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JOB CRISOL DE LA FE: 3. AHORA TE HAN VISTO MIS OJOS 40,1-42,6

Comentario al libro de Job
Emiliano Jiménez Hernández

Páginas relacionadas 

 
a) Me taparé la boca con la mano: 40,1-5

b) Creación e historia: 40,6-41,26

c) Yo te conocía sólo de oídas: 42,1-5

d) Job ha visto a Dios y eso le basta: 42,6

 

Job: Ahora te han visto mis ojos

 


3. AHORA TE HAN VISTO MIS OJOS

a) Me taparé la boca con la mano

Al desvelarle a Job sus límites, Dios, más que condenarle, le abre los ojos para que se sitúe en la realidad. Dios hojea ante la mirada de Job el álbum del universo, señalando su presencia en cada fotografía, para que Job también la descubra. En realidad, Dios da la palabra a sus obras para que ellas conduzcan al hombre desde su pequeño misterio al misterio de Dios. La creación recobra todo su esplendor y misión: lejos de ser la aliada de Dios en sus designios contra el hombre, como le acusaba Job, se convierte en la aliada del hombre para llegar al misterio del amor de Dios. La creación se convierte en el lenguaje de Dios que interpela al hombre y le lleva a pasar de ella al Creador. Los seres le marcan las pistas para volver a acercarse a Dios. Así, sin violencia, la palabra de la creación entra en el ánimo de Job, se hace suya y despierta en él la alabanza del corazón y de los labios. La indigencia congénita del saber humano se convierte paradójicamente en pedagogía que abre al hombre el acceso a la sabiduría de Dios.

Dios, tras mostrar las obras de su creación, con la ironía del amor, invita a Job a responder: "¿El adversario de Sadday quiere seguir el proceso? ¿El censor de Dios va a replicar aún?" (40,2). Job, con sus interpelaciones, ha conseguido una victoria de la que puede estar satisfecho: Dios le ha respondido. Entre el silencio de Dios y la fulminación de Job, Dios ha hablado y Job resta con vida. Ahora Dios interpela a Job, que se siente desbordado por la respuesta de Dios. La cascada de preguntas, seguidas de las descripciones fascinadoras de los seres de la creación, han dejado a Job estupefacto: "tus torrentes y tus olas me han arrollado" (Sal 42,8), podría decir Job.

Ante el peso y consistencia de los argumentos de Dios, los interrogantes de Job han perdido todo valor. Tapándose la boca con la mano, Job reconoce admirado la supremacía de Dios. Job había pedido a los amigos por dos veces que se taparan la boca con la mano ante la inconsistencia de sus razonamientos. Eso es lo que piensa ahora de sus razones. Job no ha recibido una respuesta a sus interrogantes, pero Dios ha anulado sus preguntas, haciéndole comprender que en el mundo existe un orden y una armonía incomprensibles para él. La palabra de Dios ha creado en Job el silencio acogedor. La conversión de Job al silencio es la celebración de la grandeza y libertad de Dios. El silencio es su profesión de fe: "¡He hablado a la ligera: ¿qué voy a responder? Me taparé la boca con mi mano. Hablé una vez..., no he de repetir; dos veces..., ya no insistiré" (40,4-5). Job ha sostenido hasta el último momento su inocencia. Los amigos han intentado convencerle de que el origen de sus desgracias está en su pecado, escondido quizás para él mismo, pero él no ha dejado de rebatirles, proclamando su justicia. Sin embargo, tras la manifestación de Dios, Job confiesa que ha hablado sin discernimiento. Ante la aparición de Dios, constata el fallo de la ley que pretende reclamar automáticamente, mediante la perfección del hombre, el don divino de la felicidad.


Dios no está airado contra Job, sino contra los amigos. Sin embargo, Job se siente culpable ante Dios. El sufrimiento de Job no es debido a su culpa, sino a su justicia. Esta es la paradoja del actuar gratuito de Dios, que hace saltar todos los esquemas humanos. Job ha sido probado con el dolor precisamente por su fe y justicia. Job tenía razón en rebelarse contra el sufrimiento como fruto de su culpa, como le repetían los amigos. Pero esta razón acaba cuando no se halla ante los hombres, sino ante Dios. Ante Dios se reconoce culpable. El gran sufriente se convierte en el gran creyente: Job ha encontrado el verdadero rostro de Dios.

La fe en la justicia de Dios, creador y go'el, lleva a Job al silencio. Ya antes (9,3.14) Job había imaginado una entrevista en la que las preguntas de Dios lo reducirían al silencio. Pero ahora el silencio de Job ha cambiado de sentido. Antes su silencio era la confesión de la impotencia humana frente a la absoluta superioridad de Dios. El silencio era la última palabra del hombre como confesión de su fracaso tras el largo camino de reflexión sapiencial. Aquí el silencio de Job se presenta como fruto de la palabra de Dios. Al reclamar un duelo con Dios, Job se había puesto a sí mismo en una situación límite y desde entonces la percepción de su indigencia le fue llevando a una soledad y desesperación cada vez mayor. En la presente teofanía, en cambio, es Dios quien conduce a Job hasta los límites de su poder de hombre, para que cese de chocar con ellos y se reconcilie con su misma limitación. Job comprende que toda la obra de Dios es potencia y cariño y que su amor a la vida garantiza su designio de salvación.

Ante Job, que ha citado tantas veces a juicio a Dios, ahora se abren dos posibilidades: replicar a Dios o callar para escuchar a Dios en la fe. Job, balbuciendo, acepta la segunda. Dios no considera blasfema la primera alternativa. Dios ha aceptado la réplica de Moisés en Rafidim por la falta de agua (Ex 17,1-7) y luego la áspera réplica por la falta de carne (Dt 1,37;3,26). Ha aceptado las amargas confesiones de Jeremías (Jr 12,1-6;15,10-12;20,7-13), la de Habacuc (Hb 1,12-2,5). Pero, ahora, Job ha encontrado a Dios y seguir la discusión no tiene sentido. Job retira todos los cargos. Job, que había amenazado a los amigos: "¿no os sobrecoge su majestad?", hace él mismo esa experiencia. Y como había aconsejado a los amigos que "callarse es lo mejor" (13,5), retira sus cargos y decide retirarse. Pero Dios no acepta la retirada. Job había propuesto: "pregunta tú y yo te responderé" (13,22). Dios ha preguntado y preguntado, pero Job no tiene nada que responder. Se excusa: "¿qué replicaré?". Dios apela a su hombría: "si eres hombre, cíñete los lomos". A Dios le queda aún algo importante que decir.

b) Creación e historia

En las largas reflexiones sobre la providencia de Dios en la creación ya aflora el tema de la acción de Dios en la historia, que explicita ahora en el segundo discurso. Los dos polos se unen y complementan mutuamente, vibran armónicamente. La creación es ya una palabra sobre el sentido del actuar de Dios en la historia. El señorío cósmico de Dios es expresión de su designio de salvación. En medio del cuadro, que muestra su providencia en la creación, Dios interpela a Job: "¿Me vas a condenar para tener tú razón?". La providencia de Dios en la creación y su justicia salvífica en la historia se abrazan. Dios, con su interpelación, invita a Job a franquear la distancia que ha puesto entre ellas. Si ya se ve reducido a sus verdaderos límites por los interrogantes indescifrables del universo, a fortiori tendrá que respetar el misterio de la acción de Dios en su vida.


Si Dios, en su primer discurso, se ha mostrado sereno, divertido y cariñoso, describiendo las obras de la creación, ahora pasa a abordar su acción en la historia. Responde así a Job que ha criticado sin cesar su actuación. Job creía que no podía tener razón más que a costa de la condenación de Dios. Dios, que le sigue hablando desde el torbellino de la tempestad, le interpela e interroga: "Ciñe tus lomos como un bravo: voy a preguntarte y tú me instruirás. ¿De verdad quieres anular mi juicio? Para afirmar tu derecho, ¿me vas a condenar? ¿Tienes un brazo tú como el de Dios? ¿Truena tu voz como la suya?" (40,7-9). ¿Tiene Job la capacidad y la fuerza de suplantar a Dios en el juicio del mundo? Si se cree capaz, que lo demuestre: "¡Ea, cíñete de majestad y de grandeza, revístete de gloria y de esplendor! ¡Derrama la explosión de tu cólera, con una mirada humilla al arrogante! ¡Con una mirada abate al orgulloso, aplasta en el sitio a los malvados! ¡Húndelos juntos en el suelo, cierra sus rostros en el calabozo! ¡Y yo mismo te rendiré homenaje, por la victoria que te da tu diestra!" (40,10-14). Dios, con benévola ironía, le invita a demostrar su poder. Que Dios ceda su honor y alabe al hombre es la distorsión de toda la piedad de Israel, que en todos sus cantos alaba la diestra de Dios como la única que puede salvar. Dios, dando la vuelta al lenguaje bíblico, muestra el desatino de la audacia de Job. Si Job no es capaz de salvarse por su propia mano, ¿no será lo más razonable y sabio la aceptación de su finitud y la acogida filial de la sabiduría de Dios? La negación de su justicia ante Dios le abrirá el acceso a la justicia de Dios.

Job no tiene un brazo potente como el de Dios. "Es incapaz de aplastar a los malvados", es decir, de realizar por sí mismo la justicia que reclama. La vanidad sí que está al alcance de Job, pero ¿está en su mano"revestirse del honor y de la majestad de Dios"? Si fuera capaz de ello, Dios no tendría más remedio que inclinarse ante el nuevo señor de la historia. Job había repetido una y otra vez que Dios regía el mundo con violencia e injustamente. ¿Se cree él capaz de hacerlo mejor? ¿Se siente con fuerza para vencer el mal destructor que surca la tierra y el mar? Job es invitado a reconocer lo infundado de sus acusaciones y a confesar la justicia de Dios, como hace el salmista: "Tú eres justo cuando hablas y recto en tu juicio" (Sal 51,6). Dios no condena la conducta de Job, pero quiere llevar a Job a renunciar a su razón, para purificar su fe. Reconocer la justicia del actuar de Dios es dejarse justificar por él.

Job ha interpelado a Dios sobre su justicia en el gobierno del mundo. El sufre sabiéndose inocente, de donde deduce que Dios lo trata injustamente. Y Job no es una excepción, ya que Dios o no distingue entre buenos y malos o favorece de hecho a los malos o se desentiende del mundo, de modo que la injusticia domina en el mundo. En tal caso mejor sería que el mundo volviese al caos. Para Job van unidos su sufrimiento inmerecido, el desorden moral del mundo y las fuerzas del caos. Partiendo de su experiencia engloba el universo y termina acusando a Dios. Dios acepta el planteamiento de Job y le responde desde el principio que tiene un designio (38,2) y que, dentro de ese plan, tiene cabida el mal y la injusticia (40,11-12). Pero él controla y domina constantemente las fuerzas del mal y del caos. La sabiduría de Dios, que se muestra en la creación, es ya expresión de su justicia. Con los símbolos del mal y del caos vencidos cotidianamente Dios muestra su justicia salvadora. La luz vence diariamente las tinieblas de la noche. Y Dios domina a los dos animales símbolo del poder caótico. Estos dos animales llenan este segundo discurso de Dios: Behemot y Leviatán. El Leviatán es uno de los monstruos marinos que resisten al poder ordenador de Dios (Is 27,1; Sal 74,14; 104,26). Los dos animales, con rasgos del hipopótamo y del cocodrilo, se cargan de valor simbólico: representan poderes sobrehumanos, hostiles al hombre y al orden del cosmos. Simbolizan las fuerzas del caos, a las que Job no puede enfrentarse y mucho menos vencer. Eso se lo reserva Dios, en el tiempo y modo que él define. Así responde a las objeciones de Job, no sólo tapándole la boca, sino mostrándole el puesto de los poderes hostiles en la creación: "Yo los he creado lo mismo que a ti" (40,15).


Ezequiel presenta al cocodrilo como animal emblemático de Egipto, agresor de pueblos, vencido por el Señor: "Aquí estoy contra ti, faraón, rey de Egipto, colosal cocodrilo acostado en el cauce del Nilo... Te clavaré arpones en las fauces, prenderé en tus escamas los peces de tu Nilo... Te echaré de comida a las fieras de la tierra y a las aves del cielo" (Ez 19,2-5). Aunque el hombre no logre dominar las fuerzas del mal, Dios las controla. A Job no lo puede salvar su diestra, Dios sí puede y quiere salvarlo.

Con la evocación de Behemot y Leviatán, los dos monstruos deformes, tipos perfectos de la pesadez el uno y de la crueldad el otro, Dios muestra a Job los vestigios del caos vencido. De este modo le hace comprender que sus reivindicaciones estaban por encima de su capacidad, abocadas por tanto al fracaso. Job no había tomado en cuenta más que su pequeño mundo familiar, sin tener en cuenta la realidad del universo. Es imposible para él cazar, domesticar y hasta simplemente impresionar a Behemot y, mucho menos, a Leviatán, "que considera el hierro como si fuera paja" (41,19). Y, sin embargo, lo que para Job es inconcebible, es sólo un juego para Dios. Dios no solamente ha creado a esos monstruos, "como a Job", sino que les ha concedido un poder indiscutible (41,19.26). Dios crea lo que quiere y sólo él sabe por qué lo hace. ¿Cómo se atreve el hombre a enfrentarse y a provocar a Dios, si tiembla ante un cocodrilo? En la creación de Dios todo es orden, medida y belleza, pero orden impenetrable, medida inconmensurable y belleza fascinante. Es el camino de la fe. Dios no explica a Job el misterio del sufrimiento mediante razonamientos, sino que le impulsa a abandonar sus pretensiones de encerrar a Dios en sus razonamientos.

Job, pequeño y asustado, asiste al espectáculo de Behemot y del Leviatán, cuya fuerza destructora sólo Dios puede dominar y vencer. Reconocer el dominio de Dios sobre el mal es aceptar la salvación sólo de él. En Dios puede descansar, recobrando la paz. Dios, enfrentado directamente el planteamiento de Job, lo desafía a gobernar el mundo mejor que él. La inocencia proclamada de Job no implica la culpa de Dios. ¿Es necesario condenar a uno para absolver al otro? Dios rechaza el planteamiento de los amigos, que acusan a Job para justificar a Dios, y el de Job, que acusa a Dios para salvar su inocencia. Dios declara justo a Job, sin que esto implique su propia culpa. Dios no suprime a los animales nocivos, no suprimirá a Behemot y Leviatán, no ha suprimido a Satán. ¿Pretende hacerlo Job? ¿Es capaz de hacerlo? ¿Es conveniente hacerlo? Con ironía Dios invita a Job a hacer de Dios y él le cantará un himno de alabanza: ¡Cíñete de majestad y de grandeza, revístete de gloria y de esplendor! ¡Derrama la explosión de tu cólera, con una mirada humilla al arrogante! ¡Con una mirada aplasta a los malvados! "Entonces ¡yo mismo cantaré tu alabanza: ¡Tu diestra te ha dado la victoria!".


Jeremías, en una de sus confesiones, pide cuentas a Dios por no destruir a los malvados: "no me dejes perecer por tu paciencia". Jeremías ha sido fiel a la misión que Dios le ha confiado, pero le parece que Dios no lo es con él, pues tratando con indulgencia a sus perseguidores le hace sufrir injustamente, siendo él inocente. Acabar con los malvados cuanto antes es la súplica también del salmista "para liberar a la Ciudad del Señor de todos los pecadores" (Sal 101,8). El hombre, en su pequeñez, incapaz de librarse de las pequeñas serpientes del desierto (Nm 21,4-9), se cree siempre más inteligente que Dios y desea darle lecciones. En el fondo no soporta la libertad; queriendo eliminar el mal, lo único que suprime es la libertad. San Agustín, comentando el salmo 122, dice: "El hombre se siente justo frente a Dios. Es rico, tiene el pecho lleno de justicia. Le parece que Dios obra mal y piensa ser justo. Y si le encargaras de timonear la nave, naufragaría con ella. Quiere desbancar a Dios del gobierno del mundo y tomar él el timón de la creación, repartiendo a todos dolores y gozos, castigos y premios. ¡Pobre alma!". La justicia de Dios siempre es sorprendente. Siempre sorprende su bondad gratuita: "¿Es que va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?" (Mt 20,15). El hombre se parece siempre al profeta Jonás. Cuando, al final de proclamar sus amenazas contra Nínive, espera con regusto la aniquilación de la ciudad enemiga, no soporta que Dios no cumpla su palabra, protesta contra la misericordia de Dios. Con ironía Dios debe darle la lección del ricino (Jon 4).

Job, oponiéndose a sus amigos, inconscientemente había caído en las redes de su lógica: "Yo soy inocente y, por tanto, Dios sólo se me puede mostrar por la vía de la felicidad". Esta lógica retribucionista y mecánica cae por tierra ante la aparición de Dios. A Job se le caen, como a Pablo, las escamas de los ojos fariseos y puede ver a Dios. Dios, en su libertad, puede acercarse al hombre en el camino de Damasco, cuando está respirando violencia y maldad, y puede llegar hasta el hombre en el camino del sufrimiento. El sufrimiento entra en el designio de Dios como camino de salvación. Job es la invitación a romper todas las imágenes falsas de Dios, hechas siempre a nuestra medida.

Job, al intuir el cambio de la manifestación de Dios, intentó bloquearla. Sus protestas de inocencia han sido una llamada a Dios para que volviera a manifestar su benevolencia inicial. Pero Dios ha seguido con Job el itinerario de la fe. Dios deseaba que Job aceptase que su inocencia o justicia no son bienes por los que pueda reivindicar algo de Dios. El amor y benevolencia de Dios son siempre dones gratuitos. También la forma nueva de presencia de Dios en su vida es un don. Dios no obliga a Job a confesarse pecador, pero lo invita a reconocer que su fe y su justicia no le dan derecho a forzar el amor de Dios. Dios, incluso después de la confesión de Job: "ahora te han visto mis ojos", permanece oculto en su transcendencia. Dios es Dios. Más que una teofanía de Dios, Job recibe una palabra de Dios. Es una palabra que no desvela el misterio de Dios. Es una palabra que celebra la libertad de Dios creador y su amor salvador. Dios libera a Job de la idolatría de una imagen, revelándose a través de la libertad inaferrable de la palabra y del amor.

c) Yo te conocía sólo de oídas

Job y los amigos hablan, pero no se hablan. Ninguno escucha al otro. Dios y Job se hablan. Dios habla a Job, Job le escucha y le responde. Dios, ante los reproches de Job, se presenta ante él: "¿Quien es éste que empaña el consejo con razones sin sentido?" (38,2). Job, ante la revelación de Dios, queda sin palabra, se tapa la boca con la mano (40,3-4). Pero Dios, con su palabra, suscita en Job una palabra de respuesta auténtica. Job comienza por confesar: "Era yo quien empañaba el consejo con razones sin sentido" (42,3). Dios acepta y suscita el diálogo con el hombre contrito y humillado. Job puede presentarse ante Dios reconociendo su nada y su pecado: "Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me transcienden. Ahora sé que eres todopoderoso y ningún plan te es irrealizable" (42,1-3). Job se abre a la fe de Abraham: "¿Hay algo imposible para el Señor? (Gn 18,14), a la fe de María, que experimenta que "ninguna cosa es imposible para Dios" (L.c. 1,37). Y Job ríe como Abraham, ve la gloria de Dios, recibe el hijo de la fe: "Yo te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos" (42,5).

Job confiesa su ignorancia. Y su ignorancia le abre los ojos para ver a Dios como creador amoroso y como salvador: "Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza" (42,5-6). Ahora, sin las escamas de lo que había oído de Dios, Job ve a Dios "con los ojos iluminados del corazón" (Ef 1,18), entrando en comunión de amor con él. La experiencia personal de Dios borra todos sus interrogantes.


Lo que Job no ha encontrado en los amigos lo ha encontrado en Dios. En medio de los reproches ha encontrado comprensión, compasión y razones persuasivas. Con su intervención Dios no justifica legalmente a Job, pero lo admite en la intimidad del diálogo con él. Este es el triunfo del despojamiento de sí mismo y de toda autojustificación. Dios habla al hombre a través de la evocación de la creación, que muestra el amor, la sabiduría y la transcendencia de Dios. El acto creador de Dios es su primer acto salvífico. Dios crea los seres con un designio y lleva a cumplimiento su plan misterioso con libertad y fidelidad. El Dios creador es el Dios salvador. El sufrimiento no queda fuera de su designio. En el designio creador de Dios Job descubre su rostro.

Los discursos de Dios responden al deseo más profundo de Job. A Job le basta con haber visto y escuchado la voz de Dios. Lo demás no cuenta. Su dolor queda sumergido y apagado en la cercanía de Dios. Oír a Dios le reconcilia con su historia. En el esplendor de la creación, mostrada por Dios, Job contempla la verdadera imagen de Dios. Su sabiduría, poder y justicia resplandece en la naturaleza y su resplandor ilumina la vida del hombre. Job se convierte a Dios, se recoge en un silencio de reverencia, se distancia de sí mismo y se ve como Dios lo ve. Job llega a la fe a través del ateísmo. Ateísmo es la negación del teísmo, el rechazo de la imagen racional de Dios. La imagen humana de Dios es siempre un ídolo, no es el "Dios verdadero" (Jn 17,3). A los primeros cristianos les condenaron a muerte como "ateos". Y proclama san Justino: "Nos llaman ateos y ciertamente lo confesamos: nosotros somos ateos de esos falsos dioses".

Sólo esta palabra de Dios logra disolver la angustia de Job. El justo doliente se ve invitado a inclinarse ante la mano potente y protectora de Dios y a dejarse llevar por ella en el diálogo de la fe. Dios condesciende con la debilidad de Job. Se equivocó al exigir la manifestación de Dios, pero acertó al seguir esperando y aguardando que Dios hablara. Dios ha hablado y le ha revelado no sólo quién es Dios, sino también quien es Job. Ahora Dios puede callarse de nuevo. Job lo ha visto y esto le basta. Ahora puede callarse también Job; su silencio es el mejor lenguaje de su fe.

El salterio es el libro de oración del creyente en Dios. El creyente vive toda su vida de cara a Dios. El llanto y el canto de alegría sale de su boca, buscando el oído de Dios. Los lamentos llenan el salterio. El enemigo circunda al creyente a lo largo de su vida. El enemigo puede ser una enfermedad que amenaza la vida (Sal 6; 22; 38; 88; 102), una tragedia nacional o la pesadilla de un proceso que puede terminar con una condena capital. El enemigo, símbolo del mal, hace que el orante se sienta como una ciudad sitiada por un ejército hostil (Sal 3,7; 27,3; 55,19); otras veces, sirviéndose de la imagen de la caza, se siente como la pieza seguida, alcanzada, aplastada contra el suelo (Sal 7,6; 31,5; 35,7-8; 57,7); a veces se siente abandonado ante al fauces del león que lo quiere despedazar (Sal 7,3; 22,14; 35,21; 27,2). El enemigo puede ser también un pecado, que separa al creyente de Dios, haciéndole experimentar la tragedia del silencio de Dios (Sal 6; 38; 51). Ante el peligro, del fondo del corazón del orante surge la pregunta de Job: "¿Por qué? o ¿hasta cuando?" (Sal 6,4; 13,2-3; 35,17; 42,10; 90,13). En el grito, que suena como una acusación a Dios, se da el encuentro con Dios. El grito se hace diálogo personal con Dios. El orante, desde su experiencia del dolor, puede decir con Job: "Ahora te han visto mis ojos".


Job había pedido encontrar a Dios "para defenderse en su presencia; eso sería ya mi salvación, pues el impío no comparece ante él" (13,15-16). Desde lo hondo de su angustia había suspirado: "¡Ojala supiera cómo encontrarlo, cómo llegar a él" (23,3). Dios se lo ha concedido, manifestándose en la tormenta, y Job lo reconoce: "te han visto mis ojos". Y no se trata sólo de visión, sino de encuentro y compañía. Job hace la experiencia del orante del salmo 73, en el que se enfrentan la prosperidad de los malvados y el sufrimiento del orante, que conoce y confiesa su inocencia. La realidad le ha puesto en peligro de flaquear en su fe, ha querido comprender y resolver el enigma a fuerza de reflexión, hasta que confiesa su fracaso. En ese momento Dios lo invita a subir a su punto de vista elevado, para divisar el destino de los malvados. Y lo invita sobre todo a experimentar la incomparable e inefable compañía de Dios. Como Job, puede proclamar: "para mí lo bueno es estar junto a Dios". Job, lo mismo que Jacob, sale cojeando de la lucha con Dios, pero contento "porque he visto a Dios y he quedado con vida" (Gn 32,31). En la aparición de Dios, Job acepta el puesto de hombre, acogiendo a Dios como Dios, entregándose a su designio, aunque diste de sus pensamientos como el cielo de la tierra. Job puede confesar con el salmista: "en esto reconozco que me amas" (Sal 41,2), "reconozco que con razón me hiciste sufrir" (Sal 119,75), "yo sé que el Señor es grande" (Sal 135,5).

En la intervención de Dios, Job ha descubierto su ignorancia y el límite de su capacidad. Podría orar: "No pretendo grandezas que superan mi capacidad" (Sal 139,6), "tanto saber me sobrepasa, es sublime y no lo abarco" (Sal 139,6). En la teofanía y en la palabra, Job se ha encontrado con Dios y esa profunda experiencia acalla todos sus deseos: "yo mismo lo veré, mis propios ojos lo verán" (19,27). "Porque el Señor es justo y ama la justicia, los justos verán su rostro" (Sal 11,7), "yo, por mi justicia, veré tu rostro; al despertar me saciaré de tu semblante" (Sal 17,15). Job, encontrándose con Dios, supera la imagen limitada de Dios. Dios era un tema de discusión en la boca de los amigos, ahora es uno con quien se encuentra personalmente. El gesto de luto (2,8.12) se ha transformado en gesto de penitencia: "Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento, echándome polvo y ceniza" (42,5-6). Como a los grandes creyentes (Gn 32,11; Ex 3,11; Is 6,5; Jr 1,6), el encuentro con su Dios le ha enseñado la humildad. Renuncia a proseguir su debate: "Yo que soy tan poca cosa, ¿cómo podría replicar?". Sin retórica y sin imágenes, con pudor, motiva su resolución con dos descubrimientos que acaba de hacer: su ignorancia sobre la creación y su desconocimiento de Dios.


Dios ha repetido a Job una pregunta: ¿Qué es lo que sabes, qué es lo que conoces? Job, con la humildad de la verdad, responde: "Sé que lo puedes todo: ningún proyecto te es irrealizable. Sí, he hablado de maravillas que no entiendo, que me superan y que no conocía" (42,2-3). Job confiesa que no hay nada imposible para Dios. Es la afirmación de Dios a Abraham después de la risa de Sara ante el anuncio de la concepción de un hijo en su ancianidad. Es lo que proclama Zacarías ante las dudas que el Resto de Israel abriga sobre su salvación: "Así dice Yahveh Sebaot: Si ello parece imposible a los ojos del Resto de este pueblo, en aquellos días, ¿también a mis ojos va a ser imposible? He aquí que yo salvo a mi pueblo del país del oriente y del país donde se pone el sol; voy a traerlos para que moren en medio de Jerusalén. Y serán mi pueblo y yo seré su Dios con fidelidad y con justicia" (Za 8,6-8). Es lo que el ángel proclamará ante María, al anunciarla que Isabel, la estéril, ha concebido un hijo en su vejez: "Porque nada es imposible para Dios" (L.c. 1,37). Es la experiencia de todo creyente que deja a Dios actuar en su vida. La acción de Dios oculta maravillas, que desbordan no sólo las fuerzas del hombre, sino incluso lo que el hombre puede imaginar. Dios puede llevar a cabo un plan rico de sentido, sin que el hombre, en su limitación, descubra en él más que enigmas: "Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y ante el Señor hallarás gracia. Pues grande es el poderío del Señor, y por los humildes es glorificado. No busques lo que te sobrepasa, ni trates de escrutar lo que excede tus fuerzas. Lo que se te encomienda, eso medita, que no te es menester lo que está oculto. En lo que excede a tus obras no te fatigues, pues más de lo que alcanza la inteligencia humana se te ha mostrado ya. Que a muchos descaminaron sus prejuicios, una falsa ilusión extravió sus pensamientos" (Si 3,18-24). Job ahora puede proclamar con el salmista: "Yahveh, no es ambicioso mi corazón, ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas ni prodigios que me vienen anchos, sino que acallo y modero mis deseos, como niño amamantado en el regazo de su madre. ¡Como niño amamantado está mi alma en mí!" (Sal 131). El sufrimiento, por muy incompresible que resulte para el hombre, siempre tiene un sentido oculto en Dios: "Ciencia misteriosa es para mí, demasiado alta, no puedo alcanzarla" (Sal 139,6).

El grito de Job, que invoca un defensor, un redentor, es escuchado por Dios, que se encarna en Cristo y carga con el dolor el hombre: "Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré" (Mt 11,28). Job no se resigna ante el mal y el sufrimiento de su vida, sino que se abandona existencialmente en Dios: "Yo sé que mi Redentor vive" (19,29). Job, como Cristo, llega a la perfección por el sufrimiento (Cf Hb 2,10;5,9).Ahora te han visto mis ojos. Dios se muestra en Cristo. El dolor y la vida se comprenden viendo a Dios en el dolor: contemplando a Cristo traspasado.

d) Job ha visto a Dios y eso le basta

Job comprende la diferencia entre su fe inicial y la fe adulta, fruto de la experiencia personal del encuentro con Dios: "De oídas había tenido referencias de ti, pero ahora te han visto mis ojos". Por mucho que se opusiera a la teología de los amigos, también Job era prisionero de los mismos esquemas. También su imagen de Dios falseaba su realidad. También él esperaba que Dios recompensaría su fidelidad con una felicidad estable. También él juzgaba el sufrimiento como un rechazo por parte de Dios. También él juzgaba las intenciones de Dios según criterios de justicia humana. Pero ahora ha visto a Dios, en un cara a cara tan íntimo y personal, que sobrepasa cuanto esperaba de él.

Exteriormente no ha cambiado nada. Job no ha dejado aún el estercolero; pero la palabra viva de Dios ha lavado sus ojos y ahora lo ve todo distinto. Lo mismo que Isaías descubre, ante la gloria de Dios, que es un hombre "de labios impuros" (Is 6,4), también Job se sitúa ahora en su verdadero lugar en el universo y en el plan de Dios. Puede reconocer su ignorancia y su culpa. Acabado el torbellino de sus preguntas, Job ha sabido escuchar las de Dios. Su última respuesta, tan grande como las dos del prólogo, está cargada ahora con toda la densidad y el peso de su madurez en la fe. El silencio de ahora no es el silencio del principio. El silencio actual es el silencio de aceptación total del misterio de la libertad de Dios. Job ahora sabe que no sabe, reconoce que Dios lo puede todo y que no alberga en su corazón sino designios de amor para el hombre. Ha visto a Dios y se ha hecho la luz en su ser.


Al final de su largo monólogo, Job aguardaba a Dios en pie, "como un príncipe" (31,37). Ahora, con la humildad de la verdad, le acoge postrado sobre el polvo y la ceniza: "Ahora te han visto mis ojos, por eso me retracto y me arrepiento sobre el polvo y la ceniza" (42,6). La visión de Dios, la experiencia de su presencia y de su fidelidad, es lo que lleva a Job al arrepentimiento. ¿De qué se arrepiente? No de pecados que hubiera cometido antes de la prueba, de los que Dios nunca le ha acusado. Pero acaba de tomar conciencia, frente al Dios vivo y operante, del orgullo que se le ha subido al corazón al mismo tiempo que el sufrimiento. Es un pecado nuevo que acaba de nacer ante sus ojos a la luz de Dios. Un pecado más radical que todos los pecados de que le han acusado los amigos, ya que consiste en haber querido ocupar el lugar de Dios como norma del mundo y de la historia. Job se ha acercado al árbol prohibido (Gn 3,6), arrogándose el derecho de criticar la sabiduría de Dios y deseando ser él quien decidiera el bien y el mal. Dios le ha abierto los ojos y Job se ha visto desnudo. Pero Dios le ha mostrado su pecado con el humor suficiente para borrar la angustia del corazón.

El pecado se descubre desde el perdón y por ello el Credo cristiano confiesa: "creo en el perdón de los pecados". El perdón es el don que permite reconocer y confesar el pecado. Donde no hay perdón, no puede haber confesión del pecado y, por ello, el pecado -germen de muerte- "permanece" (Jn 9,41). La palabra del perdón, en cambio, lleva a la experiencia gozosa de la conversión. El pecado confesado se transforma en celebración de las maravillas de Dios. Sin Dios, el hombre no encuentra salida a su culpa. De aquí su intento vano en negarla y autojustificarse con excusas y acusaciones a los demás. Pero su salvación no está en la conquista del amor de sí mismo por la propia absolución, en la que no puede creer. No es la conquista del amor, sino la acogida del amor la que libera y salva al hombre de su culpa. Sólo cuando escucha de la boca de Dios la palabra del perdón, se siente vivo, reconciliado, capaz de comenzar de nuevo la historia.

Aquí radica el drama de nuestro mundo. Hoy se ha perdido el sentido del pecado, con lo que se ha agudizado el sentido de culpabilidad. El reconocimiento del pecado lleva a la experiencia de la alegría en el perdón, como vivencia del amor gratuito, el único amor liberador del hombre. La experiencia oculta de culpabilidad, en cambio, se abre cauces oscuros en la existencia humana en forma de tristeza, miedos, desesperación, sensación de absurdo de la vida, náusea de todo, aburrimiento, depresión, con todas las expresiones de violencia contra uno mismo y contra los demás. Frente a esta situación, la buena nueva del "perdón de los pecados", que supone el reconocimiento y confesión del propio pecado, libera al hombre en su interior y le abre a la relación auténtica con el mundo y con los demás. La actitud farisea de autojustificación, y la consiguiente condenación de los demás, no produce mas que una tapadera del mal, que desde dentro destruye al hombre; pues el "sepulcro blanqueado" no impide la corrupción interior.

El pecado sitúa al hombre fuera del diálogo esponsal de Dios, llevándole a experimentar la soledad existencial y la ruptura con Dios, con el mundo y con los otros. Todo se vuelve oscuro y hostil. Y esta situación es irreversible para el hombre. Sólo puede encontrar la comunión con la creación y con la historia restableciendo el diálogo con Dios, Creador y Señor de la historia. Firme en esta fe, el creyente sabe que con su pecado no ha terminado su vida, aunque sufra las consecuencias de la muerte, paga de su pecado. El pecado vivido ante Dios posibilita el comienzo de una nueva vida. Dios Creador puede volverla a crear, "volviendo su rostro al pecador" que se pone ante El como muerto, incapaz de darse la vida. Dios, en su fidelidad misericordiosa, inicia de nuevo con él la historia de salvación.


Al restablecerse en Cristo la relación confiada con Dios, el hombre experimenta la liberación del miedo, pudiendo salir de sí mismo y abrirse al otro, restablecer la comunión con los demás. El hombre, que conoce el perdón, no necesita excusar su pecado y acusar al otro, culpar a los demás de sus males. Como dice Soren Kierkegaard, el reconocimiento de Dios y la conciencia del pecado van inseparablemente unidas. Una y otro nos hacen bajar del mundo de nuestra fantasía al suelo de la realidad. Quien se acusa y confiesa encuentra la verdad. Quien encubre y niega, se condena a la apariencia, que vacía y envilece. Y como tal encubrimiento y envilecimiento superan la capacidad del hombre, terminan engendrando desesperación. El acto de fe, la confesión del propio pecado, la conciencia de la gloria de Dios y de qué glorioso es ser hombre han ido siempre juntos. La fe supera el estadio ético, colocando al hombre ante Dios. La experiencia de su finitud e impotencia le abre a la esperanza en Dios, para quien todo es posible. El creyente se aventura a saltar a Dios desde la no fiabilidad de sí mismo, poniendo en él toda su confianza.

Job perdiéndose se reencuentra, porque Dios, acogido en la fe, le desvela el misterio de sí mismo. Dios, en el momento en que manifiesta su proximidad y ternura, no abdica de su transcendencia, pero engrandece a Job permitiendo que le vea con los ojos de la fe. El dolor, o el silencio de Dios, no vela ya su amor. Job, antes de que cambie nada en su vida, calla: ha visto a Dios y eso le basta.


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