizador del monacato griego, extendiéndose su influencia hasta Occidente. No obstante su múltiple actividad, nos deja preciosos tratados dogmáticos, como los Libros contra Eunomio y Sobre el Espíritu Santo. Son excelentes también sus discursos.

A San Gregorio Niseno (+ 396), hermano menor de Basilio y Macrina, se le designa como el Filósofo, por la profundidad de su pensamiento. Gregorio nace hacia el año 335 y es educado por su hermano Basilio, a quien venera siempre como maestro y padre espiritual. Basilio desea ganarle para la vida monástica, pero el joven, bien dotado, prefiere sentar cátedra de profesor de retórica y casarse. Su condición de hombre casado no le impide ser consagrado obispo de Nisa, pues en Capadocia hay otros obispos que viven con sus esposas.

Gregorio es uno de los pensadores más originales de la historia de la Iglesia y uno de los escritores que más ha influido en la espiritualidad del monacato oriental. Es superior incluso a su hermano en dotes especulativas, aunque en el fondo es más filósofo que teólogo. Gregorio escribe contra los apolinaristas el Antirrheticus adversus Apollinarium, y contra los arrianos, el Contra Eunomio. Muy atrayente es la biografía que escribe de su hermana Macrina, libro lleno de espíritu cristiano e impregnado de sentimientos auténticamente humanos. Habiéndose casado, no comienza por ser monje, como los otros Padres, sino que lo es después de quedar viudo, cuando lleva ya trece años de obispo. El aspecto más original de su obra concierne a la teología mística y a la contemplación. Este es el tema de sus obras La creación del hombre y el Tratado sobre la virginidad, en las que enseña que el hombre, imagen de Dios, es capaz de conocer a Dios y de volver a él al final de una larga purificación.

El tercer gran capadocio es san Gregorio Nacianceno (+ 389), a quien los griegos llaman, simplemente, "el Teólogo". Hijo de Gregorio, obispo como el hijo de Nacianzo, estudia en Atenas con Basilio, gozando de un gran prestigio entre sus compañeros. En la misma escuela estudia también el futuro emperador Juliano, cuya nerviosa inquietud lo hace antipático a Gregorio. Basilio consagra a su amigo como obispo de la pequeña ciudad de Sásima, pero el año 379 el emperador Teodosio arroja de la sede de Constantinopla al arriano Demófilo y llama a Gregorio a ocupar su lugar.

En Constantinopla todas las iglesias se encuentran en manos de los arrianos. Gregorio consigue en poco tiempo que la situación se invierta a favor de los católicos. Como patriarca de Constantinopla preside el concilio II ecuménico del 381. Pero Gregorio, de alma inquieta, demasiado delicada, no resiste las intrigas promovidas contra él en el curso del concilio. Al ver que sus esfuerzos para eliminar el cisma antioqueno no conducen a nada, herido en lo más hondo, depone su cargo episcopal y se retira a su pequeña diócesis de Nacianzo, acabando por alejarse totalmente de la vida pública. Gregorio es más poeta y asceta que pastor de almas. De frágil salud y finísima sensibilidad, jamás puede sentirse contento en esta tierra. Así, pues, Gregorio pasa su vida dividido entre su amor a la soledad y la lucha contra las herejías. Pero es un orador elocuentísimo. El excepcional lugar, que ocupa dentro de la teología católica, lo debe a sus numerosos sermones de carácter dogmático y panegírico.

Dídimo el Ciego (+ 398), nacido en Alejandría, pierde la vista a los cuatro años, pero es uno de los hombres más eruditos de su tiempo. Son muy estimados sus comentarios a la Sagrada Escritura, y, desde el punto de vista dogmático, sus tratados Sobre la Trinidad y Sobre el Espíritu Santo.

San Cirilo de Alejandría (+ 444), de temperamento ardiente y dominador, es el hombre providencial en la defensa de la ortodoxia contra el nestorianismo, y uno de los escritores más insignes de la escuela de Alejandría. Sus obras dogmáticas De la Encarnación, De la Maternidad de María, y sus Anatematismos son la prueba de ello. Nestorio da a Cirilo la ocasión de desarrollar su pensamiento. Para él el sujeto de la Encarnación es la segunda persona de la Trinidad. Elabora su cristología teocéntrica a partir de la consideración del Verbo divino, que abraza la condición humana por nosotros y por nuestra salvación. Su primera reacción frente al nestorianismo se expresa en estas palabras: "si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿cómo la Virgen Santa, que lo dio a luz, no ha de ser Madre de Dios (Theotokos)?". La tradición de la Iglesia ha visto siempre en Cirilo el doctor de la Encarnación y de la maternidad divina de María.

La patrística griega alcanza su culmen con san Juan Crisóstomo (+ 407), el segundo sucesor de san Gregorio Nacianceno en la sede de Constantinopla. Nace en Antioquía entre el año 344 y el 354, de una familia noble; su padre es maestro de la milicia. Alumno del famoso sofista Libanio, "siendo de edad de dieciocho años, abandona a los profesores de vocecillas y se enamora de las sagradas enseñanzas", según la narración de Paladio. Se inicia en la teología como miembro del círculo de ascetas formado en torno a Diodoro de Tarso. En el año 375 es ordenado lector, pero se retira a los montes para seguir la vida ascética: "En pleno ardor de su juventud, si bien muy serena su mente, marcha a habitar a los montes vecinos", bajo la dirección de un anciano anacoreta sirio. Al cabo de dos años de aprendizaje, decide retirarse solo a una cueva, en la que pasa dos años "aprendiendo a fondo los testamentos de Cristo". Luego, seriamente enfermo, se ve obligado a acogerse de nuevo "al puerto de la Iglesia". Paladio, en la vida de San Juan Crisóstomo, dice que el regreso a la ciudad "fue sin duda providencia de Salvador que, por medio de la enfermedad, le aleja de los trabajos de la ascesis para bien de la Iglesia".

Juan Crisóstomo, desde el año 381, actúa en su ciudad natal como presbítero y predicador hasta el 397, cuando, contra su voluntad, es llamado a la dignidad de obispo en la capital del Imperio, donde su independencia de espíritu no tarda en chocar con la corte. Algunos obispos adictos a la corte, consiguen que en el año 403 Crisóstomo sea depuesto y expulsado. Crisóstomo apela al Papa Inocencio I, y no tarda en ser repuesto por presión de la población, que siente un gran entusiasmo por él; sin embargo, el año 304 sufre un segundo destierro, que lo lleva lejos de Constantinopla, a Asia, donde muere el año 407.

Su importancia teológica y literaria se basa en sus sermones, en número de más de trescientos, que no sólo constituyen un valioso comentario exegético de la sagrada Escritura, sino que también rebosan de pensamientos dogmáticos y morales, y de vivaces pormenores sacados de la vida cristiana. Su fervor se enciende en especial al tratar de la eucaristía, la dignidad del sacerdote, la educación de los niños.

Crisóstomo es no sólo uno de los más grandes oradores de la antigüedad, sino también un pastor de almas de penetrante mirada. San Juan Crisóstomo es la figura más brillante de la escuela de Antioquía. Por su extraordinaria elocuencia, recibe desde el siglo VI el calificativo de Crisóstomo, boca de oro. Por sus elocuentes homilías, se le considera el príncipe de la oratoria sagrada. Como pastor comenta la Escritura en sus Catequesis bautismales a los catecúmenos, que prepara para el bautismo. Aparte sus homilías, que son las que más fama le han dado, exhorta también a los cristianos en sus diferentes estados de vida, escribiendo los tratados: Sobre el sacerdocio, El matrimonio y La virginidad. Es importante igualmente su Liturgia.

La edad de oro de los Padres acaba con Teodoreto de Ciro (+ 458) y San Cirilo de Jerusalén. Teodoreto es, junto con San Juan Crisóstomo, una de las glorias más puras de la escuela de Antioquía. Como historiador, continúa la Historia eclesiástica de Eusebio, con su Historia religiosa y otras obras semejantes. Como teólogo, lo acreditan sus tratados sobre La Trinidad, el llamado Mendigo y otras. San Cirilo de Jerusalén (+ 386), encargado de la instrucción catequética, conserva este ministerio aun como obispo. Escribe las preciosas veinticuatro catequesis, que han inmortalizado su nombre. Podemos añadir a San Epifanio de Salamina (+ 403), cazador profesional de herejías. Epifanio se distingue por su Panarion (caja de medicinas), que contiene un resumen de las principales herejías, y el Ancoratus, una obra antiarriana. Y, aunque caen en la herejía, son también notables escritores: Apolinar de Laodicea (+ 390), con su tratado Sobre la Encarnación de Cristo; Diodoro de Tarso (+ 392), y Teodoro de Mopsuestia (+ 428).

Aunque no con tanta brillantez como los autores griegos y latinos, los siríacos y armenios tienen también en este tiempo un verdadero florecimiento. Afraates (+ 345) es el primer autor siríaco del siglo IV, designado por su erudición como monje sabio. Nos ha dejado veintitrés homilías. Pero la gloria más insigne de la literatura cristiara siríaca es San Efrén (+ 373), director de la escuela de Edesea. Nacido el año 306 cerca de Nísibe, es bautizado en esta ciudad a los dieciocho años, recibe la ordenación de diácono antes del año 338 y, mucho después, hacia el 361, se traslada a Edesa, donde despliega una intensa actividad literaria, como director de la escuela de la ciudad. Su obra comprende sermones, tratados de exégesis y sobre todo unos 450 himnos. Son textos rítmicos cortados por estribillos que los fieles cantan de memoria. En sus himnos sobre el paraíso, Efrén establece sin cesar paralelismos entre Adán, los personajes del Antiguo Testamento y Cristo. Sus contemporáneos lo llaman Cítara del Espiritu Santo. Son célébres sus Comentarios a la Sagrada Escritura, escritos en verso, según la costumbre siríaca. Son también escritores conocidos Isaac el Grande (+ 460) y San Mesrop (+ 441).

Ya en franca decadencia de la teología, en los siglos VI y VII, sobresalen aún algunos escritores insignes. Bajo el nombre de Dionisio Areopagita se nos han transmitido diversos escritos de carácter ascético y místico, que han sido siempre muy apreciados. San Máximo Confesor (+ 662) es designado con este título por su defensa de la ortodoxia contra los monoteletas. Nos ha dejado excelentes obras escritas en su polémica contra estos herejes. San Sofronio de Jerusalén (+ 638) es otro héroe de la causa católica contra los monoteletas, que se distingue como teólogo, hagiógrafo y poeta. Se debe recordar también a algunos escritores ascetas: San Juan Clímaco (+ ca. 600), con su célebre Climax, o escala espiritual, que le da el nombre; Juan Mosco (+ 619), con su Prado espiritual. Ambas obras han sido muy leídas.


b) Santos Padres de Occidente

El más antiguo de los grandes padres de la Iglesia latina es san Ambrosio (+ 397). Nacido en Tréveris de una noble familia romana, se prepara para servir al estado como funcionario. El año 374 el emperador lo envía, en calidad de comisario del gobierno, a Milán, donde acaba de morir el obispo Auxencio, arriano recalcitrante, y se temen disturbios en la elección de su sucesor. Ambrosio se porta con tal habilidad que los milaneses lo eligen obispo, a pesar de que ni siquiera está bautizado. Recibe seguidamente el bautismo y la consagración, y desde ese momento se entrega a la Iglesia en cuerpo y alma, sin dejar su papel de político fiel al emperador. Su influencia sobre los emperadores y su elocuencia, aprendida en Cicerón, las pone siempre al servicio de las almas. Con sus sermones gana para el cristianismo a Agustín.

San Ambrosio es una de las figuras claves en el despertar de la teología en Occidente; es tal vez quien mejor representa el espíritu de los Padres occidentales. Hombre de gobierno, consejero de emperadores y defensor de la ortodoxia, nos deja unos preciosos escritos de carácter generalmente práctico. Sin haber sido previamente instruido en teología, asimila la teología griega y la adapta a las características de Occidente, que no busca tanto la especulación sino la claridad y la firmeza: "Más vale temer que conocer los abismos de la divinidad". El centro de su trabajo episcopal es la cura de almas por medio de la predicación. Sus sermones se orientan a explicar las Escrituras. Con expresiones claras y sobrias busca llevar a sus oyentes a vivir esa palabra que predica.

Como dogmático, compone los tratados Sobre la fe, Sobre el Espíritu Santo y otros. Más insigne es como moralista y asceta, con su célebre obra De los deberes y varias más. Son célebres también sus cartas y sus himnos litúrgicos. El es quien introduce en la Iglesia latina el uso oriental de los himnos y salmos cantados por la asamblea. Estos himnos conmovieron vivamente a Agustín, de los que escribe en las Confesiones: "No hacía mucho tiempo que la Iglesia de Milán había comenzado a celebrar los oficios divinos de esta forma consoladora y edificante, de modo que las voces unidas en el canto en santo fervor unían también los corazones de los hermanos... Por entonces estaba ordenado que los himnos y los salmos se cantasen al modo oriental" (9,7).

San Jerónimo (+ 420) es un hombre de un carácter muy personal, además de ser un auténtico erudito. Oriundo de Estridón, en Dalmacia, lugar que sólo conocemos por él, estudia en Roma, le bautiza el Papa Liberio y pasa luego al Oriente, donde vive tres años entre los monjes en el desierto de Calcis, cerca de Antioquía. En su estancia en Oriente aprende la lengua hebrea. También habla y escribe el griego con gran fluidez. El obispo Paulino de Antioquía le consagra presbítero, pero las turbulencias de la Iglesia antioquena no le permiten establecerse en aquella ciudad. Se traslada a Constantinopla, para escuchar a Gregorio Nacianceno, entablando amistad también con Gregorio de Nisa.

En el año 382 el Papa Dámaso, que le conoce por la correspondencia que han tenido, le llama a Roma y le confía el encargo de redactar un nuevo texto latino de la sagrada Escritura, para suplir a numerosas y deficientes traducciones que corrían por Occidente. San Jerónimo trabaja en esta empresa hasta el fin de sus días. Su traducción es un verdadero logro científico, pero al principio goza de muy poca aceptación entre los obispos. Hasta el siglo VII no se impone por doquier, recibiendo el nombre de Vulgata, la divulgada. La Iglesia usa esta traducción en la liturgia romana y en la enseñanza de la teología. Por su sentido crítico san Jerónimo se eleva muy por encima de su tiempo. Muchas de sus observaciones críticas tienen un aire completamente moderno. Su conocimiento de las lenguas y de la tierra de Palestina le permite introducir valiosas noticias en sus comentarios. También le debemos muchos datos sobre la historia de la Iglesia primitiva, sobre todo en materia literaria.

Mientras san Jerónimo se entrega en Roma a sus trabajos científicos, al tiempo que asiste al papa Dámaso con la dirección de la correspondencia de la Sede Romana, que entonces es muy extensa, se forma a su alrededor un círculo de damas piadosas, viudas y vírgenes de la aristocracia senatorial, a las que inflama con el ideal del monacato. Sin embargo también se crea encarnizados enemigos entre el clero romano, a lo que contribuye no poco su carácter violento.

Para no ser elegido Papa, a la muerte de su protector Dámaso, abandona Roma y se retira a Belén, viviendo junto al monasterio fundado por Santa Paula, una de sus dirigidas y a la que, luego, sucede su hija santa Melania. En Belén pasa como monje el resto de su vida, ocupado en sus trabajos de erudición, con los que se gana la veneración de toda la cristiandad, a pesar de su apasionamiento en las polémicas literarias. Se dan en él unidas la vanidad de erudito y una profunda piedad, junto con un humilde ascetismo. San Jerónimo mantiene una frecuente correspondencia con sus amigos y amigas de ascetismo. Estas cartas, que aún siguen siendo de las obras patrísticas más leídas, han ejercido una gran influencia sobre la ascética católica. Como escritor, se distingue por su individualismo y originalidad. Son célebres, ante todo, sus trabajos escriturísticos. Como dogmático, escribe algunas obras fundamentales. Finalmente, con su traducción de la Historia de Eusebio y su obra De viris illustribus, se acredita como buen historiador.

El tercero de los grandes padres de la Iglesia latina es san Agustín (+ 430), indudablemente el más insigne entre los Padres latinos. Nacido el año 354 en Tagaste, en Numidia, de padre pagano, es educado cristianamente por su santa madre Mónica, aunque no bautizado, siguiendo la costumbre de la época. Siendo estudiante en Cartago se afilia a la secta de los maniqueos, aunque no es nunca un adepto convencido, sino que sigue con sus meditaciones y pesquisas en busca de la verdad, sin conseguir la paz interior ni liberarse de las cadenas de la sensualidad. Son años en que lleva una vida moralmente bastante desordenada. Sus Confesiones están llenas del más amargo arrepentimiento de ese tiempo.

Dotado de un talento extraordinario, se dedica a la enseñanza. Pero también le deja insatisfecho su actividad profesional como maestro de retórica, que ejerce primero en Cartago, luego durante un corto tiempo en Roma y finalmente en Milán. En esta última ciudad escucha las predicaciones del obispo san Ambrosio, que son un modelo de perfección formal. Agustín empieza asistiendo a ellas movido por un puro interés profesional, pero poco a poco se va sintiendo atraído por su contenido. Después de largos debates interiores, Agustín siente la llamada de la gracia. A la edad de treinta y tres años, en la noche de Pascua del año 387 es bautizado, junto con su hijo Deodato, por san Ambrosio. Tras su bautismo decide regresar a su patria africana para entregarse por entero al servicio de Dios. Pero antes fallece en Ostia su madre, santa Mónica. Siguen luego tres años en sus posesiones de Tagaste, dedicados a la oración y el estudio.

San Agustín escribe la historia de su conversión en las Confesiones, en las que glorifica a la Providencia divina que, a pesar de su propia resistencia, le ha conducido a la salvación. San Agustín se hace cristiano a través de un largo y misterioso proceso, en el que Dios le busca y acaba por atraparlo. La búsqueda apasionada de la verdad, junto con la experiencia del fracaso moral y la angustia por el pecado, le llevan a echarse en las manos de Dios, como nos confiesa él mismo: "Nuestro corazón, oh Dios, está inquieto hasta que descansa en ti". Las Confesiones, que aún hoy conocen todas las personas cultas, es una obra única en toda la literatura antigua, en la que la más fina observación psicológica se equilibra con un arrebatado vuelo del pensamiento.

Agustín abraza el estado monástico al mismo tiempo que pide el bautismo. Pero no puede permanecer mucho tiempo en su ascético retiro; ya en el año 391 el obispo de Hipona le consagra presbítero y lo designa su sucesor. El año 394 es elevado a la sede episcopal de Hipona, pequeña ciudad portuaria, hoy llamada Bona, en Argelia, donde permanece hasta su muerte. Su actividad pastoral es la de un actual párroco, pero con sus escritos actúa en la Iglesia entera. San Agustín se distingue por la profundidad de su talento, sus conocimientos amplísimos y su gran corazón. En el campo teológico, se enfrenta con los donatistas y los pelagianos, publicando profundos tratados dogmáticos sobre la gracia y la justificación. Escribe, además, obras preciosas , como Sobre la Trinidad, De la inmortalidad del alma, y los Soliloquios, y otros tratados semejantes. Escribe también obras importantes de moral y ascética. En exégesis bíblica, sobresalen, ante todo, sus homilías. Además de centenares de sermones y cartas, en sus últimos años escribe De Civitate Dei, que es una genial filosofía de la historia en sentido cristiano.

San Agustín posee menos erudición que san Jerónimo, y no tiene inconveniente en consultar al irritable eremita de Belén, pidiéndole aclaraciones sobre cuestiones bíblicas en cartas extremadamente corteses. Su lengua latina no es tampoco tan perfecta de forma y tan clásica como la de san Jerónimo. San Agustín, que siempre quiere decir cosas profundas, lucha a brazo partido con la expresión. A un amigo le confiesa: "Casi siempre estoy descontento de mi manera de expresarme". Ni san Ambrosio ni san Juan Crisóstomo hubieran dicho algo semejante. Pero san Agustín los supera a todos en profundidad especulativa. Muchas de sus formulaciones son en lo sucesivo adoptadas por la Iglesia en sus definiciones de los artículos de fe. San Agustín muere el 28 de agosto de 430, mientras los vándalos sitian Hipona
San León Magno (+ 461), durante su pontificado, da muestras de sus dotes geniales de gobierno frente a los enemigos exteriores e interiores.

En la lucha contra el monofisismo sintetiza el dogma católico en su célebre Epístola dogmática. Nos deja también un conjunto de sermones que lo acreditan como excelente orador. San Hilario de Poitiers (+ 368) es designado como el Atanasio del Occidente por su valentía contra los arrianos y por la solidez de su doctrina. Nos ha dejado excelentes tratados en teología y polémica, sobre todo su obra De la Trinidad. San Paulino de Nola (+ 431) escribe la serie de composiciones poéticas que tanta fama le han dado. Son célebres, sobre todo, los Poemas natalicios en honor de San Félix. Rufino de Aquilea (+ 410) se distingue por sus trabajos de historia, en particular, por la traducción al latín de la Historía eclesiástica, de Eusebio, y la Historia de los monjes, de San Gregorio Nacianceno.

Otros escritores, cuyos nombres merecen ser citado sons: Juan Casiano (+ 435), célebre por sus Colaciones y sus Instituciones, o reglas para los cenobios; Arnobio el Joven, San Vicente de Leríns, Fausto de Riez y Próspero de Aquitania. Se distingue también Pedro Crisólogo (+ 450) por sus preciosos sermones. La literatura latina sigue la decadencia general del Imperio de Occidente. Sin embargo San Gregorio Magno (+ 604) brilla con especiales fulgores en medio de esta decadencia. No obstante su inmensa actividad, nos deja su Epistolario, de extraordinaria importancia; los Sermones, en los que se muestra como buen orador; las obras Pastorales y Morales, que le han dado gran fama.

Es célebre también por el Sacramentario y Canto gregoriano. Con él destacan Fulgencio de Ruspe (+ 533), que se distingue por sus escritos antiarrianos. Boecio (+ 525), que es uno de los mejores filósofos y escritores de su tiempo. Es célebre, entre otras, su obra Del consuelo de la filosofía. Es mediador entre la doctrina aristotélica y la escolástica medieval. Casiodoro (+ 570) es un hombre de gran erudición, conocido sobre todo por su Historia eclesiástica tripartita. Dionisio el Exiguo (+ 540) es un erudito copilador. San Cesáreo de Arlés (+ 543), gran debelador de los semipelagianos, es conocido por sus sermones y diversos escritos polémicos. San Gregorio de Tours (+ 593), literariamente se distingue como historiador de los francos. Venancio Fortunato (+ 600) es uno de los mejores poetas, autor del Pange lingua y otros himnos.

Gracias al apoyo oficial que recibe la Iglesia en este período, el culto se desarrolla con toda magnificencia. Al mismo tiempo se van fijando los ritos de las diversas liturgias. En Occidente prevalece la liturgia romana. Sin embargo, esta liturgia, introducida en los diferentes territorios, toma caracteres propios. En el siglo VI existen varias con diferencias muy marcadas, como la ambrosiana, en el norte de Italia, la galicana, la británica y la visigótica. Esta última, introducida por el Concilio IV de Toledo, recibe el nombre de mozárabe. Estas liturgias quedan consignadas en los libros litúrgicos llamados Sacramentarios. Son particularmente célebres: el Sacramentario Leoniano, del siglo V; el Gelasiano, del VII, y el Gregoriano, del VIII.

 

 

 





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