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JOB CRISOL DE LA FE: 10. PODER Y SABIDURIA DE DIOS 23,1-27

Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández

Páginas relacionadas 

 

a) Presencia y ausencia de Dios: 23,1-7

b) Job, descentrado: 23,8-24,25

c) Dios, Señor del cosmos: 25,1-6; 26,5-14

d) ¡Vive Dios, el que rehúsa mi justicia!: 26,1-4;27,1-12

e) Final del ciclo de diálogos 27,13-23; 24,18-24

 

Job: Poder y Sabiduría de Dios


10. PODER Y SABIDURIA DE DIOS

a) Presencia y ausencia de Dios

Job ha expresado el deseo de entablar un juicio a Dios. Elifaz le ha ofrecido un juicio penitencial, dando por supuesta la culpa de Job. Por la confesión y la enmienda, Elifaz, en nombre de Dios, le ofrece un perdón generoso. Pero, con estas condiciones, Job no acepta el juicio, porque no se reconoce culpable. El busca el juicio para probar su inocencia frente a Dios. Sus penas no prueban su culpa, sino la culpa de Dios. La alternativa de Elifaz, o te arrepientes y alcanzarás todos los bienes o, de lo contrario, te alcanzará el castigo definitivo, a Job le suena a intimidación más que a oferta generosa. La exhortación de Elifaz, en vez de convencer a Job, le excita y le empuja a oponerse a esa idea de justicia y de Dios. Job rechaza al intermediario y busca el encuentro personal con Dios.

Con su deseo de encontrarse con Dios, que se muestra inaccesible, Job siente que la mano de Dios, aunque está ausente, sin aceptar el diálogo que él anhela, pesa sobre él. Quisiera exponer a Dios sus razones o, al menos, comprender las razones de Dios, saber qué responde a sus reclamaciones (Ha 2,1): "Todavía mi queja es una rebelión; su mano pesa sobre mi gemido. ¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada! Un proceso abriría delante de él, llenaría mi boca de argumentos. Sabría las palabras de su réplica, comprendería lo que me dijera. ¿Precisaría gran fuerza para disputar conmigo? No, tan sólo tendría que prestarme atención" (23,2-6). La actitud de Job es de queja sentida, de súplica y lamentación, pero también de rebelión interna, pues no comprende el sentido del sufrimiento, que se agrava cada día. Más que el dolor físico le agobia el misterio incomprensible de sufrir a manos de Dios siendo inocente. Job desea escuchar la voz de Dios, pero, ante la imposibilidad, se conforma con que Dios escuche la defensa de su inocencia: "Reconocería en su adversario a un hombre recto, y yo me libraría de mi juez para siempre" (23,7).

Job se siente acorralado entre la presencia y la ausencia de Dios. Sus palabras expresan a la vez el deseo y el temor. Deseo de un encuentro con Dios cara a cara que sirva para justificarlo; y temor de la majestad de Dios, a quien cree ofender con su queja rebelde. Dispuesto a llenar su boca de recriminaciones, Job se prepara para el proceso, en el que se imagina a sí mismo con los rasgos del justo, que sale limpio como el oro tras el crisol de la prueba. En un momento tiene la certeza de que hay un lugar donde el hombre sincero puede estar seguro de hacerse oír de Dios: "Allí abajo un hombre honrado puede explicarse ante él y yo conseguiría mi derecho para siempre" (23,7). Job concibe la ausencia de Dios según un esquema espacial. Piensa en una distancia que hace a Dios inaccesible. Para él Dios no está aquí, en donde el hombre sufre sin poder decirle su sufrimiento; está allá abajo y sólo allí sería posible el diálogo. Allí donde Dios reside se encuentra la patria del justo. Por eso Job no deja de pensar "en otro sitio" distinto del sufrimiento, en un encuentro personal con Dios. Su mayor desgracia es no saber dónde buscarle (23,3); conoce a Dios, pero ignora el lugar de Dios. Su recuerdo de Dios subyace en la búsqueda de él, pues su lejanía es la tragedia de su vida. Pero, ¿para qué soñar que va a llegar allá abajo en donde Dios reside, si aquí está solo, con su sufrimiento, desamparado ante la arbitrariedad del capricho de Dios (23,13-17)? ¿De qué le sirve la inocencia si no le ha librado del decreto de Dios, ni del temor ni de las tinieblas?


Job eleva al cielo su apelación como hace el piadoso salmista: "Escucha, Yahveh, mi apelación, atiende a mi clamor, presta oído a mi plegaria, que no es de labios engañosos. Emane de ti la sentencia, miren tus ojos la rectitud. Aunque sondees mi corazón, visitándolo de noche, aunque me pruebes al crisol, no hallarás malicia en mí; mi boca no miente como hacen los hombres. He guardado la palabra de tus labios, he ajutado mis pasos a tus sendas, por tus senderos no vacilan mis pies. Yo te llamo, tú, oh Dios, respóndeme, tiende hacia mí tu oído, escucha mis palabras, haz gala de tus gracias, tú que salvas a los que buscan a tu diestra refugio contra los que atacan. Guárdame como la pupila de los ojos, escóndeme a la sombra de tus alas de esos impíos que me acosan, enemigos ensañados que me cercan. Están ellos cerrados en su grasa, hablan, la arrogancia está en su boca. Avanzan contra mí, ya me cercan, me clavan sus ojos para tirarme al suelo. Son como el león ávido de presa, o el leoncillo agazapado en su guarida. ¡Levántate, Yahveh, hazle frente, derríbale; libra con tu espada mi alma del impío, de los mortales, con tu mano, Yahveh, de los mortales de este mundo, cuyo lote es esta vida! ¡De tus reservas llénales el vientre, que sus hijos se sacien, y dejen las sobras para sus pequeños! Mas yo, al despertar, contemplaré tu rostro, me saciaré de tu semblante" (Sal 17).

Job no apela a la fuerza y poder de Dios, a las que recurren los amigos, y ante la cual Job se siente anonadado (9, 19-20;7,13-20; 13,21). Tampoco apela a su misericordia, como hace el salmista. Job apela a la justicia y equidad de Dios, que nada pueden contra la verdad y la justicia, contra su inocencia. Job está seguro de que, si Dios acepta el debate, él gana la causa. El juicio de los hombres no le interesa, pues sólo ven las apariencias. Job quiere que Dios, que todo lo ve y sabe, pues excruta el corazón del hombre, declare públicamente su inocencia. Sólo Dios conoce el dolor y angustia de donde brotan sus lamentos. Los hombres sólo oyen las quejas, pero no penetran en el manantial de ellas, no pueden entenderlas, se equivocan en su juicio. Sólo se fijan en el exterior y se equivocan como Elí, que juzgó borracha a Ana (1Sm 1,13) por sus gestos externos, mientras que ella, por la amargura de su alma, se desahogaba ante el Señor con rostro, gestos y boca turbados.

b) Job, descentrado

Job necesita encontrar a Dios, pero Dios es desesperadamente inalcanzable. Su pretensión es inútil, porque Dios no comparece, se esconde. Job recorre los cuatro puntos cardinales y no lo halla: "Si voy hacia el oriente, no está allí; si al occidente, no le advierto. Cuando le busco al norte, no aparece, y tampoco le veo si vuelvo al mediodía. Pero él conoce todos mis pasos: ¡probado en el crisol, saldré oro puro! Mi pie se ha adherido a su paso, he guardado su ruta sin desvío; no me he apartado del mandato de sus labios, he albergado en mi seno las palabras de su boca" (23,8-12). Girando los cuatro horizontes el hombre no encuentra a Dios en el cosmos. Y si Dios no responde al hombre angustiado es vana su presencia en el mundo. Job, centro de los cuatro puntos cardinales, se siente descentrado en su existencia.


Convencido de su inocencia, Job necesita que Dios la selle. Si no encuentra a Dios, se pierde a sí mismo y pierde el mundo. Sólo encuentra su soledad. El salmista, acosado por Dios lo mismo que Job, hace la experiencia opuesta: "No está aún en mi lengua la palabra, y ya tú, Yahveh, la conoces toda; me aprietas por detrás y por delante, y tienes puesta sobre mí tu mano. Ciencia misteriosa es para mí, demasiado alta y no puedo alcanzarla. ¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Si escalo los cielos, allí estás tú, si me acuesto en el seol, allí te encuentro. Si tomo las alas de la aurora y vuelo hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu mano, me agarrará tu diestra. Si digo que me cubra al menos la tiniebla, y la noche sea en torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es tenebrosa para ti, y la noche es luminosa como el día. Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre. Yo te doy gracias por tantas maravillas: soy un prodigio, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente, y mis huesos no se te ocultaban, cuando era formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión veían tus ojos; en tu libro están inscritos todos los días que me han sido señalados, aún antes de que existiera uno solo de ellos" (Sal 139).

Job, también cuajado por Dios en el seno de su madre (10,8-9), ha conocido la presencia envolvente de Dios. Huellas, camino, mandatos y palabras de Dios han llenado el horizonte de su vida, que ahora está vacío. "Mis pasos eran firmes en tus sendas y no vacilaron mi pies" (Sal 17,5). ¿Dónde le ha conducido su camino de fidelidad a Dios, si ahora no lo encuentra en ninguna parte? Probado al fuego, no sólo se ha quedado sin escorias, sino sin Dios, sin amigos y sin su persona. Sin encontrar a Dios, a Job no le queda más que el terror y la desolación: "Mas él decide, ¿quién le hará retractarse? Lo que su alma ha proyectado lo lleva a término. Así ejecutará mi sentencia, como tantas otras decisiones suyas. Por eso estoy, ante él, horrorizado, y cuanto más lo pienso, más me espanta. Dios me ha enervado el corazón, Sadday me ha aterrorizado. Pues no he desaparecido en las tinieblas, pero él ha cubierto de oscuridad mi rostro" (23,13-17).

El designio de Dios es inapelable. Su palabra es irrevocable: "Lo que he ideado, sucederá. Lo que he planeado, se cumplirá. Este es el plan tocante a toda la tierra, y ésta la mano extendida sobre las naciones. Y si Yahveh Sebaot toma una decisión, ¿quién la frustrará? Si él extiende su mano, ¿quién se la hará retirar?" (Is 14,24-27). Si ha decidido hacer sufrir a Job, seguirá descargando su mano sobre él. La inapelabilidad de la sentencia de Dios desconcierta a Job. Ve su existencia amenazada por Dios y se estremece. A Dios, ausente en el cosmos, le encuentra presente en el terror de sus entrañas, pues es él quien lo causa. Mejor sería su ausencia total, poder esconderse de él en las tinieblas, pero hasta la oscuridad es luminosa para él. Mejor, pues, desaparecer y dejar de existir.

Sin embargo, si Dios no quiere que el hombre piense que la historia es un absurdo y que él tiene un plan es necesario que se manifieste para que sus fieles puedan ver la historia como historia de salvación. Dios no puede mantener oculto su designio, pues está en juego su mismo nombre. Job no es un caso aislado, sino que su situación es la de todo hombre. Job enumera con amargura las injusticias que sufren los pobres y que quedan sin un defensor: "¿Por qué Sadday no señala tiempos para que sus amigos puedan contemplar sus intervenciones? Los malvados remueven los mojones, roban los rebaños y su pastor. Se llevan el asno de los huérfanos, toman en prenda el buey de la viuda. Los mendigos tienen que retirarse del camino, a una se ocultan los pobres del país. Como onagros del desierto salen a su tarea, buscando presa desde el alba, y a la tarde, pan para sus crías. Cosechan en campo ajeno, vendimian la viña del rico" (24,1-6). Job está asustado por el misterio de los designios de Dios (23,1-7). Pero sobre todo le inquieta el que Dios parece haber renunciado a intervenir en la historia de los hombres. Con desdén incomprensible escandaliza a los que cuentan con él. La indiferencia de Dios ante los sufrimientos de los campesinos oprimidos es un escándalo. ¿Qué Dios es ese al que nada se le escapa de cuanto acontece a lo largo de los tiempos humanos, pero que se calla cuando "el alma de los heridos grita pidiendo ayuda" (24,12)?



Dios señala en la historia días en que juzga restableciendo la justicia y el derecho. Pero cuando se difieren, el hombre se impacienta. Quisiera asistir a ellos para gozar con la victoria de la justicia. Quisiera que las intervenciones de Dios fueran periódicas, anunciadas. De esta manera sus fieles se serenarían, mantendrían la esperanza en él. Pero Dios no tiene prisa, pues para él "un día es como mil años y mil años como un día", y deja madurar la historia por encima de toda paciencia: "Así me ha dicho Yahveh: Desde mi morada yo contemplo sereno, como el calor ardiente al brillar la luz, como nube de rocío en el bochorno de la siega. Pues antes de la vendimia, al acabar la floración, cuando su fruto en cierne comience a madurar, cortará los sarmientos con la podadera y arrancará y arrojará los pámpanos viciosos" (Is 18,4-5). Job, desde la urgencia de su situación, quisiera acelerar el día de la intervención de Dios, pues tiene la sensación de que Dios no se ocupa de los asuntos de los hombres o lo hace demasiado tarde y a destiempo. Por sus dilaciones, el lobo se come el cordero, el malvado al justo, el rico al pobre (Si 13,17-19). Despojados de sus derechos, los pobres tienen que huir al descampado, vivir como animales salvajes, lo mismo que Ismael: "Será un potro salvaje. El contra todos y todos contra él. Vivirá separado de sus hermanos" (Gn 16,12) o Esaú: "En tierra estéril, sin rocío del cielo, tendrás tu morada" (Gn 27,39), o Caín (Gn 4,14-16). Por ello, de quienes pusieron su confianza en Dios, "unos fueron torturados, rehusando la liberación por conseguir una resurrección mejor; otros soportaron burlas y azotes, y hasta cadenas y prisiones; apedreados, torturados, aserrados, muertos a espada; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de cabras; faltos de todo; oprimidos y maltratados, ¡hombres de los que no era digno el mundo!, errantes por desiertos y montañas, por cavernas y antros de la tierra. Y todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el objeto de las promesas. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección" (Hb 11,35-40).

El grito de los pobres se eleva hasta el cielo que permanece sordo a sus súplicas: "Pasan la noche desnudos, sin vestido, sin cobertor contra el frío. Calados por el turbión de las montañas, faltos de abrigo, se pegan a la roca. Al huérfano se le arranca del pecho, se toma en prenda al niño del pobre. Desnudos andan, sin vestido; hambrientos, llevan las gavillas. Pasan el mediodía entre dos paredes, pisan los lagares y no quitan la sed. Desde la ciudad gimen los que mueren, el herido de muerte pide auxilio, ¡y Dios sigue sordo a la oración! Otros hay rebeldes a la luz: no reconocen sus caminos ni frecuentan sus senderos. Aún no es de día cuando el asesino se levanta para matar al pobre y al menesteroso. Por la noche merodea el ladrón. El ojo del adúltero espía el crepúsculo: Ningún ojo dice me divisa, y cubre su rostro con un velo. Las casas perfora en las tinieblas. Durante el día se ocultan los que no quieren conocer la luz. Para todos ellos la mañana es sombra, acostumbrados a los miedos de las tinieblas" (24,7-17).

El reino de las sombras acoge y encubre asesinatos, robos y adulterios. Parece que Dios no vigila la oscuridad. En realidad, día y noche se suceden las injusticias y Dios, en la frontera de ambos reinos, no interviene. Los malvados huyen de la luz y ven con claridad; aman las tinieblas del error y se sienten resplandecientes; caminan a oscuras y no tropiezan; andan sin estrella que les guíe y no yerran el camino de la dicha. Se dicen: "La oscuridad me rodea, las paredes me encubren, nadie me ve" (Si 23,18). "Traman iniquidades en su lecho y al amanecer las ejecutan, porque tienen poder" (Os 2,1). Los malvados quizás sean castigados, pero, mientras tanto, poseen licencia plena para perpetrar sus crímenes. Aunque sólo dispongan del territorio de las tinieblas, ese territorio les pertenece y dominan en él con absoluta libertad. Partiendo de su experiencia personal absurda, Job se hace voz de todos los pobres de la tierra, y lanza su desafío a Dios y a los amigos: "¿No es así? ¿quién me puede desmentir y reducir a nada mi palabra?" (24,25).

c) Dios, Señor del cosmos

Dios no responde. Con un himno a la grandeza intocable e infinita de Dios, en contraste con la pequeñez del hombre, Bildad responde a Job: "Es soberano de temible fuerza el que hace reinar la paz en sus alturas. ¿Puede contar alguien sus tropas? ¿Contra quién no se alza su luz? ¿Cómo un hombre será justo ante Dios? ¿Cómo puede proclamarse puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!" (25,2-6). Como Bildad no tiene argumentos para responder al desafío de Job, se enfrenta a él con toda su pasión, alabando la grandeza de Dios en contraste con la bajeza del hombre. De este modo intenta convencer a Job de lo absurdo de su doble pretensión: entablar un juicio a Dios y creerse inocente en sus relaciones con él. Para ello repetirá lo ya dicho hasta la saciedad: No reconocerse culpable cuando está herido por Dios es condenar a Dios como injusto. Algo a priori inaceptable para Bildad. Pero eso es justamente lo que Job desea probar en su apelación a Dios.

Job ha buscado a Dios en los cuatro puntos cardinales del cosmos y no lo ha encontrado. Bildad le muestra presente en su señorío sobre los astros, sobre las aguas del mar y sobre las columnas de la tierra. Job ha insistido en su inocencia, y Bildad le repite su convicción de la impureza humana. Job se rebela, Bildad le recuerda la rebelión y derrota de los monstruos marinos, para que aprenda de ellos: "Las Sombras tiemblan bajo tierra, las aguas y sus habitantes se estremecen. Ante él, el seol está al desnudo, la Perdición al descubierto. El extiende el Septentrión sobre el vacío, sobre la nada suspende la tierra. El encierra las aguas en sus nubes, sin que bajo su peso revienten las nubes. El encubre la cara de la luna llena, desplegando sobre ella su nublado. El trazó un cerco sobre la haz de las aguas, hasta el confín de la luz con las tinieblas. Se tambalean las columnas del cielo, presas de terror a su amenaza. Con su poder hendió la mar, con su destreza quebró a Ráhab. Su soplo abrillantó los cielos, su mano traspasó a la Serpiente Huidiza" (26,5-13).

Bildad comienza presentando la visión celeste de poder y calma, que infunde temor y paz. La paz es fruto del orden que Dios impone en la confusión. La paz sigue a la obediencia a Dios: "Alzad a lo alto los ojos y ved: El hace salir por orden al ejército celeste, y a cada estrella la llama por su nombre. Gracias a su poder y al vigor de su fuerza no falta ni una" (Is 40,26). Es Dios quien rige los astros. La luna está creada en función del hombre, no para iluminar a Dios, que habita en una luz inaccesible. Si lo que es tan grande no cuenta nada, ¿quién se cree el hombre? La mirada desciende del cielo a la tierra. Y mirando desde el cielo se descubre la pequeñez del hombre (Is 42,22; Sal 8), que no es más que un gusano en su gusanera: "El hombre no es como Dios, pues no es inmortal ningún hijo de hombre. ¿Qué hay más luminoso que el sol? Con todo, se eclipsa. Dios pasa revista al ejército de los cielos, cuánto más a los hombres de polvo y ceniza" (Si 17,30-32). Cielo y tierra piden puntos de apoyo, y no hay fuera de ellos más que nada y vacío. Dios es quien los sostiene. El Océano y sus monstruos marinos se agitan y rebelan, rehusando el orden, Dios los domina. Y si alardean de solidez las columnas del cielo o la luna llena, Dios hace temblar a las primeras y oscurece y hace menguar a la otra.


Maravilloso es el actuar de Dios al formar las nubes y la lluvia. Con intuición de poeta lo describe fray Luis de León: "La tierra es seca de suyo y el sol, que la rodea y mira, siempre la seca. Así, para refrigerio y sustento de quienes viven en ella, fue necesario que fuese regada. Para ello ordenó Dios que el agua subiese a lo alto y se espesase en nubes encima del aire y, luego, otra vez se derritiese en ella y cayese en forma de lluvia, para que las nubes defendiesen del sol y la lluvia regase y humedeciese la tierra. Y al no ser posible que el agua, más pesada que el aire, se pusiese sobre él, Dios halló la forma de adelgazarla y aliviarla en vapores. Y al sol, que secaba y agostaba la tierra, le hizo ministro para sacar de la tierra lo que la defendiese de él y la amparase. Así el sol levanta el agua a las nubes, y las nubes, dejándola caer, mitigan y templan el ardor del sol. Las aguas que subían sueltas y esparcidas, hechas vapores, las recoge y las aprieta y espesa en las nubes, devolviéndolas a su propia forma y dándoles su peso, con lo que comienzan a descender, no de golpe, sino deshechas en pequeñas gotas. Quitándoles la ligereza, las hace pesadas, pero lo hace de tal manera que con su peso no rasgan las nubes, sino que se cuelan y destilan por ellas". Y como las aguas no rompen las nubes, así la masa de agua del mar no se derrama sobre los continentes. Estando suelto no traspasa sus límites. El mar recibe las aguas de todos los ríos y no se desborda. Es el prodigio de la sabiduría y poder de Dios.

El himno de Bildad al poder y sabiduría de Dios es magnífico, pero no da la medida de Dios. Es mucho más lo que queda oculto. Bildad concluye: "Estos son los contornos de sus obras, de que sólo percibimos un apagado eco. Pero el trueno de su potencia, ¿quién lo captará?" (26,14). El universo es un milagro de equilibrio. Su voz es potente como el trueno, pero el oído del hombre sólo logra captar su eco.

d) ¡Vive Dios, que me rehúsa mi justicia!

Job rebate con dura ironía, casi sarcástica, el discurso de Bildad. Su teología no ofrece ninguna consolación, ningún consejo válido. Es pura exhibición de sabiduría sin ninguna relación con su estado de sufrimiento: "¡Qué bien has sostenido al débil y socorrido al brazo inválido! ¡Qué bien has aconsejado al ignorante, qué hábil talento has demostrado! ¿A quién has dirigido tus discursos, y de quién es el espíritu que ha salido de ti?" (26,2-4)

Job, débil por el sufrimiento, ignorante por la tribulación, esperaba de los amigos una instrucción válida, un consuelo que lo reanimase. Pero describir con palabras magníficas el poder de Dios, ¿es dar fuerzas al hombre o hacerlo sentirse más débil? Desplegar sus conocimientos sobre el cosmos, ¿es la enseñanza que instruye o consuela al hombre sumido en el dolor? Exaltando el poder de Dios, Bildad se ha burlado del amigo y se ha ganado la respuesta de Job cargada de amarga ironía: Ya que me tienes por ignorante, podías haberme instruido un poco mejor. Job, decepcionado, se pregunta si a Bildad, y a los otros dos amigos, les inspira Dios o, más bien, Satán: ¿De quién es el espíritu que inspira sus palabras?

Job, contra toda esperanza de los amigos, sigue proclamando su inocencia. Todos los discursos han sido un diálogo de sordos. Con toda solemnidad Job jura: "¡Vive Dios, que me rehúsa mi justicia, por Sadday, que me ha amargado el alma, mientras siga en mí mi espíritu y el aliento de Dios en mis narices, mis labios no dirán falsedad, ni mi lengua proferirá mentira! Lejos de mí daros la razón: hasta mi último suspiro mantendré mi inocencia. Me he aferrado a mi justicia, y no la soltaré, mi corazón no se avergüenza de mis días. Que mi enemigo resulte culpable e injusto mi rival" (27,2-7). El juramento redobla el peso de su declaración de inocencia.


Job defiende una vez más su inocencia, aún a costa de acusar a Dios. Satán ha pretendido, con las pruebas, confirmar que Job sirve a Dios por interés. Los amigos han intentado, con la tortura de promesas y amenazas, hacerle confesar su culpa. Si Job confiesa su culpa, Dios le perdonará, lo restablecerá y todo acabará bien, incluso mejor que antes. Si se niega a confesar, su fin será terrible. Para forzar esa confesión, los amigos han cantado himnos a Dios, han exaltado, una y otra vez, de una manera y de otra, la doctrina de la retribución, se han mostrado amables y duros, han soportado los insultos y las palabras escandalosas de Job. Todo para arrancarle la confesión. Pero Job no puede aceptar tal confesión contra la verdad. ¿Es justo el Dios que exige una confesión falsa? Paradójicamente, Job jura por el Dios "que le niega su justicia". Job no reniega su fe en Dios, el Dios garante de la verdad. Job no conoce el prólogo, donde Dios declaraba, por dos veces, la inocencia de su siervo y era incitado por Satán para "herirlo sin motivo". Job, sin conocer este diálogo del cielo, lo vislumbra en el fondo de su conciencia y, por ello, se dirige a Dios, jura por él, el único que cree en él, que le conoce de verdad, que no juzga según las apariencias, sino que ve su interior.

Los hombres, por muy religiosos que sean, no aceptan la libertad de Dios. Siempre le ponen límites. No toleran la libertad de Dios. Debe actuar según la definición que ellos dan de Dios. Así pretenden encerrar a Dios en la jaula de su idea de Dios. Su deseo de certezas o su necesidad de seguridades les lleva a imaginar un Dios inmóvil, que reacciona siempre igual, un Dios sin misterio. Pero la realidad niega esta concepción de Dios. El creyente, que no cierra los ojos a la historia, debe confesar irremediablemente: "Verdaderamente tú eres un Dios escondido" (Is 45,15). La justicia divina, como la dibujan los tres amigos, responde a una idea, pero la vida la niega. La misericordia de Dios constantemente hace saltar esa idea. Dios es padre y tiene corazón. Ante el pecado de Israel decreta un castigo, pero su corazón le hace gritar: "¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel? ¿Voy a dejarte como a Admá, y hacerte semejante a Seboyim? Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no vendré con ira" (Os 11,8-9). El es Dios y se salta la "justicia", tiene misericordia con quien quiere, como le dice a Moisés: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahveh; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia" (Ex 33,19).

Job apela a este Dios, que actúa con libertad y que no cabe en la mente de los tres amigos. Dios, con Job, rompe la jaula de los sabios y reivindica su transcendencia, su libertad. Por eso, las palabras de Job, que a los oídos de los sabios suenan como blasfemias, no son más que la expresión de la fe en Dios. Es la fe que acepta a Dios como Creador y Señor de la historia. Es la fe que ve a Dios presente en los acontecimientos de la vida, incluso en los más desconcertantes como el sufrimiento del inocente. A este Dios causa de su sufrimiento injustificado se dirige Job. Job, sintiendo su ausencia, ve a Dios presente en su historia, autor de ella: "Estaba yo tranquilo cuando él me golpeó, me agarró por la nuca para despedazarme. Me ha hecho blanco suyo: me cerca con sus tiros, traspasa mis entrañas sin piedad y derrama por tierra mi hiel. Abre en mí brecha sobre brecha, irrumpe contra mí como un guerrero" (16,12-14). Con todo el desgarramiento de su carne, la fe le lleva a gritarle que salga de su ocultamiento, que se muestre y le hable. La ausencia de Dios le resulta insoportable. Hasta el final seguirá enfrentándose con Dios sin atenerse a ningún formalismo.

Y hasta el final seguirá proclamándose inocente, sin culpa, manteniendo sus tres recriminaciones: la injusticia de Dios, -los buenos sufren y los malos disfrutan-, su hostilidad contra él y su silencio. Es su protesta ante Dios: ¿Cómo puedes castigar a un justo?


e) Final del ciclo de diálogos

Ante el juramento de Job se cierra el diálogo de los amigos. Sofar, en la hipotética reconstrucción de un discurso, que hacen los exégetas, replica repitiendo sus amenazas para el malvado. Los tres amigos llegados para consolar a Job, uno tras otro, no han hecho más que exacerbar el dolor de Job. Job les deja de lado para confrontarse directamente con Dios.

Al final del triple ciclo de diálogos, podemos preguntar: Los tres amigos, que se han presentado como sabios, ¿son realmente sabios? Sabio es quien busca una clave de lectura de la realidad. Se enfrenta a los hechos, les interroga, busca su sentido, una razón para vivir. El sabio no se contenta con adquirir sabiduría para sí, sino que transmite su saber a los demás, para ayudarle a entender la realidad y a vivir con sentido la vida. Sabio no es quien repite una lección aprendida. El sabio vive, reflexiona sobre lo que vive, observa los hechos, descubre las constantes de la historia, que iluminan el hilo conductor del andar del cosmos y de la historia. Así encuentra las leyes que gobiernan la existencia; de ellas extrae las consecuencias y, de este modo, descubre la propia vía de comportamiento y acción. El sabio no se expresa en términos de leyes determinantes, sino que busca convencer, suscitando preguntas, de modo que el discípulo, ayudado por los interrogantes del maestro, descubra la vía de la verdad y de la vida, la haga suya desde dentro y no como impuesta desde fuera. Para el sabio no tienen valor las imposiciones, sino las convicciones interiores. Por ello el sabio no enseña comportamientos prefabricados, sino que ayuda, más bien, a hacerse las preguntas justas para hallar las respuestas justas. La sabiduría es apelación y no ley. El sabio no determina el actuar del otro, sino que le ayuda a colocarse en la perspectiva justa para ver el sentido profundo de las cosas y de los hechos para vivirlos en plenitud, en armonía con Dios y con la creación. Salomón es considerado como el sabio ideal. Salomón es el juez que pone al desnudo los corazones, interviniendo a tiempo y justamente. Conoce la realidad con sabiduría. Ve la realidad con verdad, no se aleja de ella, sino que en ella descubre el designio de Dios. ¿Han hecho esto Elifaz, Bildad y Sofar? Esperemos el juicio de Dios.

También podemos hacerle a Job una recriminación: Un justo nunca se cree justo. En el momento en que se cree justo deja de serlo. Nadie es totalmente inocente. Job, juzgándose justo, sospecha de todos, hasta de sus hijos, por los que ofrece holocaustos, pensando: "Acaso mis hijos hayan pecado y maldecido a Dios en su corazón" (1,5). Job en toda la historia nunca ofrece sacrificios por sí mismo. El sumo sacerdote, en el gran día del perdón, Kippur, ofrece tres sacrificios: uno en expiación por los pecados del pueblo, otro por los de los sacerdotes y el tercero por sus propios pecados. Y Cristo mismo dirá: "Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí y yo sé que es válido el testimonio que da de mí... El Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí" (Jn 5,31-32.37). Igualmente Pablo, fiel discípulo de Cristo, confiesa: "Yo no me juzgo a mí mismo. Pues aunque mi conciencia no me remuerde de nada, no por eso me creo justificado. ¡Mi juez es el Señor!" (1Co 4, 3-4).


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