JOB CRISOL DE LA FE:
5. LA AUSENCIA DE DIOS 9,1-11,20
Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
a) La noche de la fe: 9,1
b) Si hablo, él calla; si él habla, me deja mudo: 9,2-20
c) ¿Hay un mediador que ponga su mano entre los dos?: 9,21-10,7
d) ¿Es razonable este vivir muriendo?: 10,8-22
e) Sofar echa agua en vaso lleno
5. LA AUSENCIA DE DIOS
a) La noche de la fe
La prueba de Job es la prueba de la fe en Dios. El sufrimiento, que
experimenta en su carne, toca profundamente su espíritu. El dolor arranca el
grito de sus interrogantes: ¿Dónde está Dios? ¿Está Dios en mi vida? ¿Por
qué calla ante el triunfo del mal? ¿Es el Dios bueno y potente? ¿Es el Dios
justo, que protege a los buenos y castiga a los malvados? El drama, que
atormenta a Job es que se le desmoronan todas las imágenes de Dios, que ha
levantado pacíficamente en su mente. El ingenuo intento de los amigos por
reconstruirlas le enoja y exaspera. Sus palabras no se dirigen a los amigos,
si no a Dios: "¡Quien me diera saber encontrarle, poder encontrar su morada!
Expondría ante él mi causa y tendría mis labios llenos de razones" (33,3-4).
La prueba de Job es su fe en Dios y sólo quiere exponerla ante Dios. El es
el único que puede dar razón de sí mismo y de su actuar.
Dios está detrás de cada palabra a lo largo de todo el libro, como el
esperado, el interpelado, como el interlocutor deseado, aunque ausente y en
silencio. Sólo la teofanía final y los discursos de Dios restablecerán la fe
de Job, aunque siga sin entender el significado de su sufrimiento. No es el
sufrimiento su problema, sino la existencia o ausencia de Dios en su vida.
Los gritos de Job son una provocación continua a Dios para que se manifieste
y rompa su silencio. Dios no alaba o condena las explicaciones del misterio
del dolor, sino el haber dicho o no "cosas rectas de él" (42,7). Desde el
comienzo del libro la pregunta es: "¿Es que Job teme a Dios de balde?". Se
trata de verificar la existencia en Job de la fe pura, gratuita, y no la
religiosa, interesada. Satanás pone en duda esta gratuidad. Dios, en cambio,
apuesta por el hombre, convencido de hallar en él el amor y la gratuidad de
la fe.
La absoluta libertad de la justicia divina hace saltar todos los esquemas de
la justicia humana en que el racionalismo teísta y farisaico de los amigos
quieren encerrar a Dios. La demolición de los esquemas o imágenes de Dios
suenan como ataques a Dios, pero en realidad son oración a Dios (10,8). Con
ellos Job encuentra "el camino justo para hablar de Dios" y, sobre todo,
"para hablar a Dios". El silencio de Dios provoca el hambre, no de pan, y la
sed, no de agua, sino de oír la palabra de Dios (Am 8,11-12). La ausencia de
Dios abre al hombre a su presencia y a su palabra. La noche de la fe abre
los ojos a recibir la luz del día. La perla preciosa está escondida bajo
tierra, sólo cavando en profundidad se descubre su fulgor.
Job toma la palabra por tercera vez y, sin tener en cuenta a los amigos, se
enfrenta con Dios. Job ha caído en la apatía y en la desesperación. En su
primera intervención reniega de la vida; después, tras el discurso de
Elifaz, se siente abandonado de sus amigos e invoca con todas sus fuerzas la
muerte. Ahora, desalentado, confiesa que no sirve de nada hablar, pues Dios
permanece en silencio, sin responder a sus gritos. Toda discusión es
imposible. Job quisiera procesar a Dios, pero Dios no se presenta al juicio.
Y, entre rebelión e ironía, Job reconoce que ante el tribunal de Dios toda
defensa es inútil, sólo cabe implorar misericordia. Jeremías vive esta misma
experiencia: "Tú llevas la razón, Yahveh, cuando discuto contigo; no
obstante, voy a tratar contigo un punto de justicia: ¿Por qué tienen suerte
todos los malos y son felices los malvados?" (Jr 12,1).
A la seguridad de Bildad (8,3.20), Job replica con una contestación radical:
"¿Cómo podría un hombre tener razón contra Dios?" (9,2). ¡La fuerza lo
justifica todo! (9,14-24.32-35). El diálogo con Dios es imposible. Dios no
escucha ni de cerca ni de lejos (9,16) y no responderá jamás a una citación
(9,15-19). Como no "retiene su cólera" (9,13) y "ataca por un cabello,
multiplicando sus heridas sin razón" (9,17), se muestra indiferente ante el
desconsuelo de los inocentes (9,22-23). ¡Identifica el derecho con su
fuerza! (9,24). Dios no es un ser humano y nadie posee armas para discutir
con él (9,3). No es posible citarlo a juicio, porque nadie dispone de él
(9,32). Y no existe un mediador entre Dios y el hombre: "¡Si hubiera entre
nosotros un árbitro que pusiera su mano sobre nosotros dos!" (9,33).
b) Si hablo, él
calla; si él habla, me deja mudo
Disgustado con la actitud de Bildad que, en vez de defenderlo, se alía con
Dios, Job retuerce sus argumentos. Acepta la grandeza intocable de Dios,
pero sólo para aplastarlo. Dios siempre tiene razón y no es posible
contestarle. Si el hombre combate, como Jacob, con él, siempre sale con el
muslo dislocado y con otro nombre, es decir, trasformado en otro: "Bien sé
yo, en verdad, que es así: ¿cómo puede un hombre ser justo ante Dios? A
quien pretenda litigar con él, no le responderá ni una vez entre mil. Entre
los más sabios, entre los más fuertes, ¿quién le hizo frente y salió bien
librado?" (9,2-4).
En este momento comienza realmente el rib, el pleito, y se irá endureciendo
más tarde. Pero ya es claro desde el principio. Job, desde el comienzo, sabe
que lleva las de perder en su pleito con Dios. Es imposible tener razón
contra Dios, porque si uno discute con él no responde. Si yo le acuso, él no
me responde y, si es él quien me acusa, ¿quién se atreve a contradecirle? Si
yo hablo, él se calla, y si habla él no me queda más remedio que quedarme
mudo. Imposible razonar con Dios. Es demasiado potente y siempre tiene a
punto el arma del terror, de la intimidación: "El traslada los montes sin
que se den cuenta, y los zarandea en su furor. El sacude la tierra de su
sitio, y se tambalean sus columnas. A su veto el sol no se levanta, y pone
un sello a las estrellas. El solo desplegó los Cielos, y holló la espalda de
la Mar. El hizo la Osa y Orión, las Cabrillas y las Cámaras del Sur. Es
autor de obras grandiosas, insondables, de maravillas sin número" (9,5-10).
Job da la vuelta al himno de alabanza a Dios por la creación (Am 4,13; 5,8;
9,5-6) y lo convierte en acusación. Dios, potente, hace lo que quiere. Su
superioridad la usa para tapar la boca al hombre.¿Quién puede decirle: "qué
es lo que haces?".
Dios tiene fuerza y destreza, como ha afirmado Bildad. Job se lo acepta,
pero se lo retuerce. Es cierto que Dios siempre tiene razón, reconoce Job.
Pero eso es lo que le irrita. Es inútil discutir, argüir, enfrentarse con
él. Siempre vence él. Si Dios domina el cielo, el mar y la tierra, ¿cómo no
dominará al hombre en su pequeñez? ¿Como discutir con alguien que ni
siquiera ves cuando te pasa delante? "Si cruza junto a mí, no lo veo, pasa
rozándome y no lo siento"(9,11). Extraña cercanía de Dios, palpable e
imperceptible, próximo e invisible, que deja como estela las huellas de su
ausencia. Sólo deja ver su espalda, cuando ya ha pasado; sólo se le ve
desaparecer (Ex 33,23). Dios, que en otro tiempo "era un íntimo de su
tienda" (19,4), ahora sólo se le muestra en el roce misterioso del dolor que
deja su paso. A pesar de todo Job, como Jacob (Gen 24), desea encontrarlo de
frente, pelear cuerpo a cuerpo con Dios, aunque de la pelea salga cojeando.
Bildad ha proclamado la justicia de Dios, a quien concibe como un juez que
retribuye diversamente a buenos y malos. Job le escandaliza negándolo
abiertamente: Dios no distingue entre buenos y malos cuando envía
calamidades sobre la tierra, ni cuando envía la bendición de la lluvia (Mt
5,45). Job se aproxima, aunque no llega a la afirmación de Cristo, como
tampoco llega el Eclesiastés: "He visto que los justos y los sabios y sus
obras están en manos de Dios. Y ni de amor ni de odio saben los hombres
nada: todo les resulta absurdo. Como el que haya un destino común para
todos, para el justo y para el malvado, el puro y el manchado, el que hace
sacrificios y el que no los hace, así el bueno como el pecador, el que jura
como el que se recata de jurar. Eso es lo peor de todo cuanto pasa bajo el
sol: que haya un destino común para todos" (Qo 9,1-3).
Job se queda en la primera parte de la afirmación de Cristo. En su interior
se está despertando el deseo de entablar un pleito con Dios, para defender
su inocencia, aunque le cueste la vida. De momento a Job le parece
descabellada y peligrosa la idea. ¿Aceptaría Dios comparecer, discutir y
dejarse convencer con los argumentos de un simple mortal? ¿No recurriría más
bien a su poder y sabiduría, fuerza y destreza para aplastarlo?: "Dios no
cede en su cólera: bajo él quedan postrados los esbirros de Ráhab. ¡Cuánto
menos podré yo defenderme y buscar razones frente a él! Aunque tuviera
razón, no hallaría respuesta, ¡a mi juez tendría que suplicar! Y aunque le
llame y me responda, aún no creo que escuche mi voz. ¡El, que me aplasta por
un pelo, que multiplica sin razón mis heridas, y ni aliento me deja
recobrar, sino que me harta de amargura! Si se trata de fuerza, ¡es él el
Poderoso! Si de justicia, ¿quién le emplazará? Si me creo justo, su boca me
condena, si intachable, me declara perverso" (9,13-20). ¡Imposible acusarle
o defenderse de él!
c) ¿Hay un mediador, que ponga su mano entre los dos?
Sólo con imaginar la fuerza de Dios, a la que nadie puede resistir, Job se
siente intimidado. Si piensa en el saber de Dios, se ve sin respuesta
posible, pues su saber es insondable. En el juicio contra él, Job comprende
que de nada le servirá su inocencia. Está realmente confundido. Ya no sabe
si es inocente o culpable. Le da igual: "Si me creo justo, su boca me
condena, si intachable, me declara perverso. ¿Soy intachable? ¡Ni yo mismo
me conozco, y desprecio mi vida! Pero todo da igual, y por eso digo: él
extermina al inocente y al malvado" (9,20-22). Si me declaro inocente, mis
palabras me condenan, pues ¿quién puede declararse inocente frente a Dios a
quien no se puede preguntar qué está haciendo? Decir que soy inocente es
decir que soy más que Dios. Solo el proclamarse inocente es causa de condena
por el orgullo que implica. Confesarse culpable es igualmente
autocondenarse. La conclusión es desoladora: Ser inocente o culpable es la
misma cosa. Dios condena al uno y al otro. Y no hay una instancia superior a
la que recurrir: "Que él no es un hombre como yo, para que le responda, para
comparecer juntos en juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano
entre los dos, y que aparte de mí su vara para que no me espante su terror"
(9,32-34). No es, pues, posible el pleito ni la apelación a un juicio
superior.
Job busca una salida imposible, un intermediario entre él y Dios, "que ponga
su mano entre los dos". Job desea un intermediario cercano al hombre y que
pueda dialogar con Dios. (9,33-35). Es el grito que Dios escucha y cumple
mandando al mediador perfecto: Cristo el Señor, Dios y hombre. En Cristo
Dios responde al deseo imposible de Job, pues nada es imposible para él.
Mésitès (mediador) es la palabra que el Nuevo Testamento emplea para Cristo
mediador entre Dios y los hombres (1Tm 2,5; Hb 8,6; 9,15; 12,24).
Sin embargo, Job no se calla, no renuncia a su deseo de entablar un proceso
a Dios, para el que prepara sus cargos de acusación. No reconociendo en sí
ninguna culpa, no renuncia a lo imposible: "Hablaré sin temerle" (9,35). Y
Job compone el discurso que desearía pronunciar ante Dios, contra Dios. El
ataque es tan duro que parece que Job se ha puesto de parte de Satanás. En
realidad, ¿maldice a Dios con este discurso? En la perspectiva de Satanás,
no, porque Satanás suponía que la fe de Job era interesada y nunca como aquí
su relación con Dios aparece tan desinteresada, pues Job está dispuesto a
perder la propia vida. Sus palabras no son blasfemias, sino la expresión de
su sed de justicia, buscada en última instancia en Dios. El discurso
imaginario de Job es un discurso real, pues Dios le está escuchando con más
atención que los amigos. De momento escucha y guarda silencio. Deja que Job
siga hablando, sin irritarse ni escandalizarse de sus palabras. En realidad
no puede sentirse ofendido, porque Job, sin saberlo, está repitiendo las
mismas palabras que él ha dicho a Satán: "Me has incitado contra él, para
que lo aniquilara sin motivo" (2,3; 9,17). Dios y Job coinciden en su
juicio. También Dios ha declarado a Job íntegro, intachable. Sólo que Job
piensa que, para salir él justificado, Dios tiene que ser declarado
culpable. En la situación en que se encuentra no sabe conciliar la justicia
de Dios con la suya.
Job, amargado, se juega la vida, vence el miedo y suelta su queja. Y si Dios
no le escucha que le escuchen los amigos: "Asco tiene mi alma de mi vida:
derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma" (10,1).
Los interrogantes de Job son acusaciones a Dios, en el pleito imaginario que
entabla con él: "Diré a Dios: ¡No me condenes, hazme saber por qué me
enjuicias! ¿Acaso te parece bien mostrarte duro, menospreciar la obra de tus
manos, y avalar el plan de los malvados? ¿Tienes tú ojos de carne? ¿Como ve
un mortal, ves tú?¿Son tus días como los de un mortal? ¿tus años como los
días de un hombre, para que andes rebuscando mi falta, inquiriendo mi
pecado, aunque sabes muy bien que yo no soy culpable, y que nadie me librará
de tus manos?" (10,2-7). La desemejanza entre Dios y el hombre, que los
profetas recuerdan para inculcar la confianza exclusiva en Dios (Is 31,3) o
como promesa de perdón y salvación (Os 11,9), Job la muestra para presentar
a Dios como un inquisidor que anda buscando razones para condenar o para
condenar sin razones ni motivo. Sin necesidad de investigar, Dios sabe que
él es inocente; si lo oprime es sin motivo, pero Dios no suelta la presa.
Dios, para quien "mil años son un ayer" (Sal 90,4), por lo que puede esperar
con paciencia (2P 1,9) y escoger la ocasión, con Job parece que tuviera
prisa, como si pudiera escapar de sus manos. Del corazón de Job aflora la
frustración que se debate en su interior al contemplar cómo Dios se ensaña
con él mientras alumbra a los malvados.
d) ¿Es razonable este vivir
muriendo?
Job pone ante Dios el sinsentido de su actuar. Nadie puede librarle de las
manos de Dios, de esas manos que con cariño y ternura le formaron. Job apela
a los sentimientos de Dios, evocando su origen: "Tus manos me formaron, me
plasmaron, ¡y luego, en un arrebato, quieres destruirme! Recuerda que me
hiciste como se amasa el barro y ¿me vas a devolver al polvo? ¿No me
vertiste como leche y me cuajaste como queso? ¿No me vestiste de piel y
carne? ¿No me tejiste de huesos y de nervios? ¿No me agraciaste con la vida
y con tu solicitud cuidaste mi aliento?" (10,8-12). Job pone a Dios ante sí
mismo, ante su actuar y, de este modo, está testimoniando que Dios es Dios,
el Creador, el Dios de bondad, aunque ahora se olvide de ser lo que es. Job,
conciencia de Dios, está recordando a Dios el amor de la creación de sus
manos. Está pidiendo a Dios que sea Dios. El polvo no ha nacido del polvo,
sino de las manos plasmadoras de Dios. A esas manos inolvidables, que
imprimen a cuanto tocan la nostalgia de su contacto, apela Job, a ellas
desea volver: "Acuérdate que me modelaste como el barro, ¿y vas a volverme
al polvo?".
Con complacencia Job canta la maravilla del hombre, plasmado por las manos
de Dios. La génesis del hombre del barro de la tierra (Gn 2) o la formación
del hombre en el seno materno es un prodigio de sabiduría y delicadeza (Sal
139,13; 2M 7,22; Sab 7,1-2). Job se extasía ante el prodigio de su
formación. Pero ¿tiene sentido destruir una obra tan maravillosa, deshacerla
antes de concluirla? Su carne destrozada, su piel rota en mil llagas, "este
vivir muriendo" (fray Luis de León), ¿no es irracional e injusto? ¡Tanta
grandeza para acabar en un momento de arrebato!
De la contemplación de Dios como alfarero del hombre el salmista deduce que
Dios es el único que le conoce y el único que puede darle las instrucciones
para conservar su vida: "Tus manos me hicieron y formaron: intrúyeme para
que aprenda tus mandatos" (Sal 119,73). Pero Job, en su amargura, se atreve
a pleitear con su artífice, sin tener en cuenta la advertencia de Isaías:
"¡Ay de quien litiga con su artífice, vasija entre las vasijas de barro!
¿Dice la arcilla al que la modela: qué haces tú?, y ¿tu obra no está hecha
con destreza? ¡Ay del que dice a su padre!: ¿Qué has engendrado? y a su
madre: ¿Qué has dado a luz? Así dice Yahveh, el Santo de Israel y su
modelador: ¿Vais a pedirme cuentas acerca de mis hijos y a darme órdenes
acerca de la obra de mis manos?" (Is 45,9-11). Dios no quiere destruir la
obra de sus manos, sino recrearla. Job no lo sabe, pero su corazón lo está
pidiendo.
En realidad Job no pretende dar intrucciones a Dios, únicamente pide
explicaciones. Job se ha remontado al tiempo misterioso de su concepción,
antes del nacimiento, y allí ha contemplado a Dios solícito y cariñoso. Esa
solicitud inicial contrasta con la actitud presente incomprensible, que le
hace sospechar un plan inicuo, cuando Dios decidía su vida: "Y algo más
todavía guardabas en tu corazón, ahora sé lo que escondías en tu mente: el
vigilarme para que si pecaba, no dejar impune mi culpa. Si soy culpable,
¡desgraciado de mí! y si soy inocente, no levanto la cabeza, ¡yo saturado de
ignominia, borracho de aflicción! Y si la levanto, como un león me das caza,
y repites tus proezas a mi costa. Contra mí renuevas tu hostilidad, redoblas
tu saña contra mí; sin tregua me asaltan tus tropas de relevo" (10,13-17).
En efecto, la vida humana está abocada a la muerte. La muerte es la frontera
infranqueable a toda veleidad humana de existencia autónoma. El número de
los meses del hombre se detiene irremedialemente (14,5). En realidad está ya
muerto, porque tiene que morir. Job percibe ya en sí mismo los signos de la
muerte que se aproxima. Todo en él se va descomponiendo como un vestido
apolillado, como una madera carcomida (13,28). La perspectiva de la muerte
que le aguarda transforma en noche todo lo que podría ser luz o resplandor
en la tierra de los vivos (10,21-22). Allí abajo, en el seol, de donde nadie
sube, donde todos los hombres están citados (30,23) cesará toda relación con
las cosas familiares, con los hombres, con los seres queridos. El hombre,
definitivamente cerrado en sí mismo, no vibrará más que ante su propio
sufrimiento (14,20-22). Cuando uno ha muerto es demasiado tarde para todo y,
si Dios no "se acuerda" del hombre vivo (7,7), éste lo buscará inútilimente
más allá de la muerte (7,8-21).
El don de la vida, que Dios ha concedido al hombre, es un regalo ridículo.
Dios sabe y quiere los sufrimientos de Job. Este encarnecimiento de Dios
revela "lo que oculta desde siempre su corazón". Su designio creador es pura
falsedad, ya que su intención primera y última es "llevar a la muerte"
(30,23). En el plan de Dios sobre el hombre, la muerte no es sólo el
término, sino el comienzo de la vida. La fe en el Dios santo vacila ante su
abandono del hombre ante la muerte. En el umbral de la muerte llega al cielo
el grito desgarrador: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
Si Dios "tenía en su libro escritos todos los días de Job, sin faltar uno"
(Sal 139,16), entonces hubiera sido mejor no haber nacido, que Dios hubiera
deshecho su obra antes de comenzarla: "¿Para qué me sacaste del seno? Habría
muerto sin que me viera ningún ojo; sería como si no hubiera existido, se me
habría llevado desde el vientre a la tumba" (10,18-19). De todos modos, ya
que eso no ocurrió, Job suplica a Dios que le conceda una tregua, un momento
de respiro, que se aparte un momento de él y le deje en paz: "¿No son bien
poco los días de mi existencia? Apártate de mí para gozar de un poco de
consuelo, antes que me vaya, para ya no volver, a la tierra de tinieblas y
de sombra, tierra de oscuridad y de desorden, donde la misma claridad es
sombra" (10,20-22). La muerte, lejos de ser el final de la angustia, aparece
como lo más angustioso. La muerte duplica, multiplica la angustia, la lleva
al extremo y la eterniza. Job, una nada, se resiste como la roca a
desaparecer. El mal fuerza a Job a pegarse a su piel, para no caer en la
muerte. El mismo dolor, que acabaría con la muerte, despierta en Job el
deseo de la vida, le impulsa a mantenerse vivo incluso a pesar suyo.
Job termina su discurso sin que Satán pueda cantar victoria. Santán apostaba
que la fe de Job era interesada. Job, enfrentando a Dios, establece una
relación con él completamente desinterasada, hasta poner en juego la vida.
¿No decía Satán que el hombre con tal de salvar la vida es capaz de todo?
Las palabras de Job suenan como blasfemias, pero no son más que el grito que
brota de su sed justicia. Justicia que Job busca, bajo apariencias de
rebelión, sólo en Dios.
e) Sofar echa agua en vaso lleno
Rotas todas las imágenes de Dios, se alza, escandalizado, el tercero de los
amigos, Sofar: "¿No habrá respuesta para el charlatán? ¿por ser locuaz se va
a tener razón? ¿Tu palabrería hará callar a los demás? ¿te mofarás sin que
nadie te confunda? (11,2-3). Elifaz es el prototipo de la profecía, que
apela a un saber arcano, que se le ha comunicado en una visión (4,12-21);
Bildad representa el derecho de la alianza y apela al saber de los antiguos
(8,8-10); y Sofar encarna la sabiduría tradicional, que él atrubuye a Dios.
Como un fiel alumno se lanza a probar la validez de la teoría de la
retribución. Para él es inconcebible que Job se declare inocente cuando su
enfermedad muestra a las claras su culpa. Sofar, en defensa de Dios, ataca
directamente a Job tachándole de insensato, que no sabe controlar la lengua.
Dios, en su sabiduría, conoce los secretos del corazón de Job escondidos
para él mismo: "Tú has dicho: Es pura mi conducta, a tus ojos soy
irreprochable. ¡Ojalá Dios hablara, abriera sus labios para responderte y te
revelara los arcanos de la Sabiduría que desconciertan toda sagacidad!
Sabrías entonces que Dios olvida aún parte de tu culpa" (11,4-6).
La sabiduría de Dios, sus secretos, su conocimiento del hombre contrasta con
la ignorancia del hombre, que ni comprende a Dios ni se conoce a sí mismo.
Esta distancia infranqueable denuncia la presunción de Job e invalida su
pretensión de pleitear con Dios. Si Dios no responde a Job no es porque le
falten respuestas, sino porque le sobran. A Job no le queda otra salida que
la confesión de su culpa y la conversión si quiere que cambie su situación:
"Pero si tú arreglas tu corazón y tiendes tus palmas hacia él, si alejas la
iniquidad que hay en tu mano y no dejas que more en tus tiendas la
injusticia, entonces alzarás tu frente limpia, te sentirás firme y sin
temor. Dejarás tu infortunio en el olvido, lo recordarás como agua pasada. Y
más radiante que el mediodía surgirá tu existencia, como la mañana será la
oscuridad. Vivirás seguro porque habrá esperanza; aun después de confundido
te acostarás tranquilo. Cuando descanses, nadie te turbará, y muchos
adularán tu rostro" (11,13-19).
Sofar enumera diez bendiciones prometidas al hombre honrado y fiel a Dios.
Lo grave es que todas esas bendiciones están condicionadas. Dios las otorga
sólo como retribución al hombre por sus obras y no como cumplimiento fiel de
su promesa. San Gregorio comenta así este discurso de Sofar: "Tendría razón
Sofar si Job no lo hubiera predicado mejor con su vida. Pero, cuando intenta
reprender la conducta de uno más santo, cuando intenta enseñar como maestro
al que sabe más, quita peso a sus palabras; por importuno, invalida lo que
dice, pues quiere echar agua de sabiduría en un vaso lleno". Sofar, en
realidad, se coloca a las claras de parte de Satán, proponiendo una
religiosidad interesada: haz el bien para estar bien o arrepiéntete para
volver a estar bien. Es lo que Job no acepta. Por ello se rebela contra los
amigos.
Los amigos hablan a Job, pero ignorándolo. En realidad hablan de Dios sin
tener en cuenta a Job. Job se dirige aparentemente a los amigos, pero en
realidad habla a Dios. Esta es la diferencia fundamental. No es lo mismo
hablar de Dios que hablar a Dios. Job no cesa de encararse con Dios por más
incomprensible que le resulte. En realidad Dios, en silencio, escondido
detrás del escenario del drama, está dirigiendo la trama, está llevando a
Job a colocarse ante el misterio desnudo de Dios y de su actuar libre.
Impulsado aparentemente por los amigos, Job, bajo la batuta oculta de Dios,
está derribando todas las falsas imágenes de Dios, abriendo el camino al
encuentro de los dos cara a cara en medio de la tormenta.