JOB CRISOL DE LA FE:
INTERLUDIO - HIMNO A LA SABIDURIA 28,1-28
Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández
HIMNO A LA SABIDURIA
Ha terminado el diálogo de Job con los amigos. Los amigos no vuelven a abrir
la boca. Una voz desconocida canta la sabiduría de Dios. Con audacia
relativiza las discusiones anteriores y todo el saber humano. El hombre no
conoce el camino de la sabiduría, pues la sabiduría no se encuentra en la
tierra de los vivientes. El límpido himno a la sabiduría de Dios,
inaccesible para el hombre, ofrece un juicio sobre las discusiones
precedentes y es, al mismo tiempo, un preludio de los discursos de Dios. El
misterio de Dios y el misterio del hombre se unen en la fe. Dios inaccesible
en su sabiduría conduce el mundo y al hombre por vías misteriosas, no lo
deja a la deriva, sino que lo lleva a su plenitud.
En el prólogo bíblico de la historia se proclama que la creación es "buena".
La armonía del hombre con Dios, del hombre con la mujer, y del hombre con el
cosmos es el canto a la sabiduría de Dios, creador del cielo y de la tierra.
Es el hombre, con su pecado, quien introduce el mal en el mundo. El hombre
rompe con Dios, con la mujer y con el cosmos. El mal, en primer lugar, llama
en causa al hombre y no el actuar de Dios. El hombre tiene que comenzar por
confesar su culpa (Gn 39,9; Jr 7,24; 9,13-14). Es el juicio constante del
libro de los Jueces (Ju 2,11-13). Sin embargo quedan al margen muchas
manifestaciones del mal en las que no se ve la responsabilidad del hombre.
La raíz del mal queda escondida en el misterio.
La teoría de la retribución, según la cual cada sufrimiento es sanción de
una culpa personal, llena la literatura sapiencial. Esta concepción llega
hasta el Nuevo Testamento. Los discípulos le preguntan a Jesús: "¿Quien
pecó, él o sus padres, para que naciera ciego?" (Jn 9,3). La retribución
puede ser individual o colectiva, inmediata o diferida, hasta escatológica.
Pero para la literatura sapiencial el sufrimiento no es sólo expresión de
culpabilidad, sino también de la fragilidad y caducidad del hombre. Más aún,
puede ser instrumento de la pedagogía de Dios, para llamar al hombre hacia
él. El sufrimiento es una llamada de Dios a la conversión (Jr 2-4,30-31). Y
en el sufrimiento del inocente se encierra una fecundidad escondida. La
"expiación vicaria" es el misterio del dolor del Siervo de Yahveh (Is
52,13-53,12). El Siervo rompe el binomio sufrimiento-culpa personal. El
dolor del Siervo se convierte en salvación de los culpables. Sus
sufrimientos nos dan la paz, generan en nosotros el arrepentimiento y nos
alcanzan el perdón. Sus cicatrices curan nuestras heridas. Su muerte hace
florecer el misterio de fecundidad que el dolor encerraba. Los hombres
liberados por el sufrimiento del Siervo son el botín (Is 53,12) de su
triunfo sobre el mal. Su vida, pasión y muerte son sacrificio expiatorio
para nosotros, su silencio se ha hecho plegaria escuchada, su dolor nos ha
justificado y reconciliado con Dios. Traspasado por nuestros delitos,
aplastado por nuestras iniquidades, nos ha salvado a nosotros. Nuestras
ofensas las ha aceptado y ofrecido en favor nuestro.
No es la razón del hombre la que puede penetrar en el misterio, es la fe la
que sostiene la confianza del hombre en Dios: "El temor del Señor es la
Sabiduría, huir del mal, la Inteligencia" (28,28). Son dos cualidades que
posee Job (1,8). Puede, pues, esperar que Dios le otorgue lo que no le han
dado los amigos. El hombre, minero incansable, con la lámpara de su mente
penetra en las profundidades de la tierra en busca de metales preciosos. El
ojo de su ciencia y técnica alcanza los secretos ocultos y preciosos que
ningún otro ser logra descubrir, ni siquiera las aves de presa o las bestias
feroces (28,1-11). Pero, al final de la jornada, el hombre descubre con
asombro que el misterio profundo de la realidad se le ha escapado de las
manos. Con todas sus luces nunca llega a descifrar el designio global que
Dios ha proyectado sobre el ser y la historia. Cansado de sus esfuerzos, al
final, siempre le queda el interrogante: "Mas la Sabiduría, ¿de dónde viene?
¿cuál es la sede de la Inteligencia?" (28,12). Según el Eclesiástico (c. 1)
Dios crea la Sabiduría, la emplea para realizar la creación, la difunde en
sus obras y se la comunica al hombre. El Sirácida afirma también que "lo
oculto es del Señor, nuestro Dios; lo revelado es nuestro y de nuestros
hijos para siempre" (Si 29,28).
Plata y oro son los metales más apreciados por el hombre, mientras que el
hierro y el bronce son los más útiles. El canto a la tierra prometida
menciona el hierro y el bronce como los metales usados para herramientas y
para armas: "tierra que lleva hierro en sus rocas y de cuyos montes sacarás
bronce" (Dt 8,7-10). El hombre, con su ciencia y su técnica, logra descubrir
sus yacimientos, extraer los metales y refinarlos. Con su luz el hombre
consigue penetrar en el reino subterráneo de las tinieblas. Esta victoria
sobre las tinieblas, arrancándolas sus tesoros, es un triunfo increíble del
hombre. Como es una hazaña el que el hombre pueda descender más abajo de
donde llegan sus pies, descolgándose con cuerdas, hasta el fondo de los
pozos de las minas. De este modo, la tierra que cultivaba el labrador y "se
vestía de mieses" (Sal 65,14), con los picos de los mineros, la revuelven de
abajo arriba, como si el fuego de un volcán la estremeciera, sacando a
relucir zafiros y piedras de oro. Lo invisible al buitre y al halcón,
inaccesible a las fieras, el hombre lo hace visible y accesible.
Y las montañas inconmovibles, que sólo Dios puede sacudir y desplazar (Sal
65,7;104,8), el hombre, con el pedernal de su mano, las descuaja de raíz,
hendiendo las rocas. Así, explorador de las fuentes de los ríos, "saca lo
oculto a la luz". El gozo de su descubrimiento es el premio del esfuerzo del
hombre. Pero el gozo de su hallazgo sólo sirve como contraste de su gran
decepción, pues le están cerrados los veneros de la Sabiduría, que vale
incomparablemente más que el oro y la plata (Sb 8,10-11.19...). La
Sabiduría, incomparablemente más preciosa que todos los tesoros, es
patrimonio exclusivo de Dios. Ni en la tierra ni en el mar se encuentra su
yacimiento. El hombre recorre todos los caminos en su búsqueda. Todo le
habla de la sabiduría de Dios, pero "el hombre ignora su sendero, no se le
encuentra en la tierra de los vivos. El Abismo dice: no está en mí, y el
Mar: no está conmigo" (28,13-14). La búsqueda del hombre resulta siempre
infructuosa. No sabe "de dónde viene la Sabiduría ni dónde está su
yacimiento" (28,20).
Todo, por escondido que esté, se puede hallar, pero el saber de Dios, si él
no lo da, ni se halla ni se compra. Su valor excede todo precio. El mero
intento de comprarla es prueba de insensatez: "Si uno quisiera comprar el
amor con todas las riquezas de su casa, se haría despreciable" (Ct 8,7).
Todo lo que el hombre conquista se devalúa en comparación de la sabiduría.
"No se puede dar por ella oro fino, ni comprarla a precio de plata, ni
evaluarla con el oro de Ofir, el ágata preciosa o el zafiro. No la igualan
el oro ni el vidrio, ni se puede cambiar por vaso de oro puro. Corales y
cristal ni mencionarlos, mejor es pescar Sabiduría que perlas. No la iguala
el topacio de Kus, ni con oro puro puede evaluarse" (28,15-19).
La sabiduría se oculta a las aves que tienen una vista privilegiada y a las
fieras que se aventuran en la espesura del bosque donde el hombre no se
atreve a penetrar: "Se oculta a los ojos de todo ser viviente, se esconde a
las bestias y a los pájaros del cielo. Muerte y Abismo dicen: Sólo de oídas
conocemos su fama. Sólo Dios distingue su camino, sólo él conoce su sendero,
sólo él conoce su yacimiento" (28,21-23).
Sólo Dios conoce el designio total del mundo y de la historia. Sólo de Dios
le puede llegar al hombre la sabiduría, como un don gratuito. Dios la conoce
y posee, como Creador del mundo. Sólo él puede hacer al hombre partícipe de
ella, revelándosela. Por ello, sólo la fe abre al hombre las puertas del
misterio, superando todas las barreras con que ha tropezado su razón: "Sólo
Dios conoce su camino, sólo él conoce su yacimiento. Porque él otea hasta
los confines de la tierra, y ve cuanto hay bajo los cielos. Cuando dio peso
al viento y aforó las aguas con un módulo, cuando a la lluvia impuso ley y
un camino a los giros de los truenos, entonces la vio y le puso precio, la
estableció y la escudriñó. Y dijo al hombre: Mira, el temor del Señor es la
Sabiduría, huir del mal, la Inteligencia" (28,23-28).
La sabiduría es celeste, es posesión de Dios. Alcanzarla depende sólo de él.
Dios, desde lo alto de los cielos, tiene un observatorio privilegiado,
único, desde donde abarca todo el universo. Por ello tiene acceso a la
Sabiduría. Con ella Dios indaga, calcula, define, establece todas las cosas
con proporción y orden. Al hombre sólo le queda: "Aplicar su corazón, yendo
muy de mañana donde el Señor, su Creador, rezar ante el Altísimo, abriendo
su boca en oración. Y si el Señor quiere le llenará del espíritu de
inteligencia, derramará sobre él, como lluvia, las palabras de su sabiduría"
(Si 39,5-6). Salomón nos ha dejado una oración suya pidiendo esta sabiduría
(Sb 9), después de decirnos: "Comprendiendo que no podría poseer la
Sabiduría si Dios no me la daba, y ya era un fruto de la prudencia saber de
quién procedía esta gracia recurrí al Señor y se la pedí. Dije con todo mi
corazón: Contigo está la Sabiduría que conoce tus obras, que estaba presente
cuando hacías el mundo, que sabe lo que es agradable a tus ojos, y lo que es
conforme a tus mandamientos. Envíala de los cielos santos, mándala de tu
trono de gloria para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo
que te es agradable, pues ella todo lo sabe y entiende. Ella me guiará
prudentemente en mis empresas y me protegerá con su gloria" (Sb 8,21;
9,9-11).
El canto, aunque afirme que la sabiduría de Dios es inaccesible al hombre,
no acalla la voz de Job. Hay un camino abierto para el hombre. Para el
hombre la sabiduría está en el temor de Dios, es decir, en su actitud
reverencial ante Dios, lo que implica a la vez obediencia y amor. La
sabiduría de Dios está siempre más allá del alcance del hombre, pero hay una
sabiduría más humilde hecha a su medida: el temor de Dios. Afirmar sin más
el carácter inaccesible de la sabiduría no tendría ningún sentido si el
hombre, limitado y pecador, no supiera que Dios le ha revelado el camino
para alcanzarla. Así la sabiduría de Dios y la sabiduría del hombre, la
revelación de Dios y la respuesta de fe del hombre entablan un diálogo entre
sí. De este modo, el interludio de este capítulo concluye el diálogo de Job
y sus amigos y abre el camino hacia el diálogo entre Job y Dios.