JOB CRISOL DE LA FE: 3. JOB HABLA DESDE LA ANGUSTIA DE SU ESPIRITU 6,1-7
Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
a) El lúcido desvarío de Job: 6,2-30
b) Los íncubos de la noche: 7,1-19
d) ¿Donde está la "hesed" de Dios?: 7,20-21
DESDE LA ANGUSTIA DE SU ESPIRITU
a) El lúcido desvarío de Job
Job responde a Elifaz elevando un conmovido lamento, acusando a los amigos
que no comprenden que actúa y habla con sinceridad, buscando la verdad al
declararse inocente. A un cierto momento se repliega sobre sí mismo y
lamenta su situación. Y, finalmente, se enfrenta con Dios, que
insensatamente asusta al hombre. Job se sitúa frente a Dios con el problema
del hombre desde su situación real de hombre ante la muerte: "¡No cerraré mi
boca. Hablaré desde la angustia de mi espíritu!" (7,11)
El discurso razonable y bien intencionado de Elifaz no ha convencido a Job.
Las promesas de felicidad llegan tarde y las veladas amenazas no le asustan,
porque mucho más terrible que lo que le anuncia Elifaz es su situación
actual. Por eso, frente al discurso racional de Elifaz, Job defiende el
absurdo, pues no es razonable su dolor. Job justifica sus quejas, lamentando
el enorme peso de su aflicción desmesurada: "¡Ah, si pudiera pesarse mi
aflicción, si mis males se pusieran en la balanza juntos! Pesarían más que
la arena de los mares: por eso mis razones se desmandan" (6,2-3). Abrumado
por el peso de sí mismo, Job desvaría, pero mira con lucidez el desvarío de
sus palabras y las justifica. Job se siente como el blanco de las flechas de
Dios. Dios ha escogido su víctima y Job es consciente de que la obra de
muerte, que ha comenzado en él, se realizará inexorablemente bajo el efecto
del veneno de las flechas: "Pues las flechas de Sadday están en mí, mi
espíritu bebe su veneno, y contra mí se alinean los terrores de Dios" (6,4).
La amargura insoportable de la existencia presente lleva a Job al deseo de
la muerte. Está harto de vivir y penar. No puede medir su dolor ni controlar
sus palabras, que fluyen como olas del mar de su angustia. Si el asno
rebuzna o el buey muge es porque tienen hambre, y si el hombre grita es
porque le aflige un dolor que no puede acallar (6,5-7). Sólo la muerte,
amada, deseada e invocada, podría callar el dolor y la lengua. Job, en su
largo lamento, grita contra sí mismo, contra los amigos y contra Dios. Job
se siente circundado de un muro de hostilidad: Dios, los amigos y la vida
misma le atormentan y le obligan a una desesperada defensa. La hostilidad de
Dios y de los amigos y la náusea de la vida le roban el sentido de la
existencia. Sólo vislumbra como salida posible la esperanza de la muerte:
"¡Ojalá se realizara lo que pido, que Dios cumpliera mi esperanza, que él
consintiera en aplastarme, que soltara su mano y me segara!" (6,8-9).
Job se queja de sí mismo, porque ya no resiste más; se queja de los amigos,
porque se distancian de él o le acosan con sus razonamientos; y se queja de
Dios porque lo ha herido y se ensaña con él en vez de librarlo. Solo, en
medio de la batalla, Job afila las armas de su palabra, con la que ataca a
todos. Es cierto que sus palabras son un desvarío, pero tiene razón para
ello: "¿Rozna el onagro junto a la hierba verde? ¿Muge el buey junto al
forraje? ¿Se come acaso lo insípido sin sal? En la clara del huevo ¿hay
algún gusto?" (6,5-6). Si el buey muge y el asno rebuzna por algo será. Por
eso decide seguir hablando, no admite que nadie le tape la boca: "Yo no he
de contener mi boca, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la
amargura de mi alma. ¿Acaso soy yo el Mar, soy el monstruo marino, para que
pongas guardia contra mí?" (7,11-12). Sin embargo, su único deseo es no
renegar de Dios: "Este será mi consuelo: aun torturado sin piedad, saltaría
de gozo, por no haber renegado de las palabras del Santo" (6,10). Job ha
imprecado, pero no ha renegado de Dios. ¿Conseguirá contenerse si la
situación se prolonga? Como el mártir, que en medio de la tortura desea la
muerte para no renegar, Job la invoca para mantenerse fiel. Al final le será
concedido este consuelo y Job realmente saltará de gozo. Como en el prólogo
Dios elogia la conducta de Job, en el epílogo Dios alaba sus palabras
(42,7-8).
Job es el sufriente. No aguanta más. El no tiene la fuerza que Dios prometió
a Jeremías: "Te haré plaza fuerte, columna de hierro, muralla de bronce" (Jr
1,18). No es capaz, como el Siervo de Yahveh, de "endurecer su cara como un
pedernal" (Is 50,7). Job experimenta en su carne toda su fragilidad: "¿Cuál
es mi fuerza para que aún espere, qué fin me espera para que aguante mi
alma? ¿Es mi fuerza la fuerza de la roca? ¿es mi carne de bronce? ¿No está
mi apoyo en una nada? ¿no se me ha ido lejos toda ayuda?" (6,11-13). Job
esperaba un poco de piedad de sus amigos, pero le han defraudado. En vez de
compasión por su enfermedad, se asustan del posible contagio. Job ve su
interior como un inmenso desierto de soledad, cruzado por un cauce seco de
palabras vacías, que aumentan su sed. Desde su debilidad acusa a los amigos
de frialdad e insensibilidad ante su grito de auxilio: "Me han defraudado
mis hermanos lo mismo que un torrente, igual que el lecho de torrentes que
pasan: turbios van de aguas de hielo, sobre ellos se disuelve la nieve; pero
en tiempo de estiaje se evaporan, en cuanto hace calor se extinguen en su
lecho. Por ellos las caravanas se apartan de su ruta, en el desierto se
adentran y se pierden. Las caravanas de Temá los otean, en ellos esperan los
convoyes de Sabá. Pero se ve corrida su confianza; al llegar junto a ellos
se quedan confundidos" (6,15-20). Los amigos, para defender a Dios, que no
necesita que nadie le defienda, se han vuelto contra él.
El desierto con sus horizontes ilimitados y desolados, con la soledad de sus
pistas borradas es el símbolo de la soledad de la vida de Job. Sufre como
una caravana golpeada por el viento seco y aplastada por el sol implacable.
Como un caminante solitario en el ardor del verano, Job está siguiendo
desesperadamente los rastros perdidos del desierto. Los regatos que, en
primavera, recogían las aguas de las lluvias, ahora son sólo canales secos,
llenos de piedras calcinadas. Su vida es un desierto, un vagar de espejismo
en espejismo. La búsqueda del agua es tan angustiosa que lleva al caminante
a salirse del camino, girando en torno, de decepción en decepción, hasta
perderse en medio del paisaje siempre igual. En su desesperación, Job
abandona la imagen del desierto y grita a sus amigos: "Así sois ahora
vosotros para mí: veis algo horrible y os asustáis" (6,21). La amistad, el
agua del consuelo, que Job busca en ellos, no suscita en ellos más que
horror, como si fuese un apestado contagioso. De los amigos Job se esperaba
un consejo, afecto y comprensión, pero sólo ha recibido acusaciones y
juicios condenatorios de sus palabras de desesperado.
Job no pide que paguen su rescate, sino que acepten su inocencia. Deja de
lado el consuelo, que los amigos no saben darle, y pasa a defender su
inocencia. Ya no está en juego su vida o su bienestar; está en juego la
justicia y su inocencia. Job la defenderá aunque se quede sólo, sin amigos:
"¿He dicho acaso: Dadme algo, haced regalos por mí de vuestros bienes;
arrancadme de la mano de un rival, rescatadme de la mano de tiranos?
Instruidme, que yo me callaré; hacedme ver en qué me he equivocado. ¡Qué
dulces son las razones ecuánimes!, pero, ¿qué es lo que critican vuestras
críticas? ¿Intentáis criticar sólo palabras, dichos desesperados que se
lleva el viento? ¡Vosotros echáis a suerte al mismo huérfano, especuláis con
vuestro propio amigo!" (6,22-27). Los amigos, aunque estén presentes, lo han
abandonado. Llegados a él para consolarlo se han situado contra él. Con
desesperación les pide comprensión de su desgracia. Los amigos no saben
dársela porque no han pasado por su dolor (Cf. Hb 4,15). No saben que: "el
que retira la compasión al prójimo abandona el temor de Sadday" (6,14), pues
como dice San Gregorio "el amor de Dios engendra el del prójimo y el amor
del prójimo nutre el de Dios", añadiendo en relación a los amigos: "Cuando
uno está en la prosperidad, no se sabe si los otros aman su prosperidad o su
persona. La desgracia es la prueba del amor".
Job se siente juzgado y rechazado sin que sus amigos hayan comprendido el
sentido de su lamento. El diálogo ha perdido el calor de una discusión
fraterna y ha asumido la forma glacial de la imparcialidad de un juicio
formal. Sin embargo, Job no se resigna a esta situación e implora la ayuda
de los amigos: "Ahora, por favor, volveos a mí, que no os mentiré en la
cara. ¡Tornad, pues, a mí pero sin maldad! ¡Tornad, que está en juego mi
justicia! ¿Hay maldad en mis labios? ¿no distingue mi paladar las cosas
malas?" (6,28-30). Job no está para discusiones teológicas o legales, sólo
desea que acepten su persona en el estado en que se encuentra. Desea
confundir la sabiduría de los sabios con la fuerza de su dolor.
b) Los sobresaltos de la noche
Dejando de mirar a los amigos, Job se recoge en sí mismo para enfrentarse a
Dios en un largo interrogatorio: "¿No es una milicia lo que hace el hombre
en la tierra? ¿No son jornadas de mercenario sus jornadas? Como esclavo que
suspira por la sombra, o como jornalero que espera su salario, así meses de
desencanto son mi herencia, y mi suerte noches de dolor. Al acostarme, digo:
¿Cuándo llegará el día? Al levantarme: ¿Cuándo será de noche?, y hasta el
crepúsculo ahíto estoy de sobresaltos. Mi carne está cubierta de gusanos y
de costras terrosas, mi piel se agrieta y supura. Mis días han sido más
raudos que la lanzadera, han desaparecido al acabarse el hilo" (7,1-6). Job
describe, con toda su fantasía, la miseria humana y, en particular, la que
ahora pesa sobre él. Si es triste la situación de todo mortal, la suya es
desesperante. Las sombras del atardecer marcan para los otros el final de la
fatiga del día, pero para él la llegada de la noche no mitiga sus
sufrimientos, sino que los exaspera con sus sobresaltos. Para Job no hay un
momento de respiro, un oasis de descanso.
"El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio" (7,1). Comenta fray
Luis de León: "Así ha de entender el que nace alquilado para trabajo y
peligro. Porque en todas las horas de la vida hay su trabajo: en la niñez,
el de ignorancia y flaqueza; en la mocedad, el de sus pasiones y ardores; en
la edad de varón, el de las pretensiones y competencias; y en la vejez, el
de ella misma. Y en todas acontece la enfermedad y reina la muerte y es
poderoso el desastre".
El soldado espera el fin del combate y la soldada. El jornalero espera el
atardecer y el salario. Job desea el gozo del descanso, pero no lo halla.
Job se identifica con el Eclesiastés: "¿Qué le queda al hombre de toda su
fatiga y esfuerzo con que se fatiga bajo el sol? Todos sus días son dolor y
penar; y ni aun de noche su corazón descansa. También esto es vanidad. No
hay mayor felicidad para el hombre que comer y beber, y disfrutar en medio
de sus fatigas. Yo veo que también esto viene de la mano de Dios, pues quien
come y quien bebe, lo tiene de Dios" (Qo 2,22-25). Job ni siquiera tiene ese
pequeño consuelo. Su existencia en el dolor es absurda y sin sentido: "Meses
de desencanto son mi herencia, y mi suerte noches de dolor" (7,4). Su
enfermedad es una presencia adelantada y prolongada de la muerte. Su carne
ya está cubierta de gusanos y de costras terrosas, se acaba el hilo de su
existencia. Los días se le acortan, no porque pasen de prisa, sino porque se
le acaba el hilo prematuramente, como lamentaba también el rey Ezequías: "Yo
dije: A la mitad de mis días me voy; en las puertas del seol se me asigna un
lugar para el resto de mis años" (Is 38,10). La vida es un ir y venir
inquieto de lanzadera, añadiendo cada vez una línea a la tela de la
existencia hasta completar el tapiz. Pero Job no tiene esperanza de
completar el dibujo, pues le cortarán la trama antes de tiempo. Job,
elevando su voz a Dios, le pide que no olvide que es él quien ha diseñado su
vida: "¡Recuérdalo!". Los lugares de nuestra vida se acostumbran a nuestra
presencia y nos echan de menos cuando morimos. Dios mismo mirará al país de
Job y preguntará: ¿has visto a mi siervo Job? (1,8). Y, por mucho que
pregunte, no le encontrará. En sus oídos resonarán las negaciones: no
existe, bajó y no subirá, no volverá.
Desde este retrato interior de sí mismo se encara con Dios, con humildad
primero y despiadado después: "Recuerda que mi vida es un soplo, que mis
ojos no volverán a ver la dicha. El ojo que me miraba ya no me verá, pondrás
en mí tus ojos y ya no existiré. Una nube se disipa y pasa, así el que baja
al seol no sube más. No regresa otra vez a su casa, no vuelve a verle su
lugar" (7,7-10). Pero antes de irse para no volver, Job habla y reclama. La
vida es corta y llena de aflicciones, pero es la única vida. La angustia de
la existencia marca el tono de las palabras de Job: "Por eso yo no he de
contener mi boca, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la
amargura de mi alma" (7,11). En su atropello, Job mezcla el deseo de morir y
el deseo de vivir. El ansia de vivir se abre paso en su desesperación y,
enfrentándose con el deseo de morir, lacera y descoyunta la conciencia de
Job: "¡Preferiría mi alma el estrangulamiento, la muerte más que mis
dolores! Ya me disuelvo, no he de vivir por siempre; ¡déjame ya; sólo un
soplo son mis días! ¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para
que pongas en él tu corazón, para que le escrutes todas las mañanas y a cada
instante le escudriñes? ¿Cuándo retirarás tu mirada de mí? ¿no me dejarás ni
el tiempo de tragar saliva?" (7,15-19).
La atormentada vida de Job corre como un río hacia la muerte. En realidad,
la muerte ya ha invadido su organismo. El hilo de la rueca está llegando a
su fin. Con nostalgia mira a su vida acabada y le parece un soplo. "Mi
morada es arrancada, se me arrebata como tienda de pastor. Enrollo como
tejedor mi vida, me cortaste del hilo del tejido. De la noche a la mañana
acabas conmigo" (Is 38,12). En un suspiro Job evoca el amor de sus conocidos
que sufrirán su ausencia: "El ojo que me miraba, ya no me verá". Dios mismo,
que le ha mirado con amor al darle la vida, sentirá que le falta: "Pondrás
en mí tus ojos y ya no existiré". Dios, mirando sobre la tierra, lamentará
no ver entre los vivos a su siervo. La fe de Job sigue viva en medio de sus
lamentos desesperados. Quiere tocar el corazón de Dios, que sentirá la
nostalgia de él. Dios "como el que ve" había sido también invocado por Agar
en su desesperación: "Dio Agar a Yahveh, que le había hablado, el nombre de
'Tú eres El Roí', pues dijo: ¿Si será que he llegado a ver aquí las espaldas
de aquel que me ve?" (Gn 16,13). Job implora a Dios que no se olvide de que
se lamentará de su ausencia: "¡Acuérdate!". La memoria de Dios expresa su
fidelidad en relación a su aliado en los momentos de dificultad e
incertidumbre.
d) ¿Donde está la "hesed" de
Dios?
Al final, encarándose con Dios, en vez de la muerte, Job se conforma con que
Dios le de un momento de respiro, se olvide por un momento de él, dejándole
en paz. Dios, a quien el salmista contempla ocupándose del hombre para
engrandecerle (Sal 8,5;144,3), Job le ve ocupándose del hombre para expiarle
y aplastarle. Job retuerce el salmo: "Dios es grande y cuida del hombre en
todo momento, para vigilarlo, espiarlo en todas sus acciones". ¡Dios es el
guardián del hombre, que no le deja pasar una! ¿Qué es el hombre, esta nada,
para que le tomes como punto de mira a todas horas?: "¿Qué es el hombre para
que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que le
escrutes todas las mañanas y a cada instante le escudriñes? ¿Cuándo
retirarás tu mirada de mí? ¿no me dejarás ni el tiempo de tragar saliva?"
(7,17-19). De Dios proceden las flechas envenenadas y los sueños que le
espantan. Su mirada es obsesiva, vigilancia opresora. Es cierto que Dios es
custodio y guardián del hombre, pero para ponerle trabas. Job está a punto
de ceder y confesarse culpable con tal de que Dios le deje en paz, le de un
tiempo de respiro. Mas tarde arriesgará todo con tal de que se reconozca su
inocencia. Pero ahora, en su enfrentamiento con Dios, Job llega a algo
sumamente grave. Para decirle que no puede más, Job acusa a Dios de
torturador. Está a punto de confesar, bajo tortura, incluso lo que no ha
hecho. Está a punto de renunciar a su dignidad: ¿Por qué no cancelas mi
pecado y olvidas mi iniquidad? ¡Con tal de que me dejes en paz estoy
dispuesto a admitir todo lo que quieras! : "Si he pecado, ¿qué te he hecho a
ti, oh guardián de los hombres? ¿Por qué me has hecho blanco tuyo? ¿Por qué
te sirvo de cuidado? ¿Y por qué no toleras mi delito y dejas pasar mi falta?
Pues ahora me acostaré en el polvo, me buscarás y ya no existiré" (7,20-21).
Llegará el momento en que Dios busque a Job y será tarde, pues habrá pasado
del sueño cotidiano al sueño definitivo y no existirá: "Ya me disuelvo, no
he de vivir por siempre; ¡déjame ya; sólo un soplo son mis días!".
En el retrato del hombre, que Job nos ofrece mediante espléndidas imágenes,
el hombre aparece en toda su fragilidad y fugacidad. "Como flor, que brota y
se marchita, huye como la sombra sin detenerse" (13,28-14,2). "Habita en
casas de arcilla, que ahondan su fundamento en el polvo" (4,19; 10,9). "Si
ni la luna tiene brillo, ¡cuanto menos el hombre, ese gusano de la tierra!"
(25,6). "A los gusanos llama: ¡Mi madre y mis hermanos!" (17,14). Este ser
frágil y caduco "¿puede ser justo ante Dios, inocente ante su Creador?"
(4,17). "¿Quién puede sacar lo puro de lo inmundo?" (14,4). Sin embargo,
este retrato, penetrado por la luz de la fe, se ilumina. Job es siempre un
creyente, un "siervo de Dios", que nunca reniega de su adhesión y amor.
Desde el abismo de su desolación Job habla o grita siempre desde la fe. Es
siempre consciente de que el hombre no tiene el origen en sí mismo y, por
ello, no tiene la vida entre sus manos. Si lo pretendiera se le escaparía de
ellas. Sólo Dios "tiene en su mano la vida de todo viviente y el soplo de
toda carne humana... Si él destruye no se puede edificar; si a uno encierra,
no se le puede abrir; si retiene las aguas, viene la sequía; si las suelta,
devastan la tierra" (12,10.14-15).
Como creyente quedará fascinado ante el misterio y gratuidad de la creación.
El, que no es capaz de conocer "cuando dan a luz a sus crías las gamuzas"
(39,1), ¿cómo podrá descifrar el sentido del misterio de la creación con
todas sus realidades escondidas? Job sabe y proclama que su vida y cuanto
posee es don de Dios: "Desnudo salí del seno de mi madre y desnudo allá
retornaré. Yahveh me lo dio, Yahveh me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre de
Yahveh!" (1,21). Job confiesa que en la raíz de su vida está el amor de
Dios, es criatura amada de Dios: "Tus manos me formaron, me plasmaron...
Como arcilla me has plasmado. Me has colado como leche y me cuajaste como
queso. De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios.
Vida y benevolencia me has otorgado y tu solicitud ha cuidado mi espíritu"
(10,8-12).
Dios, con la vida, concede al hombre su hesed, es decir, la posibilidad de
entablar con él una intimidad maravillosa, que es lo único que puede llevar
la vida humana a su plenitud. De esta convicción nace el contraste
estridente de la situación actual de Job. Su problema es cómo conciliar la
benevolencia de Dios con el sufrimiento de su carne y de su espíritu, que
tiene el sabor del abandono, del desprecio y del odio. ¿Puede Dios entablar
primero una relación de hesed, para luego romperlo o cambiarlo en una
relación de persecución? Job, convencido de que Dios es justo, más aún, es
el fundamento de la justicia, siente la necesidad de aclararse y hasta de
cambiar su concepción de la justicia para adecuarlo a la concepción de Dios.
Por ello no puede aceptar los razonamientos de sus amigos. El, igual que los
amigos, sabe que es criatura y que ante el Creador la criatura se encuentra
siempre con las manos vacías, y que ante la santidad de Dios el hombre es
siempre culpable. Dios se eleva sobre toda criatura en una distancia
insalvable. Ni los ángeles, que están a su servicio, son tan puros que
puedan merecer la confianza plena de Dios.
De aquí los amigos deducen que el hombre que sufre es absolutamente malvado,
por lo que es absurda la pretensión de Job de presentarse como justo ante
Dios. Job, en cambio, admitiendo la incapacidad natural del hombre de
presentarse como inocente ante Dios, sí puede hacerlo por gracia. Cuando Job
insiste en la inocencia de su comportamiento para con Dios, no se considera
sin pecado: "¿Cómo ante Dios puede ser justo un hombre?" (9,2; 14,4), pero
presupone una relación de misericordia y condescendencia de parte de Dios
para con el hombre, que él no ha rechazado. Por ello se encara con los
amigos diciéndoles que no tienen por qué salvar a Dios y justificarle
atacando al hombre. Job, con otras palabras, al final de la prueba del
dolor, podrá confesar que "la necedad de Dios es más sabia que la sabiduría
de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los
hombres" (1Co 1,25).
Job está en pleito (rib) con Dios. Job es la parte lesionada, porque es
quien está sufriendo, es quien aparentemente está siendo golpeado
injustamente por Dios. Por eso se presenta a Dios para entablar el pleito.
Lo convoca a juicio y lo acusa, pone ante él el mal que padece, para que
Dios lo reconozca y cese de maltratarlo. Pero no podemos olvidar que el
pleito (rib) busca siempre la reconciliación de las partes. Por tanto,
mientras lanza a Dios sus palabras durísimas, mientras parece que está
rompiendo sus relaciones con Dios, Job está buscando la reconciliación con
Dios. Job desea que se restablezcan las relaciones amables que antes tenía
con Dios. Está intentando convencer a Dios de su injusticia para con él,
pero lo hace para que vuelva a ser el Dios bueno, amigo del hombre. Mientras
le acusa de "malvado", Job busca la bondad de Dios, que se restablezca la
amistad entre los dos.
Job sabe que Dios está presente en su sufrimiento, él es su autor. Por eso
se encara con él y le pregunta "¿por qué?". Pero Job, rechazando la teoría
de la retribución, apela a la misericordia: "¿Por qué no toleras mi delito y
dejas pasar mi falta? Pues ahora me acostaré en el polvo, me buscarás y ya
no existiré" (7,21).