Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
a) Del vientre
materno al seno de la tierra: 1,12-19
b) ¡Bendito sea el nombre
del Señor!: 1,20-22
c) ¡Piel por piel!: 2,1-7
d) La mujer, aliada de Satán:
2,7-10
e) Una semana de silencio: 2,11-13
3. DE LA FELICIDAD AL SUFRIMIENTO
a) Del vientre
materno al seno de la tierra
"La muerte entró en el mundo por envidia del diablo" (Sb 2,24). Adán, el
hombre, sucumbió ante la prueba. Abraham, raíz del pueblo de Dios,
experimenta la oscuridad de la prueba (Gn 22) y, al salir victorioso, se
convierte en "padre de los creyentes" "porque en la prueba fue hallado fiel"
(Si 44,20). El pueblo de Israel atraviesa la prueba del desierto (Dt 8,2) y
llega a la tierra prometida. Ahora es el momento de Job, símbolo, como Adán,
de todo hombre. Satán entra en escena con sus armas: la duda que inocula, el
sufrimiento, la mujer del hombre, los amigos que le exacerban...
¡Pobre Job, que no sabe nada de la apuesta de Dios por él en contra de
Satanás! Dice el salmo: "Dios, que está en el cielo, ríe". El Talmud,
comentando este versículo, se pregunta casi escandalizado: "¿Cómo? ¿Es
posible que quien está en el cielo se ría de sus criaturas?". La respuesta
es: "no". Dios no se ríe de sus criaturas. Dios ríe con sus criaturas, les
acompaña, está junto a ellas: "Yo era todos los días su delicia, jugando en
su presencia en todo tiempo; jugando con la bola del orbe, me deleitaba con
los hombres" (Pr 8,30). Y si Dios ríe con sus criaturas, también está con el
que sufre, sufriendo con él. Dios sufre la prueba al lado del hombre. Dios
está con Job, pero el drama es que Job no lo sabe. Hasta el final de la
historia no lo sabrá. Esta será la angustia de Job, su verdadera prueba.
Satán se la plantea a Dios: "Extiende tu mano y toca todos sus bienes;
¡verás si no te maldice en la cara!" (1,11). Dios acepta las condiciones de
Satán: "Ahí tienes todos sus bienes en tus manos. Cuida sólo de no poner tu
mano en él. Y Satán salió de la presencia de Yahveh" (1,12).
Inmediatamente cuatro mensajeros anuncian cuatro desgracias que "caen" sobre
Job. Al final Job mismo "cae" por tierra (1,20). El desastre golpea riquezas
y personas, sólo el mensajero queda con vida "para poder contarlo". El ansia
y el vértigo del absurdo de la prueba, en crudo contraste con la situación
precedente, hace caer por tierra a Job. En una secuencia impresionante, casi
simultáneamente, en el cielo azul de la vida de Job explotan cuatro truenos
estremecedores: pierde asnos, ovejas, toros y, sobre todo, sus hijos. Cada
instante se carga de eternidad. Los mensajeros se pisan casi los talones;
son distintos, pero todos dicen la misma cosa: "Todos han muerto, sólo yo me
he salvado, para poder traerte la noticia". Los sabeos, el fuego divino, los
caldeos y el viento caen, uno tras otro, sobre Job, que queda sin bienes,
sin familia, solo, encerrado en su propia soledad. De repente, Job se
encuentra encerrado en el silencio, la incomunicación, como arrojado del
mundo. La coincidencia de los cuatro acontecimientos no puede ser obra de la
causalidad. Por la mente de Job pasa el interrogante, aún no formulado: y
Dios ¿dónde está? ¿qué tiene que ver con esto? ¿Por qué? (1,13-21).
Sobre la escena idílica de tiendas, banquetes, ceremonias, campos, camellos
y rebaños, cae la masa de catástrofes una detrás de otra, sin tregua, ni
tiempo de respiro. Los momentos más sanos de la existencia humana, el
trabajo y la paz familiar, se convierten en el cebo predilecto de las
desgracias. Sin saberlo los hijos de Job quedan reunidos por la muerte
(1,19). Los instantes serenos de la alegría familiar reciben el impacto
rápido, casi mecánico de la prueba. Los hombres y la naturaleza, - sabeos y
caldeos, fuego y viento-, irrumpen a un tiempo sobre Job. Los mensajeros,
dada la noticia desaparecen; queda, solitaria, la figura de Job. Postrado
por tierra eleva su lamento, en el que gestos y palabras se funden. Job se
rasga los vestidos, como Jacob cuando recibió la túnica ensangrentada de su
hijo José (Gn 37,34), y se rapa la cabeza. Es el signo visible del desgarrón
interior que experimenta. Desde el fondo del corazón brota su lamento-
bendición: "Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré.
Yahveh dio, Yahveh quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahveh!" (1,21).
Fe y dolor se unen en el corazón de Job. La vida, el bienestar, las riquezas
no son más que un vestido que el hombre se pone temporalmente al nacer y
que, muy pronto, debe despojarse de él para volver a la desnudez del
nacimiento: "Como desnudo salió del vientre de su madre, desnudo volverá,
como ha venido; y nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la
mano. También esto es grave mal: que tal como vino, se vaya; y ¿de qué le
vale el fatigarse para el viento?" (Qo 5,14-15). El seno materno, del que el
hombre nace desnudo, y el seno de la tierra, que acoge al hombre despojado
de sus bienes terrenos, son los dos polos de la vida humana. Job no olvida
la sentencia del Génesis: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta
que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo
tornarás" (Gn 3,19). El hombre, comenta fray Luis de León, es pobre y
desnudo de nacimiento. "Es propia del hombre la desnudez, le viene de
nacimiento". "Cuando muere nada se lleva a la tumba" (Sal 49,18). Todo es
don gratuito de Dios. Desnudo sale del vientre de la madre y desnudo vuelve
al seno de la tierra.
b) ¡Bendito sea el nombre
del Señor!
A Job le anuncian cuatro acontecimientos, cuatro desgracias. Durante las
tres primeras Job ni dice ni hace nada. Ha perdido los asnos, las ovejas y
la casa, ha perdido sus bienes y parece que, al contrario de lo que piensa
Satanás, no le afecta. No son los objetos perdidos los que le hacen
reaccionar, sino la vida. Cuando escucha la noticia de la muerte de sus
hijos, Job se pone en pie ante Dios, rasga su vestido en señal de luto y se
postra por tierra, aceptando el designio de Dios: "Dios me lo dio, Dios me
lo quitó: ¡Bendito sea el nombre de Yahveh!" (1,21). Ponerse en pie es
colocarse ante Dios como hombre libre y, como hombre libre, se postra ante
Dios, ofreciéndole humildemente la ofrenda de sus bienes y de sus hijos. Se
ofrece a sí mismo con cuanto es y tiene. Reconoce que todo su ser, su vida y
sus bienes los ha recibido de Dios y a él pertenecen. Por eso puede bendecir
a Dios: no obstante la muerte, la vida es una bendición. Si Dios ha tomado
es porque antes lo había dado gratuitamente. Job vive lo que recomienda
Pablo a los filipenses: "No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en
toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la
súplica, acompañadas de acción de gracias" (Flp 4,6).
La espléndida oración, en su brevedad, es la expresión del pleno acatamiento
de la voluntad de Dios. Comenta San Gregorio: "No dice: El Señor me lo dio,
el diablo me lo quitó. Tendría quizás que dolerse si lo que Dios le concedió
lo hubiera llevado el adversario; pero, pues lo quitó el que lo dio, no nos
quitó lo nuestro, sino que recobró lo suyo". Así Job "transforma la
violencia del dolor en alabanza al Creador". La apuesta de Satán era que Job
maldeciría a Dios. Job, en cambio, eleva a Dios una bendición: "¡Bendito sea
el Nombre del Señor!". Job, por su parte, no sabe nada de la escena celeste,
que amenaza su vida. Pero su respuesta inmediata, aceptando la actuación de
Dios, deshace de un sólo golpe todas las sospechas del adversario. Satán
pierde su apuesta. En la tierra existe por lo menos un hombre justo, que no
vincula su fe a una felicidad tangible.
En la primera prueba la fe de Job se mantiene firme: "En todo esto no pecó
Job, ni profirió la menor insensatez contra Dios" (1,22). Satán había
pronosticado que Job, sin los bienes con que Dios le había bendecido, le
maldeciría. En vez de maldición, de la boca de Job brota la bendición. Es la
bendición, con la que Job acepta el designio misterioso de Dios, como hará
el piadoso salmista: "Ha sido un bien para mí el ser humillado, para que
aprenda a obedecerte... Yo sé, Yahveh, que son justos tus juicios, que con
lealtad me humillas tú" (Sal 119,71.75). La fe de Job no es interesada como
auspiciaba Satán.
"Desnudo salí del seno de mi madre...". Desnudo, Job vuelve a ser lo que el
día de su nacimiento: frágil, amenazado, ante un porvenir incierto. Sin
embargo, se vuelve a encontrar independiente; vulnerable, pero más
auténticamente hombre que nunca, ya que se ha liberado de todo. Pierde el
bienestar, pero le queda la fe. Sigue el creyente, igual a sí mismo y
gozando de una libertad nunca antes alcanzada. Todo lo que tenía no era más
que un vestido inútil y Job experimenta que la vida es más que el vestido
(Mt 6,25). Job no discute, no duda, no acusa. Más aún, bendice a Dios en vez
de maldecirlo.
Las calamidades humanas y naturales se alternan. Los hombres y la naturaleza
destruyen la felicidad de Job. Frente a ello Job permanece fiel a Dios. La
bendición continúa porque Job bendice a Dios. El, que ha experimentado la
bendición de Dios en su existencia, ahora, cuando esta bendición de Dios
entra en crisis, la resuelve bendiciendo a Dios. La pérdida de las riquezas
no le han sacado de la bendición. No obstante lo que le sucede, Job bendice
al Señor. Job permanece justo, fiel, bendito. La prueba termina felizmente
para Job y para Dios. Pero todo comienza de nuevo.
c) ¡Piel por piel!
Job supera la primera prueba. Dios y Satán se encuentran de nuevo. Dios
puede burlarse de Satán: "Me has incitado contra Job por nada para perderle.
El se ha mantenido firme en su entereza" (2,3). Job, despojado de todo sigue
siendo "mi siervo". La confianza de Dios en el hombre, en la prueba se ha
revelado fundada. En medio de la tempestad se ha mantenido íntegro y recto,
sin perder el temor de Dios, ajeno al mal. La prueba ha sido sin motivo,
pero no en balde. Job ha edificado su vida sobre la roca de la fidelidad.
Satanás, vencido realmente, saca la última carta de la manga. No sólo tienta
al hombre, sino que incita a Dios contra el hombre. Está empeñado en romper
la comunión Dios-hombre. Satán aparece con todo su aspecto diabólico,
enemigo implacable del hombre. Dios quiere convencer a Satanás de que sus
sospechas son infundadas. Pero Satanás no se da por vencido. Responde
duramente: "¡Piel por piel! ¡Todo lo que el hombre posee lo da por su vida!
Pero extiende tu mano y toca sus huesos y su carne; verás si no te maldice a
la cara" (2,4-5).
Para Satanás no ha cambiado nada, sigue sembrando la misma sospecha del
principio, aunque Dios le reproche la injusticia e inutilidad de la prueba.
Tú acusabas a Job que no me amaba gratuitamente, sino por interés, que no me
amaba "por nada", sino por los bienes recibidos, ¡por nada le has privado de
todos ellos!, pues, privado de todos los bienes, se ha mantenido fiel. Pero
Satanás replica con toda su osadía: ¡Eso no demuestra nada! ¡No basta esa
prueba! Para Satanás, que no conoce el amor, la muerte de los hijos no es
nada. El sufrimiento de Job, que le rasga el vestido y el corazón, para
Satanás no es nada. Con tal de salvar la propia piel, el hombre es capaz de
todo, hasta de matar al hijo de sus entrañas. ¡Mientras hay vida hay
esperanza! ¡Lo importante es la salud! ¡No es la fe sino el egoísmo lo que
lleva a Job a resignarse!
Satán no acepta su derrota. La verdadera prueba no consiste en quitarle al
hombre los bienes exteriores, sino en tocarle en su ser personal, en su
vida, por la que está dispuesto a sacrificar todo lo demás: "Todo lo que el
hombre posee lo da por su vida" (2,4). Job está dispuesto a pagar con la
piel de los demás (animales e hijos) para salvar la suya. ¡Pruebe Dios a
herirlo en su misma piel! Satanás, en su maldad, acucia a Dios hasta
retorciendo la verdad. Con otra intención dirá casi la misma frase Jesús:
"¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Qué
podrá dar para recobrarla?" (Mt 16,26). Satán se muestra como el teólogo que
da lecciones a Dios. En la fe auténtica el hombre debe estar dispuesto al
despojo total. Job ha sacrificado lo exterior para salvar su piel, su ser
interior. Su fe no ha llegado a la desnudez total, debe renunciar a sí mismo
y no sólo a lo que posee: "quien pierda la propia vida por mí, la
encontrará" (Mt 16,25). Satanás está convencido que el hombre, reducido al
límite supremo, maldecirá a Dios.
Job postrado por tierra no es más que la expresión de quien teme por su vida
e implora que le sea conservada. Ante tal mezquindad, para exaltar al
hombre, Dios permite a Satanás que le toque en los huesos y en la carne,
pero respetando su vida. Satán propone a Dios que sea él mismo quien golpee
a Job, que extienda su mano un poco y le golpee en su integridad física.
Dios se niega a ello y, para los golpes, deja a Job en manos de Satanás.
Ante la provocación de Satanás a Dios: ¡Hiérele tú!, Dios le confía a
Satanás una misión imposible. Según el Talmud, rabí Jisjad decía: "La pena
infligida a Satanás es peor que la infligida a Job. Es como un siervo a
quien su patrón dijese: rompe la tinaja, pero conserva el vino". Golpea a
Job en los huesos y en la carne, pero respeta su vida.
Dios que, en su amor al hombre, "todo lo cree, todo lo espera" (1Co 13,7),
acepta el reto: "Ahí le tienes en tus manos, pero respeta su vida" (2,6).
"Mucho le cuesta al Señor la muerte de los que le aman" (Sal 116,15). Al
instante, Satán sale de la presencia de Dios para herir a Job con una llaga
maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza. Se
trata de la enfermedad que excluye al enfermo de la comunidad de Israel (Lv
13,18ss). No se trata sólo del dolor físico, sino también del aislamiento
comunitario. Es la muerte moral de la persona.
Job es el prototipo del sufriente, representa el colmo de la desintegración
física y espiritual. Su piel se agrieta y supura, cubriéndose de costras
(7,5), consumiéndose como el leño carcomido o el vestido apolillado (13,28);
todo el cuerpo se cubre de llagas, los miembros se le debilitan (17,7), las
encías quedan al desnudo y los huesos se pegan a la piel (19,20),
ennegrecida por la cangrena (30,30). Náuseas (6,7), agitaciones interiores
(7,4; 17,7; 23,16; 30,15), reumas (30,17.20) son algunas de las
manifestaciones de la enfermedad de Job. Estas llagas de Job son llagas de
Dios, le hacen impuro y le obligan a aislarse como ordena el Levítico
(13,44). Es la prueba del abandono de Dios.
Hay una gradación en las desdichas. Satán ataca primero a "lo que es de
Job"(1,11), para atacar luego a "su carne y a sus huesos" (2,5). La
acumulación, el apresuramiento y el contraste con la situación anterior
dejan al hombre casi sin reflejos. Todo hombre, en algún momento de su vida,
puede reconocerse en Job, el hombre irreconocible, "herido por una úlcera
maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla" y sentado en medio
de la ceniza, entre la basura de la ciudad. En un instante Job baja al fondo
de la miseria humana.
d) La mujer, aliada de Satán
La enfermedad, como signo de maldición, obliga a Job a salir del pueblo y
refugiarse en el basurero de las afueras, entre los cascajos y las basuras.
La tejuela, con que Job se rasca sus llagas, es el símbolo de la abyección
en que ha caído. A esta estatua de dolor y humillación se acerca su mujer;
y, al sentir el fétido aliento, se tapa la nariz de repugnancia (19,17).
Job ha perdido todas sus posesiones y todos sus hijos. Su esposa, en cambio,
ha sobrevivido. Satán, en su astucia, ha respetado su vida, esperando
encontrar en ella un cómplice, como lo había encontrado en Eva para hacer
sucumbir a Adán. Y, como para Adán, también para Job la mujer es el primer
instrumento de la prueba de la fe. Como Eva, no es la ayuda adecuada para
él, pues en vez de consolarlo, ayudándole a superar la prueba, la mujer lo
incita a blasfemar de Dios y morir: "Maldice a Dios y muérete" (2,9). Ella,
ante el dolor, ya ha rechazado a Dios y se alía con Satanás para arrastrar
tras ella al esposo. La mujer de Job entra en la cadena de mujeres
seductoras: Eva con Adán, la mujer de Putifar con José, Dalila con Sansón,
las mujeres de Salomón y la mujer de Tobías, que le dice: "¿Y dónde están
tus limosnas?, ¿dónde tus obras de caridad? Ya ves lo que te pasa" (Tb 2,22)
.
La mujer de Job, exasperada por el dolor, intenta arrastrar a su esposo en
el naufragio de su fe. La mujer, incitando al esposo a rebelarse contra
Dios, habla en singular, se siente separada de Job: "Todavía perseveras en
tu entereza. ¡Maldice a Dios y muere!". Job, a diferencia de Adán, no
escucha a su mujer. Se defiende de ella. Pero la respuesta de Job no es la
réplica de un marido irritado, sino la respuesta de fe a una persona que ya
no cree: "Hablas como hablaría una de las mujeres necias". Job sabe que sólo
el sufrimiento es el que ha llevado a su esposa a la locura de su impiedad.
Job le habla en plural, la incluye en su vida y en su dolor, habla en nombre
de los dos. Intenta hacerla entrar en razón: "Si aceptamos de Dios el bien,
¿no aceptaremos el mal?".
Para Job la desgracia viene de Dios lo mismo que la dicha. Y viniendo de
Dios, al hombre sólo le queda aceptar la una y la otra. Job, en su confesión
de fe, afirma la libertad de Dios y la gratuidad de sus dones. El hombre no
tiene ningún derecho a exigir la felicidad o a pretender que no le alcance
la desgracia. Job se entrega en las manos de Dios. Aunque se esté pudriendo
su carne, recibida de Dios, Job bendice su nombre santo.
Job, como José y Tobías, resiste a la tentación. Desde el basurero replica:
"Hablas como una necia cualquiera" (2,10). Job la llama necia o insensata,
nabal, pues no sabe leer la historia (Dt 32,6). Los necios niegan la acción
de Dios en el mundo (Sal 14,1). Movida quizás por el cariño, no comprende el
sentido de lo que sucede, como no lo entenderán los amigos. La mujer quiere
defender al esposo inocente frente a la injusticia de Dios. Y si Dios es
injusto, no tiene derecho a la bendición del hombre. Y ya que su marido debe
morir, pues nada puede frente al poder de Dios, que deje constancia de su
injusticia. Job, en un primer momento, rechaza a su mujer. Le contesta con
firmeza lo que recoge Isaías: "Yo soy el Señor y no hay otro: artífice de la
luz, creador de las tinieblas, autor de la paz, creador de la desgracia. Yo,
el Señor, hago todo esto" (Is 45,6-7). San Jerónimo comenta: "Como esta vida
cambia cada día con varios sucesos, el justo debe preparar el ánimo para lo
próspero y para lo adverso. Pida a Dios misericordia para soportar con
firmeza cuanto suceda. Pues el que teme a Dios ni se exalta en la
prosperidad ni se abate en la adversidad".
La sabiduría enseña que bienes y males proceden de Dios: "Yo modelo la luz y
creo la tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia, yo soy Yahveh, el
que hago todo esto (Is 45,7). "¿Suena el cuerno en una ciudad sin que el
pueblo se estremezca? ¿Cae en una ciudad el infortunio sin que Yahveh lo
haya causado?" (Am 3,6). El bien y el mal entran en el designio de Dios. El
nabal, como la mujer de Job, "dice, en cambio, en su corazón: No hay Dios"
(Sal 41,1), "profiriendo desatinos contra Dios" (Is 32,6). El fiel, en
cambio, sabe que el sufrimiento no es necesariamente signo de la hostilidad
de Dios, sino un signo de su plan libre y misterioso, que el hombre debe
acoger lo mismo que acoge los bienes: "Si aceptamos de Dios el bien, ¿no
aceptaremos el mal? En todo esto no pecó Job con sus labios" (2,10). Satanás
ha perdido su apuesta. Sobre la tierra existe un hombre capaz de amar a Dios
por él mismo y no por interés. La gratuidad de la fe de Job es luminosa.
La mujer recoge la instigación de Satán, invitando al esposo a maldecir a
Dios. Habla como cómplice de Satán. Está defendiendo la fe interesada,
condicionada al comportamiento de Dios: el hombre ha de bendecir al Dios
benéfico y maldecir al Dios maléfico; así estarán en paz. Ya que ha de
morir, que guste el último consuelo de la venganza impotente: maldecir al
verdugo. La mujer tienta al esposo, poniéndose de su parte contra Dios. Su
cariño al marido se hace rebeldía contra Dios, que parece cruel. Comenta San
Agustín: "Una Eva entregada para la seducción, su mujer fue reservada para
servir al diablo, no para consolar al marido, y propone la blasfemia. El no
cede. Cedió Adán en el paraíso; rechaza Adán a Eva en el basurero". San
Gregorio describe a Job como un alcázar y a la mujer como la escala por
donde busca acceso el diablo: "conquistó el ánimo de la esposa, escala del
marido"
Job, sumido en el dolor, no interrumpe el diálogo con su mujer. De todos
modos, las palabras de su mujer le tocan el corazón más que los golpes de
Satanás. Ante la primera prueba, el texto dice: "No obstante, Job no pecó".
Ahora el texto cambia: "No obstante, Job no pecó con sus labios". Los
rabinos notan la diferencia: "No ha pecado con sus labios, pero sí ha pecado
en su corazón". La duda, que Satanás intenta sembrar, regada por las
palabras de la esposa, comienza a brotar en el corazón de Job. Después de la
primera prueba, Job bendice a Dios; después de esta segunda prueba, Job
calla; y, provocado por la mujer, llama mal a los sufrimientos que Dios le
envía: "Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal? (2,10).
Satanás, aunque no ha vencido a Job, que se mantiene fiel, ha vencido en la
mujer. La mujer desaparece, pero su insinuación queda sembrada en el corazón
de Job. Resonará en todo el libro, hasta el final: "¿De verdad quieres
anular mi juicio? Para afirmar tu derecho, ¿me vas a condenar?" (40,8).
e) Una semana de silencio
"El amigo fiel es seguro refugio. El que le encuentra, ha encontrado un
tesoro. El amigo fiel no tiene precio, no hay peso que mida su valor. El
amigo fiel es remedio de vida, los que temen al Señor le encontrarán. El que
teme al Señor endereza su amistad, pues como él es, será su compañero". Hay
otros amigos "que acompañan a la mesa y no aparecen a la hora de la
desgracia; cuando te va bien, están contigo; cuando te va mal, huyen de ti"
(Si 6,14-17).
Job tiene amigos que se enteran de los males que han caído sobre él y se
presentan ante él para consolarlo: "Tres amigos de Job se enteraron de todos
estos males que le habían sobrevenido, y vinieron cada uno de su país:
Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Y juntos decidieron ir a
condolerse y consolarle" (2,11). Pero, ¿son amigos fieles? Al llegar cerca
de Job no le reconocen: "Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron.
Entonces rompieron a llorar a gritos. Rasgaron sus mantos y se echaron polvo
sobre su cabeza" (2,12). ¿Ha cambiado Job o cambian ellos a la vista del
nuevo estado de Job? Es cierto que lloran a gritos, se rasgan sus vestidos y
se echan polvo sobre la cabeza. Todos estos gestos, ¿son expresión de su
condolencia o es el cumplimiento de un rito?
Dios ha puesto un límite a Satanás: "respeta su vida". Y Satán llega hasta
el límite. Job es llevado hasta el borde de la vida, hasta el límite entre
la vida y la muerte, hasta el punto en que la vida se confunde con la
muerte. Job no conoce el límite puesto por Dios y siente sobre sí el peso de
una vida que se desmorona hasta hacerle probar la muerte. La vida que le
toca vivir ya no tiene nada de vida. Hasta tal punto no es vida que la mujer
misma ve en él ya sólo la muerte: "Maldice a Dios y muere de una vez". Job
se siente tan muerto que asistimos a los ritos de su funeral. Llegan los
amigos a él y hacen los gestos del luto (2,11-13). Job es llorado por lo que
es, un muerto, aunque aún esté vivo. Job no se halla solamente ante el
sufrimiento, sino ante su propia muerte, está situado dentro de una vida
totalmente invadida por la muerte.
Al tumulto de gritos y llanto sigue el silencio. Los amigos, que llegan a
consolar a Job con su sabiduría, se quedan mudos, sin palabra, como si su
silencio dijera que la sabiduría no tiene nada que decir ante el sufrimiento
y la muerte. No hay consolación para quien se halla al límite de la vida. La
única actitud sabia es callar: "Luego se sentaron en el suelo junto a él,
durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una palabra, porque
veían que el dolor era muy grande" (2,13). Ante la caída de Jerusalén, "en
tierra están sentados, en silencio, los ancianos de la hija de Sión; se han
echado polvo en su cabeza, se han ceñido de sayal. Inclinan su cabeza hasta
la tierra las vírgenes de Jerusalén" (Lm 2,10). "Bueno es esperar en
silencio la salvación de Yahveh... Que el hombre se siente solitario y
silencioso, cuando el Señor se lo impone, que ponga su boca en el polvo:
quizás haya esperanza" (Lm 3,26.28).
Los siete días y siete noches de silencio expresan simbólicamente la
duración inmensa del sufrimiento. Es el silencio atónito ante el
sufrimiento, un silencio que se prolonga e invade los siglos y el mundo
entero, llegando hasta nosotros. Este silencio expresa la incapacidad de
explicar el misterio del sufrimiento. Durante siete días con sus siete
noches el silencio se hace denso, es el tiempo del luto (Gn 50,10; 1S 31,33;
Si 22,12). El amor acompaña al sufriente en silencio. En la pasión de
Cristo, todos hablan menos su Madre, la Virgen María, que lo acompaña en
silencio. Una semana en silencio ante el misterio del dolor de Job, del
hombre herido en su carne y en su espíritu. Luego viene la palabra. Y la
palabra es una espada, que hiere y duele más que alivia. Dios reprocha a los
amigos de Job sus palabras. Han querido defender a Dios atacando al hombre.
Dios no se defiende. En el silencio de Cristo, que carga con todo el dolor
humano, Dios penetra en el misterio del sufrimiento y lo redime.
Este silencio espeso sólo será roto por el grito de Job, que recoge el grito
de todos los sufrientes del mundo. Se trata de una larga semana en que la
mirada silenciosa y espantada se nubla y oprime el corazón, haciendo el
silencio insoportable. La contemplación muda llega a la profundidad del
hombre y de ella brota el grito alucinado de Job, que provoca a los amigos
aún más que su desgracia. Llegará el momento en que Job desee volver a
encontrar este silencio de los amigos (13,5).