JOB CRISOL DE LA FE:
DIALOGOS DE JOB Y LOS AMIGOS
Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
1. JOB ROMPE EL SILENCIO: 3,1-26
a) El grito del dolor: 3,1
b) ¡Perezca el día en que nací!:
3,2-10
c) Nacer y morir:
las dos puertas de la vida: 3,11-19
d) Entre
el nacer y el morir está el camino de la vida: 3,20-27
DIALOGOS DE JOB Y LOS AMIGOS
Job: 3,1-26 - Elifaz: 4,1-5,27
Job: 6,1-7,21 - Bildad: 8,1-22
Job: 9,1-10,22 - Sofar: 11,1-20
2. Job: 12,1-14,22 - Elifaz: 15,1-35
Job: 16,1-17,16 - Bildad: 18,1-21
Job: 19,1-29 - Sofar: 20,1-29
3. Job: 21,1-34 - Elifaz: 22,1-30
Job: 23,1-24,25 - Bildad: 25,1-6;26,5-14
Job: 26,1-4; 27,1-12 - Sofar: 27,13-23; 24,18-24
1. JOB ROMPE EL SILENCIO
a) El grito del dolor
En los siete días de silencio por la mente de Job han pasado muchos
pensamientos y se han ahondado sentimientos y sensaciones. Job rompe el
silencio con un grito que le brota desde lo hondo de su ser (Sal 130,1). En
su grito desgarrador resuena el eco de nuestro dolor, del sufrimiento de
todo hombre, sobre el que pesa la mano de Dios. Job grita a Dios el
desconcierto y la angustia de la humanidad doliente. El dolor de Job se hace
palabra, súplica, plegaria: "¡Perezca el día en que nací, y la noche que
dijo: Un varón ha sido concebido! El día aquel hágase tinieblas, no lo
requiera Dios desde lo alto, ni brille sobre él la luz. Lo reclamen
tinieblas y sombras, un nublado se cierna sobre él, lo estremezca un
eclipse. Sí, la oscuridad se apodere de él, no se añada a los días del año,
ni entre en la cuenta de los meses. Y aquella noche hágase inerte,
impenetrable a los clamores de alegría. Maldíganla los que maldicen el día,
los dispuestos a despertar a Leviatán. Sean tinieblas las estrellas de su
aurora, la luz espere en vano, y no vea los párpados del alba. Porque no me
cerró las puertas del vientre donde estaba, ni ocultó a mis ojos el dolor"
(3,3-10). El lago tranquilo de la bendición y del silencio se rompe con una
maldición: "¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: Un varón ha
sido concebido!". Job, remontándose a su concepción, desea abolir la raíz de
toda su existencia
Job rompe el silencio meditativo de siete días maldiciendo el día de su
nacimiento y la noche de su concepción. Job imagina que la noche que lo ha
concebido "espere en vano la luz", que el sol detenga su curso, que las
leyes del mundo queden súbitamente suspendidas. Que el cosmos deje de ser
cosmos y vuelva al caos. Si es preciso eclipsar el mundo, dado que no ofrece
más que miseria y sufrimiento, que se oscurezca. Job se enfrenta a Dios, que
en la creación ha puesto en movimiento la rueda del tiempo que ahora le
aplasta. Job hubiera podido no haber nacido, no haber salido de la nada.
Pero Job no se encara con la nada, sino con Dios: ¿Por qué me has hecho tú
salir de la nada? ¿Por qué debí nacer para conocer el sufrimiento, que me
anuncia la muerte? ¿Por qué nacer para morir? ¿Por qué me haces sufrir y
morir? ¿Por qué el don del sufrimiento al hombre? ¿Para qué has dado al
hombre el sufrimiento? ¿Con vistas a qué has hecho ese don? ¿Qué esperas de
mí en este estado?
Job recoge el grito de Rebeca: "Si esto es así, ¿para qué vivir?" (Gn 25,22;
27,46), el grito de Elías, postrado bajo la retama, en su huida de Jezabel:
"¡Basta ya, Yahveh! Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres" (1R
19,4) y el grito de Jonás bajo el ricino: "Y ahora, Yahveh, te suplico que
me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida"(Jon 4,3). Es el
grito de la confesión angustiosa de Jeremías (Jr 20,14-18), deseando no
haber nacido. Es el deseo de que el seno materno, fuente de vida, se
transforme en el ataúd de un aborto.
El salmo 88 es un largo grito de desolación semejante al de Job. Es el
lamento desgarrador de un desesperado, aplastado por el peso de
insoportables desgracias, que le ponen al borde de la tumba, reducido como
está a ser un fantasma, abandonado a las tinieblas, herido por el enojo de
Dios, que se ensaña con él. Solitario, marginado, encerrado en una prisión
inexpugnable, se siente rechazado de Dios, aunque él no cesa de invocarlo.
Torturado por sobresaltos y debilidades se ve anulado por los terrores, que
Dios siembra en torno a él, como un océano que lo circunda y anega. Este
hombre, saciado de desventuras, no sabe hacer otra cosa que pedir a gritos
ayuda día y noche. En su noche no se ve ni un hilo de luz o esperanza. Pero
el grito se eleva a Dios desde el fondo del dolor con sinceridad y
constancia. Dios, en su silencio, recoge este grito sin escandalizarse ni
tapar la boca al orante. Es la historia de Job hecha plegaria, la historia
de Jeremías hecha "confesión" de fe ante Dios, es la experiencia misma de
Cristo que, en la agonía y sudando sangre, pide al Padre que aleje de él el
cáliz del sufrimiento. Es la historia del creyente que ora a Dios desde su
angustia.
En el lamento ininterrumpido y angustioso del piadoso salmista sólo le queda
una certeza. Dios, "que ha alejado de él amigos y conocidos, dejándole como
única compañía las tinieblas", es el único que puede detener sus pies que
resbalan hacia la fosa de la muerte. Es la esperanza que canta el salmo 22,
recitado por Cristo desde la cruz. El grito desgarrador de Cristo
agonizante, - "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (Mt
27,46)-, es "la súplica con fuertes gritos y lágrimas" (Hb 5,7), que eleva
al Padre desde el abandono y el silencio de su soledad. La raíz del dolor y
de la muerte es el abandono del Padre. Pero Cristo, como Job, después de su
angustioso lamento, encuentra en Dios unas manos paternas a las que
encomendar su espíritu y entregar su vida. Y en las manos del Padre
encuentra la paz. En los labios de Cristo el salmo se convierte en una
plegaria pascual, en una invitación gozosa a la alabanza.
b) ¡Perezca el día en que nací!
Satanás provoca a Job con el dolor para que maldiga a Dios en su cara y
vencer así su apuesta. Job, aplastado por el sufrimiento, no maldice a Dios.
Maldice su existencia desde su nacimiento, más aún, desde su concepción. Su
maldición es como el deseo de lo imposible: hacer que no sea lo que fue. El
día de su nacimiento y la noche de su concepción se mezclan. Del día pasa a
la noche en su deseo de que las tinieblas se traguen la luz y la noche no
conozca el parpadear del alba. Es el deseo de invertir el orden de la
creación, que en él se ha hecho hostil. Dios sintió algo similar en el
momento del diluvio, pero el arco iris brillando en las nubes del cielo le
recuerda su alianza con la creación de sus manos. Una vez recreada, jamás la
destruirá. La recreación ha restablecido de nuevo las separaciones con sus
ritmos: "No faltará siembra y cosechas, frío y calor, verano e invierno, día
y noche" (Gn 8,22). Job quiere volver al momento anterior a la creación,
cuando todo era caos, sin orden ni separación, un caos envuelto en tiniebla,
una noche sin día. Job implora un diluvio de tiniebla que borre y arrastre
en su vorágine su miserable existencia. Es el grito opuesto al canto de
Isaías (Is 60), de Zacarías (Za 14,7) y del Apocalipsis: "La ciudad no
necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria
de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y los
reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor. Sus puertas no se cerrarán
con el día, porque allí no habrá noche" (Ap 21,23-25). "Noche ya no habrá;
no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor
Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos" (22,5)..
Cada alba es el signo de una renovada creación, el signo de la victoria de
Dios sobre la nada. La imprecación de Job expresa el deseo de que el alba de
su nacimiento se transforme en derrota. Al "sea la luz" (Gn 1,3) de la
creación, Job opone el "sea la tiniebla". Job desea que Dios no busque el
día de su nacimiento, que lo excluya de su interés, de su mundo, que es sólo
luz. Quede ese día en la noche interminable, en la nada. ¡Que ese día sea
tinieblas! Al no poder ni querer maldecir a Dios, Job desea desaparecer o,
mejor dicho, no haber aparecido jamás. Le gustaría borrar desde el principio
su historia y sus propias huellas en la historia del mundo.
En la maldición del día de su nacimiento y de la noche de su concepción hay
una progresión hacia atrás. Job no se conforma con maldecir su nacimiento,
sino que retrocede hasta el momento de su concepción y maldice aquella
noche, que vio y anunció su concepción. La noche es personificada, es el
único testigo del acto de amor que ha permitido la concepción, el único
testigo de cuanto aconteció en el tálamo nupcial. Job desea que esa noche
quede en las tinieblas, no la siga el día, no entre en el calendario, no
entre en la cuenta de los días del año o de los meses. La noche, que ha
asistido a su concepción, sea una noche estéril, sin júbilo, que las
estrellas de la aurora se oscurezcan y la noche, que espera el alba, siga
siendo noche, que la aurora no abra sus párpados. Que la noche quede
frustrada en su espera del día
Job, desde lo hondo de su dolor, reniega del día, de la luz, del dar a luz,
y reniega de la noche fecunda del amor: "Yo también soy un hombre mortal
como todos, un descendiente del primero que fue formado de la tierra. En el
seno de una madre fui hecho carne; durante diez meses fui modelado en su
sangre, de una semilla de hombre y del placer que acompaña al sueño" (Sb
7,1-2). Esa noche de amor y placer, en que Job fue concebido, Job la
reniega, deseando que quede estéril, privada de la bendición de la
fecundidad. Ese día de su nacimiento y esa noche de su concepción se merecen
la maldición, por no haber sido guardianes fieles, cerrando las puertas del
vientre materno, para no entrar en él con la concepción o para no salir de
él con el nacimiento. Debieron cerrar la puerta de su existencia.
La noche evoca el seno fértil de la concepción y contra esa noche impreca
Job. La noche nupcial de los esposos con su júbilo de amor y fecundidad
hubiera debido ser signo de tiniebla, esterilidad y nada. La noche hubiera
debido ser lo que significa, vacío y oscuridad sin vida. La aurora no
hubiera debido abrir nunca sus párpados para ver el día. ¡Maldita aquella
noche negligente que no cerró las puertas del seno materno, permitiendo que
él, Job, atravesase el umbral del parto y saliera de la nada a la vida!
c) Nacer y morir:
las dos puertas de la vida
Desde el origen Job salta al final, al deseo de la muerte. Nacer y morir son
las dos puertas extremas de la vida. No haber nacido y estar muerto son los
extremos que se tocan: "¿Por qué no morí cuando salí del seno, o no expiré
al salir del vientre? ¿Por qué me acogieron dos rodillas? ¿por qué hubo dos
pechos que me dieron de mamar? Ahora descansaría tranquilo, dormiría ya en
paz, con los reyes y los notables de la tierra, que se construyen mausoleos;
o con los príncipes que poseen oro y llenan de plata sus moradas. No habría
existido, sería como aborto enterrado, como los fetos que no vieron la luz.
Allí acaba la agitación de los malvados, allí descansan los exhaustos.
También están tranquilos los cautivos, sin oír más la voz del capataz.
Chicos y grandes son allí lo mismo, y el esclavo se ve libre de su dueño"
(3,11-19). Si no es posible abolir el nacimiento y cegar la fuente de la
vida, ¿por qué no invocar el final de la vida, la muerte? El ¿por qué? de
los salmos llenan la boca de Job.
El rechazo de la existencia, invocando el no haber sido, se atenúa en deseo
de la muerte abortiva, en el seno materno, o apenas dado a luz. Lo recogerá
también Qohelet: "Más feliz es un aborto, pues entre vanidades vino y en la
oscuridad se va; mientras su nombre queda oculto en las tinieblas. No ha
visto el sol, no lo ha conocido, y ha tenido más descanso que el otro (el
hombre rico)" (Qo 6,3-5). En su maldición Job engloba todos los gestos de
amor de su vida. Pasada la semana de luto en silencio, Job abre la boca y
explota. Ante el dolor presente desea borrar todo el pasado. Sin esperanza,
no sólo muere el futuro, sino que se anula el pasado. Ante el sufrimiento,
la vida le parece insoportable.
La vida es inquietud y fatiga. La muerte es descanso (Si 40,1-7). Job ha
contagiado al Eclesiastés el pesimismo que le lleva a proclamar: "Felicité a
los muertos que ya perecieron, más que a los vivos que aún viven. Más feliz
aún que ambos es aquel que no ha existido, que no ha visto la iniquidad que
se comete bajo el sol" (Qo 4,2-3). Este es también el grito de Jeremías:
"¡Maldito el día en que nací! ¡el día que me dio a luz mi madre no sea
bendito! ¡Maldito aquel que felicitó a mi padre diciendo: Te ha nacido un
hijo varón, y le llenó de alegría! Sea el hombre aquel semejante a las
ciudades que destruyó Yahveh sin que le pesara, y escuche alaridos de mañana
y gritos de ataque al mediodía. ¡Oh, que no me haya hecho morir desde el
vientre, y hubiese sido mi madre mi sepultura, con seno preñado eternamente!
¿Para qué haber salido del seno, a ver pena y aflicción, y a consumirse en
la vergüenza mis días?" (Jr 20,14-18). Lo mismo siente Job. Querría abolir
el nacimiento, puerta de acceso a la vida, pero, ya que es imposible
desandar el tiempo y abolir el nacimiento, invoca el otro extremo: llegar al
no existir por la puerta de la muerte.
Sin embargo, en el colmo del dolor, Job no olvida nada; recuerda la noche en
que fue concebido, el día de su nacimiento, la nodriza que le acoge sobre
sus rodillas, los pechos que le amamantan (3,11-12). Un niño, al nacer, no
es dejado solo. Dios mismo le acoge como confiesa el salmo: "Fuiste Tú quien
me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el
seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios" (Sal
22,10-11). Es la evocación de la ternura de Dios cuando, en vez de sus
manos, aparecen las fauces del león abiertas para devorar al hombre. De la
solicitud de Dios se pasa a la angustia, al miedo, a la muerte. ¿Qué sentido
tiene la experiencia inicial de ternura si luego la vida comporta soledad
total, sufrimiento, angustia y muerte? Este es el lamento de Job, sentado en
el muladar, solo, rodeado de amigos mudos, que no tienen para él una
palabra.
Tras la maldición de la vida, del tiempo, Job hace la apología de la muerte,
expresando el deseo de salir del tiempo con toda su caducidad, para pasar al
lugar de la paz, sin sufrimientos, sin diferencias sociales, sin violencia
ni injusticias (3,13-26). La apología de la muerte es la crítica más dura
posible de la vida. El mundo futuro tras la muerte es un mundo sin lágrimas
en los ojos, sin noche ni tinieblas, es el mundo de la paz eterna. José,
hijo del Rabbí Jochanan, dice a su padre: "He tenido un sueño. He visto el
mundo futuro. He visto un mundo al revés". "¿Un mundo al revés?", pregunta
el padre. "Sí. Los superiores estaban abajo y los inferiores en alto". "Ese
no es un mundo al revés, responde el padre, ese es el mundo de las
bienaventuranzas". Es nuestro mundo el que es absurdo, al revés. En el reino
de Dios, como anuncia constantemente Jesucristo, "los últimos serán primeros
y los primeros serán últimos".
En su añoranza de la muerte Job contempla igualadas todas las categorías de
personas: reyes y esclavos, pequeños y grandes, potentes y débiles. La
muerte es el reino de la igualdad cantan Job y Jorge Manrique: "Allí los
ríos caudales/ allí los otros menores/ y los chicos;/ allegados, son
iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos". Toda división es
borrada. Sí, pero no existe tampoco la libertad ni la esperanza. Desaparece
la memoria, la participación en la liturgia, los cantos de alabanza (Is
26,8): "Que el seol no te alaba ni la Muerte te glorifica, ni los que bajan
al pozo esperan en tu fidelidad. El que vive, el que vive, ése te alaba,
como yo ahora. El padre enseña a los hijos tu fidelidad. Yahveh, sálvame, y
mis canciones cantaremos todos los días de nuestra vida junto a la Casa de
Yahveh" (Is 38,18-20).
d) Entre
el nacer y el morir está el camino de la vida
El mal provoca en Job, no el amor a la muerte, sino el desarraigo de la vida
como aparece ante sus ojos, como la siente su carne lacerada. La muerte que
desea no es la vuelta a la nada, ya que espera saborear en ella el descanso
(3,13). Job anhela que el hombre pudiera ahorrarse el camino por este mundo
y pasar desde el seno materno a una muerte, de algún modo, maternal. Con
riquezas o sin ellas, en la muerte el hombre está acostado, tranquilo,
descansando (3,14-17): es el fin del sufrimiento (3,18). A Job, en su sueño
de la paz eterna, le falta la fe pascual: a la vida eterna se llega pasando
por el nacer, vivir y morir. La cruz de la vida es la escalera que conduce a
la vida que Job desea. Los dolores del parto son necesarios para todo
alumbramiento. Pablo, con esta certeza, puede proclamar: "Estimo que los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha
de manifestar en nosotros" (Rm 8,18).
Es la esperanza de Isaías, que ve el seno de la tierra no como tumba, sino
como fuente de resurrección: "Como mujer encinta, cuando está próxima al
parto, sufre y se queja en su trance, así éramos nosotros en tu presencia,
Señor: concebimos, nos retorcimos y dimos a luz viento; no trajimos
salvación a la tierra, no le nacieron habitantes al mundo. ¡Revivirán tus
muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los
moradores del polvo! Porque tu rocío es rocío de luz, y la tierra echará de
su seno las sombras" (Is 26,17-19).
Entre el principio y el fin, el nacer y el morir, están Dios, como Creador,
y Job como criatura con todos sus porqués. Las palabras de maldición se
transforman en súplica a Dios para que le explique el sentido de la vida:
¿Por qué Dios nos pone en la vida sin contar con nosotros? ¿Por qué da la
vida a quien no la quiere y sólo desea la muerte?: "¿Para qué dar la luz a
un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que ansían
la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un tesoro, a los
que se alegran ante el túmulo y exultan cuando alcanzan la tumba, a un
hombre que ve cerrado su camino, y a quien Dios tiene cercado?" (3,20-23).
¿Por qué dar la vida al hombre si su vivir es desear no haber nacido o
morir? Mejor hubiera sido que el seno materno se hubiera convertido en tumba
para siempre (Jr 20,17).
Job no maldice a Dios, pero le señala como el responsable de todo: es Dios
quien "cierra el camino y cerca al hombre". Es Dios quien abre o cierra el
seno materno, quien abre o cierra las puertas de la vida y de la muerte. Job
se lamenta, grita y se enfrenta con Dios, aunque al principio no le nombre.
Es Dios quien hace salir el sol, brillar la luz, alumbrando el día. Cada
mañana es como una nueva creación de la luz por orden de Dios. Si Dios se
hubiera desentendido del día del nacimiento de Job, no habría habido ni luz
ni día, hubiera seguido dominando la tiniebla. Las tinieblas deberían
rescatar para ellas ese día que les pertenece. Un eclipse interminable
hubiera debido cubrir toda luz, paralizando la creación. O, al menos, haber
arrancado del calendario ese día, como en el salto de un meridiano a otro
La escritora judía, Margarete Susman, escribe: "Lo desmedido de las
desgracias de Job atestiguan la inmediatez de la cólera divina. Y sólo para
el inocente esta cólera es pura y simplemente cólera. Para el culpable es
justicia. Para el inocente es terror, razón para dudar de la justicia
divina. Sin comprender, preguntando y conjurando, el hombre está ante Dios,
cuyos rasgos no logra reconocer en esa cólera incomprensible". El misterio
del sufrimiento, que deja al hombre a las puertas de la muerte, arranca a
Job el torrente de maldiciones e interrogantes: ¿Por qué el hombre vive para
morir? ¿Por qué experimenta, ya mientras vive, la realidad de la muerte? Job
se enfrenta a Dios y le desafía, arriesgando su vida, y no la piel de los
demás como hace Satán. Job, el hombre, necesita una respuesta de Dios al
misterio de la muerte.
Las palabras de Job son queja, no maldición. Su grito es el "¿por
qué?"dolorido y confiado de tantos salmos (44,24ss; 74,11; 79,10; 80,13;
115,2). Las dos puertas de la vida, la del ser y la del no ser, están en
manos de Dios. Job eleva a él su queja: ¿por qué da y conserva la vida al
que desea la muerte? Sin embargo no le pasa por la mente la idea del
suicidio. Todo se queda en invocación impotente, que repetirá frecuentemente
en la discusión con los amigos. Ben Sirá se hará eco del deseo de Job en su
canto ambivalente de la muerte: "¡Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para
el hombre que vive en paz entre sus bienes, para el varón desocupado a quien
todo le va bien, y todavía con fuerzas para servirse el alimento! ¡Oh
muerte, buena es tu sentencia para el hombre necesitado y carente de
fuerzas, para el viejo acabado, ahíto de cuidados, que se rebela y ha
perdido la paciencia!" (Si 41,1-2).
Job, en sus intervenciones, muestra su sufrimiento y su fe, sabe que lo que
está pasando proviene de Dios, aunque no comprenda su significado. Dios, de
cuya presencia no duda, le resulta incomprensible. Y, como creyente, se
enfrenta a él y se debate contra su actuar. ¿Cómo el Dios bueno puede
complacerse en aplastar a su siervo inocente? La obediencia de la fe se
mantiene en fidelidad a Dios. Lo que está en crisis, fruto del cambio en el
actuar de Dios, es la imagen anterior de Dios. La nueva forma de presencia
de Dios en la vida de Job le resulta incomprensible. Job, que no desea
perder a Dios, le reclama que actúe como antes o le dé una explicación de su
nueva forma de actuar. Dios, en cambio, desea que Job acepte libremente la
obediencia de la fe en él en su nueva y desconcertante actuación: fe libre,
amor gratuito, "por nada", creer en Dios porque es Dios.