JOB CRISOL DE LA FE: 8. MI DEFENSOR ESTA VIVO 19,1-20
Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
a) Descuaja como un árbol mi esperanza: 19,1-22
b) Mis ojos le verán: 19,23-29
c) Diálogo de sordos: 20,1-29
8. MI DEFENSOR ESTA VIVO
a) Descuaja como un árbol
mi esperanza
Job comienza, de nuevo, polemizando con los amigos. Bastante tiene con sus
penas, sus yerros, con la hostilidad de Dios, para que encima los amigos le
opriman con sus palabras. El afán de discutir es humillante e insoportable.
Su triunfo fácil es sólo aparente, pues la victoria no es de ellos, sino de
Dios. Dios no le ha herido para probar la doctrina de la retribución, sino,
al contrario, hiriendo al inocente, la ha desbaratado: "¿Hasta cuándo
afligiréis mi alma y con palabras me acribillaréis? Ya me habéis insultado
por diez veces, me habéis zarandeado sin reparo. Aunque de hecho hubiese
errado, en mí solo quedaría mi yerro" (19,2-4). Las palabras despiadadas
trituran y machacan. "La lengua falsa hiere en lo vivo" (Pr 15,4). Los
amigos llegaron para consolar a Job, pero se dedican a afligirlo. Comenta
fray Luis de León: "¡Dios nos libre de un necio tocado de religioso y con
celo imprudente, pues no hay enemigo peor!". Los amigos lo humillan,
haciéndolo pasar por culpable y negándole la razón, sin que admitan ningún
error en sí mismos. Job está dispuesto a reconocer sus yerros, pero eso es
asunto suyo y no les toca a los otros rebuscar y condenar. Los yerros son
fáciles de disculpar o perdonar y no merecen un castigo como el que él está
sufriendo. Por eso si llamáis error a mis palabras me quedo con mi error. No
cambio nada de lo dicho hasta ahora. Sólo cuando Job se enfrente con Dios
reconocerá realmente su ignorancia y sus errores.
Job suplica a los amigos que se callen, pues están agotando su paciencia.
El, en lamento sálmico, muestra que Dios es la fuente de todo su mal. Es
Dios quien le está demoliendo, arrancándole las raíces de la esperanza: "Si
es que aún queréis triunfar de mí y mi oprobio reprocharme, sabed ya que es
Dios quien me ha transtornado, envolviéndome en sus redes. Si grito:
¡Violencia!, no obtengo respuesta; por más que apelo, no hay justicia. El ha
vallado mi ruta para que yo no pase, ha cubierto mis senderos de tinieblas.
Me ha despojado de mi gloria, ha arrancado la corona de mi frente. Por todas
partes me mina y desaparezco, arranca como un árbol mi esperanza" (19,5-10).
¡Dios golpea y los amigos se aprovechan de ello!
Job se ve atrapado por las redes de Dios y el silencio se hace denso a su
alrededor. Rodeado por todas partes de una especie de desierto, en el que se
pierden sus gritos, Job adivina, sin embargo, invisible, a Dios dirigiendo
los trabajos de asedio y "cerrando el camino" con una paciencia inquietante.
Renunciando a toda ilusión de felicidad, ya que Dios "descuaja como un árbol
su esperanza", a Job no le queda más que contemplar su propia ruina. La
enemistad de Dios le lleva a mendigar sin convicción entre los amigos la
piedad que Dios le niega.
Lo que Job desea es que los amigos pasen de la injuria al reconocimiento de
su situación. Es la invitación del salmista acosado por Dios: "Vosotros,
hombres, ¿hasta cuándo seréis torpes de corazón, amando vanidad, rebuscando
mentira? ¡Sabed que Yahveh ha distinguido a su elegido!"(Sal 4,3-4) con
tormentos. Aunque la acusación contra Dios sea grave, en realidad el lamento
de Job coincide con el lamento de Dios, al ver que ha afligido a su siervo
"sin motivo" (2,3). Es la lamentación de Habacuc: "¿Hasta cuando, Señor,
pediré auxilio sin que me escuches, te gritaré: ¡violencia! sin que me
salves?" (Ha 1,2). Es la lamentación del profeta ante las ruinas de
Jerusalén: "Por más que grito: ¡socorro!, se hace sordo a mi súplica!" (Lm
3,8). Job lanza su grito a los amigos y no se conmueven ante su dolor. Dios
le ha cerrado toda salida, encerrándolo en la oscuridad. Ha arrancado de
cuajo las raíces de su esperanza. Ha tronchado el vigor de su vida,
"arrancando sus raíces del suelo vital" (Sal 52,7). No, no es Job quien "se
desgarra con su cólera" (18,4), es "el furor de Dios el que le desgarra"
(16,9). Job ve la tienda de su persona como una ciudad amurallada que Dios
asalta, como los sitiadores asaltaron Jerusalén. "Como un enemigo tendió el
arco, aplicó la diestra y dio muerte, enemistado, a la flor de la juventud.
El Señor se portó como enemigo destruyendo a Israel" (Lm 2,4-5): "Enciende
su ira contra mí, me considera su enemigo. En masa sus huestes han llegado,
su marcha de asalto han abierto contra mí, han puesto cerco a mi tienda"
(19,11-12). No me queda salida. Su cerco me oprime.
La soledad de Job es total. Se ha creado un vacío insalvable en torno a él,
vacío de amigos, de conocidos, de familiares: "A mis hermanos ha alejado de
mí, mis conocidos tratan de esquivarme. Ya no me quedan parientes ni
vecinos, los huéspedes de mi casa me olvidaron. Por un extraño me tienen mis
criadas, soy a sus ojos un desconocido. Llamo a mi criado y no responde,
aunque le implore con mi propia boca. Mi aliento repele a mi mujer, fétido
soy para los hijos de mi vientre. Hasta los chiquillos me desprecian, si me
levanto, me hacen burla. Tienen horror de mí todos mis íntimos, los que yo
más amaba se han vuelto contra mí" (19,13-19). Todos sienten asco de él:
"mis amigos, mis parientes, mis conocidos, por mi dolencia, se mantienen a
distancia" (Sal 38,12). "Soy un extraño para mis hermanos, un extranjero
para los hijos de mi padre" (Sal 69,9). "Has alejado de mí a mis conocidos,
me has hecho repugnante para ellos" (Sal 88,9). "Alejaste de mí amigos y
compañeros" (Sal 88,19). "Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, y que
compartía mi pan, es el primero en traicionarme" (Sal 41,10). "Si mi enemigo
me injuriara, lo aguantaría, si mi adversario se alzara contra mí, me
escondería de él; pero eres tú, mi amigo y confidente, a quien me unía una
dulce intimidad" (Sal 55,13-15). Sí, la soledad de Job es total: hasta su
mujer siente repugnancia de su aliento.
Con la descripción de sus sufrimientos y angustias, Job busca un poco de
compasión. Suplica piedad a los tres amigos: "Bajo mi piel mi carne cae
podrida, mis huesos se desnudan como dientes. ¡Piedad, piedad de mí,
vosotros mis amigos, que es la mano de Dios la que me ha herido!"
(19,20-21). En la desgracia, el piadoso salmista se dirige a Dios pidiendo
compasión: "Vuélvete a mí y ten piedad que estoy solo y afligido" (Sal
25,15). "Piedad, Señor, que estoy en peligro, se consumen de pena mis ojos,
mi garganta y mi vientre; mi vida se gasta en la congoja, mis años en los
gemidos, mi vigor decae con la aflicción, mis huesos se consumen. Piedad,
Dios mío, piedad" (Sal 31,10;57,2;30,11). Pero, si Dios se vuelve hostil y
despiadado, toca a los amigos socorrerle con la piedad (6,14). Ese es su
caso. Job suplica a los amigos que se alíen con él contra Dios, como hizo
Moisés cuando la ira de Dios se encendió contra el pueblo (Ex 32,7-14):
"¿Por qué os cebáis en mí como hace Dios, y no os hartáis de escarnecerme?"
(19,22).
b) Mis ojos le verán
Desde lo hondo de su abandono le brota a Job una palabra que atraviesa los
cielos y el tiempo. Una palabra que llega hasta Dios y hasta nosotros. Es
una palabra incrustada con plomo en la roca, imperecedera, "escrita para la
generación futura" (Sal 102,19). Será la última apelación y convicción de
Job: "¡Ojalá se escribieran mis palabras, ojalá se grabaran en cobre, y con
punzón de hierro y plomo se esculpieran para siempre en la roca!"
(19,23-24). La confesión triunfal de Job merece ser grabada para siempre en
la memoria de Dios, como esperanza para todos los hombres: "Yo sé que mi
Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras
mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo,
sí, yo mismo le veré, mis propios ojos le verán. ¡Dentro de mí languidecen
mis entrañas!" (19,25-27).
A Job sólo le queda la esperanza de que el go'el divino se levante y le
defienda de la muerte, justificándole ante todos. En el continuo lamento de
Job permanece siempre un hilo de esperanza ligado a la memoria de su pasado
de fe e intimidad con Dios. Es la esperanza pura de Dios, sin ningún lazo
con bienes terrenos. Job no quedará defraudado. Con gozo podrá confesar:
"Ahora te han visto mis ojos" (42,5). Dios no abandona la obra de sus manos,
sino que, siendo justo, mantiene su fidelidad al hombre. Dios será "el
último" en hablar en el proceso y hará justicia a su siervo, que sufre el
sarcasmo de los satisfechos. Cuando se manifieste, Job mismo descubrirá el
sentido de su sufrimiento y de toda su vida. Jesucristo es la respuesta viva
al hondo deseo de Job: "Ahora bien, sabemos que cuanto dice la ley lo dice
para los que están bajo la ley, para que toda boca enmudezca y el mundo
entero se reconozca reo ante Dios, ya que nadie será justificado ante él por
las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado. Pero
ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado,
atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en
Jesucristo, para todos los que creen pues no hay diferencia alguna; todos
pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don
de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien
exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante
la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados
cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a
mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador
del que cree en Jesús" (Rm 3,19-26). Dios ha constituido a Cristo sabiduría,
justicia, santificación y redención nuestra (1Co 1,30). Redimido, Job, el
hombre, podrá ser recibido favorablemente por Dios y ver su rostro. Lo verá,
ya no como enemigo o extraño, sino como familiar, como amigo o cercano. Sus
ojos se saciarán de su semblante. Lo contemplará con sus ojos y no con los
ojos o por el testimonio de otros, como hasta ahora, que le conoce sólo de
oídas (42,5). Esta profesión de fe le conmueve las entrañas, con ansias de
ver cumplida su esperanza.
El verbo ga'al o el nombre go'el (el que rescata) supone un parentesco de
sangre. Aplicado a Dios evoca todas sus intervenciones redentoras. Yahveh,
que rescata, es el que llama a Israel por su nombre (Is 43,1), el que se
acerca a él (Sal 69,19) para alentarle (Is 52,9), el que disipa como una
nube sus transgresiones (Is 44,22-23), el que lleva a Israel (Is 63,9), su
pueblo adquirido desde el origen (Sal 74,2), para abrevarlo en el desierto
árido (Is 48,20), el que descubre a los ojos de las naciones su brazo de
santidad (Is 52,10; Sal 77,16), librando a su pueblo de la esclavitud (Is
52,3) y de la mano del enemigo (Sal 106,10).
Al proclamarse go'el de Israel, Yahveh reivindica una especie de parentesco
con él y considera la alianza como un vínculo de sangre. Yahveh go'el se
proclama el fuerte de Jacob (Is 49,26; 60,16), la roca (Sal 78,35), el rey
(Is 44,6), el santo de Israel (Is 41,14;43,14; 54,5), su creador y esposo
(Is 54,5). Formó a su pueblo desde el seno materno (Is 44,24), le enseña lo
que es saludable, le hace caminar por el camino que él recorre (Is 48,17),
acude en su ayuda (Is 41,14) cuando es despreciada su vida (Is 49,7),
siempre está dispuesto a vengarlo (Is 47,3-4), disputando con el que quiera
disputar con Israel (Is 49,25). Tiene piedad de su pueblo porque le ha
dedicado un amor eterno (Is 54,8); perdona a cada uno de sus fieles, rescata
su vida de la fosa y le corona de amor y de cariño (Sal 103,4). Por todo
esto, cuando Israel habla de su go'el, su respeto va matizado con un afecto
filial: "Tú, Yahveh, eres nuestro padre, nuestro go'el; ese es tu nombre
desde siempre" (Is 63,16). Cuando Job apela a Dios como go'el está apelando
a un salvador, al Dios go'el de la tradición profética y sálmica.
La Vulgata latina ve en este texto la confesión de fe en la resurrección
corporal: "Sé que mi redentor está vivo y que el último día yo me levantaré
de la tierra". Esta traducción de San Jerónimo ha pasado a la liturgia, en
donde el texto de Job se lee a la luz de su cumplimiento en Cristo. Job sabe
que Dios está vivo y es fuerza de vida y salvación. Ignora lo que va a hacer
para eternizar su amor, pero sabe que él tiene la última palabra y que, como
go'el, su amor es eterno. En Cristo se desvelará lo que Job anuncia y
espera. Apelando al viviente como su go'el, su vida queda ligada a la vida
de Dios. Restablecida su relación con Dios, la vida triunfará sobre la
muerte. Dios "no es un Dios de muertos, sino de vivos" (Mt 22,32). El amor y
fidelidad de Dios son más fuertes que la muerte.
Job concluye advirtiendo a los amigos, aliados con Dios contra él, que estén
atentos y vigilen sus palabras contra él, "pues hay un juez que al final
intervendrá": "Y si vosotros decís: ¿Cómo atraparle, qué pretexto hallaremos
contra él?, temed la espada por vosotros mismos, pues la ira se encenderá
contra las culpas y sabréis que hay un juicio" (19,28-29). Dios ahora me
persigue y se ensaña conmigo, tratándome como enemigo, vosotros me perseguís
con vuestras acusaciones, creyendo estar de la parte de Dios. No os hagáis
ilusiones. Dios dejará de actuar como enemigo de Job y no será para él como
un extraño. Reconciliado con él, entablará un juicio contra quienes han
perseguido injustamente al inocente. Job les anticipa el final, en donde él
se mostrará como verdadero amigo, intercediendo por los que ahora le acosan
con sus acusaciones.
c) Diálogo de sordos
Ahora toca a Sofar responder a Job, insistiendo en el carácter efímero de la
felicidad del impío y en lo sorpresivo de su ruina. Es una variación más
sobre la retribución del malvado. Sofar, ante la amenaza final de Job, se
siente inquieto. Ha escuchado la descripción de la hostilidad de Dios para
con un inocente, algo que no puede aceptar, pues contradice su doctrina. Ha
escuchado la angustiosa llamada a la compasión, reforzada por la amenaza de
castigo grave, que le ha sorprendido. La amonestación le suena a reproche,
se siente humillado y le hierve la sangre. El no está bajo la mira de las
flechas de Dios. No necesita que Job le dé lecciones. Es él quien debe dar
lecciones. No debe apelar a la compasión quien no la merece ni esgrimir
amenazas quien está amenazado: "Mi agitación me incita a replicar, pues me
urge la inquietud. He escuchado una lección que me ultraja, el soplo de mi
inteligencia me incita a responder" (20,2-3).
Sofar retuerce la amenaza de Job a los amigos y se la aplica a él. En el
comentario de Pineda encontramos traducidas y ampliadas las palabras de
Sofar: "Cuando afirmas que la espada se vengará de los malvados y que los
perversos sufrirán la pena de un juicio, ofreces materia de respuesta, pues
sin saberlo te hieres con tus palabras. Pues si ya has experimentado el filo
de esa espada, sus heridas y venganza, te colocas, aunque no quieras, entre
los perversos. Y por tu caso podemos afirmar que Dios no deja vivir mucho
tiempo impunes a los malvados: aquí está la espada y aquí el juicio, aquí
condena y aquí ejecuta".
Para Sofar, olvidándose del inocente Abel, la teoría de la retribución es
algo primordial, que acompaña al hombre desde que fue puesto sobre la
tierra. Es un principio original, universal y perenne. No cabe discusión
alguna sobre él: "¿No sabes tú que desde siempre, desde que el hombre en la
tierra fue puesto, es breve la alegría del malvado, y de un instante el gozo
del impío? Aunque su talla se alzara hasta los cielos y su cabeza tocara las
nubes, como un fantasma desaparece para siempre, los que le veían dicen:
¿Dónde está? Se vuela como un sueño inaprensible, se le ahuyenta igual que a
una visión nocturna. El ojo que le observaba ya no le ve más, ni le divisa
el lugar donde estaba" (20,4-9). Sofar puede pensar en los hombres que,
dejando el oriente, pretendieron instalarse en Senear, diciéndose: "Vamos a
construir una torre que alcance el cielo" (Gn 11,4) y fueron dispersados por
toda la tierra. O en la arrogancia de quien se dice: "Escalaré los cielos,
encima de los astros divinos pondré mi trono" (Is 14,13). También Jeremías
dirá al faraón, que se ha erguido como un cedro: "Por haber empinado su
talla y haber erguido su cima hasta las nubes y haberse engreído por su
altura... Yahveh lo ha rechazado" (Ez 31,10). Los casos son innumerables,
pero también lo son los casos contrarios.
Para Sofar, de todos modos, la felicidad del impío es solo aparente, lista
para desaparecer como un sueño dorado que se desvanece en un amargo
despertar, presagio de la muerte: "Si el mal era dulce a su boca, si bajo su
lengua lo albergaba, si allí lo guardaba tenazmente y en medio del paladar
lo retenía, su alimento en sus entrañas se corrompe, en su interior se le
hace hiel de áspid. Vomita las riquezas que engulló, Dios se las arranca de
su vientre. Veneno de áspides chupaba: lengua de víbora le mata. Ya no verá
los arroyos de aceite, los torrentes de miel y de cuajada. Devuelve su
ganancia sin tragarla, no saborea el fruto de su negocio" (20,12-18). El
salmista constata lo mismo: "Vi a un malvado que se jactaba, que prosperaba
como cedro frondoso; volví a pasar y ya no estaba, lo busqué y no lo
encontré" (Sal 73,35-36).
El malvado no sólo disfruta de los efectos de la maldad, sino que saborea en
su boca la misma maldad, gozando de antemano sus frutos. Pero el mal se
vuelve contra ellos en su interior. El vino "se desliza suavemente, pero al
final muerde como culebra, pica como víbora" (Pr 33,32). "El bocado comido
lo vomitará" (Jr 51,44). Sofar con sus sentencias está metiendo en su cuadro
a Job, privado por Dios de todos sus bienes. Entre los bienes efímeros del
malvado, de los que se ve privado, Sofar presenta: gozo, hijos y fortuna.
Job los ha perdido. De este modo Sofar excluye a Job de las bendiciones
divinas y lo incluye en las maldiciones que corresponden al malvado.
Sofar habla de los vicios del malvado: ambición, que pretende escalar el
cielo; codicia, mezclada de gula, y explotación del pobre. El castigo,
reduciendo la justicia de Dios a la ley del talión, le obligará a devolver
lo que robó, los hombres se vengarán de él, cielo y tierra le acusarán y
Dios descargará su ira sobre su cabeza. La ira de Dios se encenderá como un
fuego abrasador, que en vez de alumbrar sumirá al malvado en las tinieblas,
inundándolo en las aguas de la muerte. Incendio e inundación caerán
simultáneamente, como lluvia de fuego, sobre el malvado: "Hará llover sobre
los culpables ascuas y azufre, les tocará en suerte un viento huracanado"
(Sal 11,6). Job se ha quejado de la ira de Dios (16,9), que arde en sus
entrañas, Sofar le restriega la herida.
Todas las injusticias, fruto de la voracidad insaciable del impío, se
tranforman en desgracia para él: "Porque estrujó las chozas de los pobres,
robó casas en vez de construirlas; porque su vientre se mostró insaciable,
sus tesoros no le salvarán; porque a su voracidad nada escapaba, por eso no
dura su prosperidad. En plena abundancia la estrechez le sorprende, la
desgracia, en tromba, cae sobre él. En el momento de llenar su vientre,
suelta Dios contra él el ardor de su cólera y lanza sobre su carne una
lluvia de saetas" (20,19-23) . La suerte del malvado es un sueño que se
desvanece: "Como sueña el ambriento que come y se despierta con el estómago
vacío, como sueña el sediento que bebe y se despierta con la garganta
reseca" (Is 29,8). El malvado no tiene escapatoria. Si escapa del arma de
hierro, lo atraviesa la flecha de bronce, el tiro le sale por la culata.
"Huye del león y se topa con el oso" (Am 5,19): "Si logra huir del arma de
hierro, le traspasa el arco de bronce. La flecha le sale por la espalda, y
brilla la punta saliendo de su hígado. Los terrores se abaten sobre él,
total tiniebla aguarda a sus tesoros. Un fuego que nadie atiza le devora, y
consume lo que en su tienda aún queda" (20,24-26).
Job había invocado a la tierra y al cielo (16,18-19) para que el crimen
cometido contra él no quedara encubierto ni impune. Sofar apela al cielo y a
la tierra como testigos contra el malvado, en realidad contra Job. Pero
Sofar deja a Job que saque sus consecuencias, aplicándose a sí los
razonamientos expuestos: "Tal es la suerte que Dios reserva al malvado, la
herencia de Dios para el maldito" (20,29). Por supuesto, en la mente de
Sofar, Job pertenece a la categoría de los malvados. La pena que está
sufriendo es ya el comienzo del castigo, en el que se está manifestando la
justicia de Dios. Para Sofar los sufrimientos de Job son una teofanía de
Dios. Sobre la compasión prevalece en él la integridad doctrinal. Está
esperando el desenlace desastroso de su amigo, que selle la teoría de la
retribución. Se acerca el día de la ira.
Los tres amigos no se cansan de repetir: ¡Job es culpable! Y Job tampoco se
cansa de decir: ¡No, soy inocente! Para uno y otros se trata de buscar un
culpable. El sufrimiento de Job, para los amigos, es la prueba de su
culpabilidad. Para Job, en cambio, su sufrimiento es la prueba de la
culpabilidad de Dios, pues él es inocente. Es la trampa de la doctrina de la
retribución, que simplifica el problema, sin tener en cuenta ni el misterio
del hombre ni el misterio de Dios. La diferencia entre Job y los amigos está
en que Job, aún acusando a Dios, sigue esperando en Dios, esperando que Dios
se manifieste diverso de como lo pintan los amigos y distinto de como ahora
lo ve él mismo. Por ello no cesa de apelar a Dios, de pedirle que se muestre
y demuestre que es Dios de bondad, porque de otro modo no sería Dios. Con su
interpelación a Dios, Job busca el sentido del sufrimiento y de la muerte.
Los amigos, cuya fe es interesada y de oídas, tienen miedo a perder su
seguridad y no se atreven ni siquiera a plantearse la pregunta. Sus
respuestas son vacías, pues no quieren ni escuchar la pregunta. No responden
a nada. Entre Job y ellos se da, pues, un diálogo de sordos.