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SOBRE LAS SIETE PALABRAS PRONUNCIADAS POR CRISTO EN LA CRUZ: Quinta Palabra

San Roberto Belarmino.
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Tengo sed

 

CAPÍTULO VII Explicación literal de la quinta Palabra: “Tengo sed”

CAPÍTULO VIII El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

CAPÍTULO IX El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

CAPÍTULO X El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

CAPÍTULO XI El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz

 


CAPÍTULO VII Explicación literal de la quinta Palabra: “Tengo sed”

La quinta palabra que encontramos en San Juan es “tengo sed”. Pero para entenderla tenemos que anadir las palabras precedentes y subsiguientes del mismo evangelista. “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: "Tengo sed". Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca”[204]. El significado de estas palabras es que nuestro Senor deseaba realizar todo lo que sus profetas, inspirados por el Espíritu Santo, habían predicho sobre su vida y muerte. Ya todo se había realizado, excepto el haber mezclado hiel con lo que iba a beber, de acuerdo a lo que está en el salmo sesenta y nueve: “Veneno me han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre”[205] . Por eso, para que la Escritura se realice, es que gritó con fuerte voz: “Tengo sed”. Pero zpor qué para que fueran cumplidas la Escrituras? zPor qué no más bien porque realmente estaba sediento y quería calmar su sed? Un profeta no profetiza con el propósito de que se cumpla aquello que predice, sino profetiza porque ve que aquello que profetiza se va a cumplir, y por eso lo predice. Consecuentemente el hecho de prever o de predecir algo no es el motivo para que esto ocurra, más bien, el evento que va ocurrir es la causa por la que puede ser prevista o predicha.

Aquí tenemos abierto, ante nuestra vista, un gran misterio. Nuestro Senor sufrió desde el comienzo de la crucifixión una sed de lo más dolorosa, y esta sed siguió creciendo, de tal forma que se convirtió en uno de los dolores más intensos que tuvo que soportar en la Cruz, pues el derramamiento de una gran cantidad de sangre seca a la persona, produciendo una violenta sed. Yo mismo una vez conocí un hombre que tenía varias heridas y consecuentemente había perdido mucha sangre, y que solo pedía algo para beber, como si no le importaran sus heridas, sino solo su terrible sed. Lo mismo es relatado de San Emeramo, mártir, quien estaba atado a una estaca, cruelmente torturado, y de lo único que se quejaba era de la sed. Pero Cristo había sido arrastrado de un lado al otro por la ciudad, y desde la flagelación en la columna, había sangrado copiosamente esa sangre que durante la crucifixión fluía de su cuerpo, como de cuatro fuentes, y este desangramiento continuó por varias horas. zNo habrá experimentado una sed violentísima? Sin embargo, soportó esta agonía por tres horas en silencio, y lo pudo haber soportado hasta la muerte, que estaba tan próxima. zEntonces, por qué se mantuvo silente sobre este asunto durante tanto tiempo, y al momento de la muerte, pronunció su sufrimiento clamando, “?Tengo sed!”? Porque era la voluntad de Dios que todos nosotros sepamos que su Hijo único había sufrido esta agonía. Y así nuestro Padre celestial quiso que sea predicho por sus profetas, y también quiso que nuestro Senor Jesucristo, para dar un ejemplo de paciencia a sus fieles seguidores, reconociera que sufrió esa intensa agonía al exclamar “Tengo sed”. Esto es, todos los poros de mi cuerpo están cerrados, mis venas están resecas, mi paladar está reseco, mi garganta esta reseca, todos mis miembros están resecos. Si alguien desea aliviarme, deme algo de beber.

Consideremos ahora, qué bebida le fue ofrecida por los que estaban cerca a la Cruz. “Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron una esponja a una rama de hisopo empapada en vinagre y se la acercaron a la boca”. ?Oh, qué consolación! ?Qué alivio! Había allí una vasija llena de vinagre, una bebida que tiende a hacer que las heridas duelan y que apura la muerte. Por este motivo estaba ahí, para hacer que los que estaban crucificados mueran más rápidamente. Al tratar ese punto San Cirilo dice con razón, “En vez de algo refrescante y aliviante, le ofrecieron algo que era doloroso y amargo”. Y si consideramos lo que San Lucas escribe en el Evangelio, todo esto se vuelve todavía más probable: “También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre”[206]. A pesar de que San Lucas dice esto de nuestro Senor justo después de que fue clavado a la Cruz, no obstante podemos creer piadosamente que cuando el soldado lo escuchó exclamar, “Tengo sed”, le ofrecieron el vinagre por medio de la misma esponja y rama que burlándolo ya le habían ofrecido. Concluimos que al principio un poco antes de su crucifixión le presentaron vino mezclado con hiel, y al poco tiempo de la muerte le dieron vinagre, una bebida de lo más desagradable para un hombre en agonía, para que la pasión de Cristo sea de comienzo a fin una autentica y real pasión que no admitía consolación.

[204] Jn 19,28-29.
[205] Sal 69,22.
[206] Lc 23,36.




CAPÍTULO VIII
El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
El Antiguo Testamento es comúnmente interpretado por el Nuevo Testamento, pero en relación a este misterio de la sed del Senor, las palabras del Salmo sesenta y nueve pueden ser consideradas como un comentario al Evangelio. Pues, de las palabras del Evangelio no podemos decidir con certeza si los que le ofrecieron vinagre al Senor sediento lo hicieron para aliviarlo, o para agravarle su agonía. Esto es, no sabemos si lo hicieron por un motivo de amor o de odio. Con San Cirilo, estamos inclinados a creer en el segundo motivo, pues las palabras del salmista son muy claras para requerir una explicación. Y de estas palabras podemos sacar una lección: aprender a tener sed con Cristo de aquellas cosas de las que podamos estar sedientos con provecho. Esto es lo que dice el salmista: “Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno. Veneno me han dado por comida, en mi sed me han abrevado con vinagre”[207]. Y así, los que un poco antes de la crucifixión le dieron al Senor vino mezclado con hiel, de la misma manera que los que le ofrecieron a nuestro Senor crucificado vinagre, representan a los que reclama cuando dice: “Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno”.

Pero tal vez alguien podría preguntar: zNo se afligieron con Él auténticamente y de corazón, su Santísima Virgen Madre, y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena, y el apóstol San Juan, que estaban al pie de la Cruz? zNo se afligieron realmente con Él, lamentando su suerte, aquellas santas mujeres que siguieron al Senor hasta el monte Calvario? zNo estaban los apóstoles en un estado de tristeza durante todo el tiempo de su pasión, como predicó Cristo: “En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará”?[208] Todos estos se afligieron y realmente se afligieron, pero no se afligieron junto con Cristo, pues el motivo y causa de su tristeza era bien distinta del motivo y causa de la tristeza de Cristo. Nuestro Senor dijo: “Espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno”. Ellos se lamentaban por el sufrimiento corporal y muerte de Cristo. Pero Él no se lamentó de esto más que por un momento en el jardín, para probar que realmente era un hombre. zNo había dicho: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”[209]; y nuevamente: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre”?[210] Entonces, zcuál fue la causa de la tristeza de nuestro Senor en la que no encontró nadie que lo acompanará en su pesar? Era la perdida de las almas por las que estaba sufriendo. Y zcuál era la fuente de consuelo que no pudo encontrar en nadie, sino la cooperación con él en la salvación de aquellos que tan ardientemente esperaba? Esto era la único alivio que anhelaba, esto deseaba, estaba hambriento, sediento de esto, pero le dieron hiel por comida y le dieron vinagre por bebida. El pecado está representado por la amargura de la hiel, que nada puede ser más amargo para el gusto. La obstinación del pecado esta representado por la acidez y el agresivo hedor del vinagre. Entonces, Cristo tenía una auténtica causa para su tristeza cuando vio por ladrón convertido, no sólo otro que permaneció en su obstinación, sino aparte innumerables otros; cuando vio que todos sus apóstoles se escandalizaron de su Pasión, que Pedro lo había negado, que Judas lo había traicionado.

Si alguien desea confortar y consolar a Cristo hambriento y sediento en la Cruz, lleno de pena y pesar, que primero se manifieste verdaderamente penitente, déjenlo detestar sus propios pecados, y entonces junto con Cristo, déjenlo tener un hondo pesar en sus corazón, porque tan gran número de almas mueren diariamente, a pesar de que todas podrían ser fácilmente salvadas si sólo utilizaran la gracia que Él ha comprado para ellos al redimirlos. San Pablo era uno de esos que se afligía con el Senor, cuando en la Carta a los Romanos dice: “Digo la verdad en Cristo, no miento, --mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo--, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, los israelitas, de los cuales es la adopción filial”[211]. Con esta máxima, no pudo el apóstol mostrar con mayor intensidad su ardiente deseo de la salvación las almas: “Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo”. Quiere decir, según lo que dice San Juan Crisóstomo, en su obra sobre la compunción del corazón, que se sentía tan excesivamente afligido por la maledicencia de los Judíos, que quería, si fuese posible, ser separado de Cristo, por el bien de su gloria[212]. No deseaba ser separado del amor de Cristo, pues sería contradictorio con lo que dice en otra parte de la misma epístola: “zQuién nos separará del amor de Cristo?”[213], sino de la gloria de Cristo, prefiriendo ser privado de la participación en la gloria de su Salvador a que su Senor sea privado del fruto adicional de su Pasión, que vendría de la conversión de tantos miles de judíos. Él verdaderamente se afligió junto con el Senor y consoló el pesar de su divino Maestro. Pero zcuán escasos son los imitadores de este gran apóstol hoy en día? Primeramente, muchos pastores de almas están más afligidos si se reducen o pierden las rentas de la Iglesia que si un gran número de almas se pierde por su ausencia o negligencia. San Bernardo dice, refiriéndose a algunos: “soportamos el detrimento que Cristo sufre con más ecuanimidad que lo que deberíamos soportar nuestra propia pérdida. Balanceamos nuestros gastos diarios con la entrada diaria de nuestras ganancias, y no sabemos nada de la perdida que ocurre en el rebano de Cristo”[214]. No es suficiente que un obispo viva santamente, y se empene en su conducta privada a imitar las virtudes de Cristo, a no ser que se empene para que los que estén en sus manos, o mejor dicho sus hijos, sean santos, y trate de guiarlos, haciendo que sigan los pasos de Cristo hacia el gozo eterno. Entonces, que los que desean sufrir con Cristo, giman con Cristo, y para compadecerse de Él, cuiden su rebano, nunca desamparen sus ovejas, más bien diríjanlas por la palabra y guíenlas con su ejemplo.

Cristo también puede reclamar razonablemente de los laicos, por no afligirse con el ni aliviarlo. Y si cuando estaba colgado de la Cruz, expresó su pesar por la perfidia y la obstinación de los Judíos, por quienes su esfuerzo se perdió, por quienes su tormento fue ridiculizado, y por quienes la preciosa medicina de su sangre fue desperdiciada insanamente. ?Cómo será esa expresión observando, no desde la Cruz, sino desde el cielo, a aquellos que creen en Él, y no lucran nada de su pasión, pisan su preciosa sangre y le ofrecen hiel y vinagre al aumentar diariamente sus pecados, sin pensar en el juicio final o temer el fuego del infierno! “Se produce alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”[215]. Pero zno es acaso esta alegría transformada en tristeza, leche en hiel, y vino en vinagre, que los que por la fe y el bautismo han nacido en Cristo, y que por el sacramento de la reconciliación han resucitado de la muerte a la vida, si en poco tiempo vuelven a matar su alma al recaer en pecado mortal? “La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al nino, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo”[216]. Pero zacaso no es doblemente afligida la madre si el hijo muere inmediatamente después del nacimiento o nace ya muerto? Tantos trabajan por su salvación confesando sus pecados, tal vez incluso ayunando y dando limosna, pero su afán es en vano y nunca obtienen el perdón de sus pecados, pues tienen una falsa conciencia o son responsables de una ignorancia culpable. Estos trabajos, y el trabajo inútil zno es a caso una aflicción doble para ellos mismos y para sus confesores? Tales personas son como enfermos que aceleran su muerte usando una medicina amarga que esperan que los cure. O como un jardinero que soporta gran sufrimiento por sus vinedos y tierras y que pierde todos los frutos de su cuidado por una tormenta repentina. Estos son los males que debemos deplorar, y cualquiera que gima y que es afligido con Cristo en la Cruz, y cualquiera que se empene con toda su fuerza en aminorarlos, alivia las penas y el pesar de nuestro Senor crucificado, y participará con Él en el gozo del cielo, y reinará para siempre con Él en el reino de su Padre celestial.

[207] Sal 68 ,21-22.
[208] Jn 16,20.
[209] Lc 22,15.
[210] Jn 14,28.
[211] Rom 9,1-4.
[212] Libro I, homilía 18.
[213] Rom 8,35.
[214] "De Consider." Libro IV, Capítulo 9.
[215] Lc 15,10.
[216] Jn 16,21.



CAPÍTULO IX
El segundo fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Cuando medito atentamente sobre la sed que soportó Cristo en la Cruz, se me ocurre otra consideración muy útil. Me parece que nuestro Senor ha dicho, “Tengo sed”, en el mismo sentido en que se dirigió a la Samaritana, “Dame de beber”. Pues al desvelar el misterio que contienen estas palabras, también dijo: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”[217]. Pero, zcómo podía tener sed aquel que es la fuente del agua viva? zNo se refiere a sí mismo cuando dice: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba?”[218]. Y, zno es Él la roca a la cual el apóstol se refiere cuando dice: “y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo”[219]. En fin, zno es Él que se dirige a los Judíos por la boca del profeta Jeremías: “a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen?”[220]. Entonces, me parece que nuestro Senor desde la Cruz, como desde un trono elevado, mira a todo el mundo que está lleno de hombres que están sedientos y exhaustos, y por lo reseco que está, tiene piedad de la sequía que soporta la humanidad, y grita, “Tengo sed”. Esto es, estoy sediento por la sequedad y aridez de mi Cuerpo, pero esta sed pronto se terminará. Sin embargo, la sed que sufro por el deseo de que los hombres empiecen a conocer por la fe que soy el auténtico manantial de agua viva y que se acerquen y beban es incomparablemente mayor.

?Oh, qué felices seríamos si escuchásemos con atención las palabras que nos está dirigiendo la Palabra encarnada! zNo tiene sed casi todo hombre, con la ardiente e insaciable sed de la concupiscencia, que por las aguas turbias y pasajeras de las cosas temporales y corruptibles, que son considerados bienes, tales como el dinero, el honor, y los placeres? Y, zquién ha escuchado las palabras de su maestro, Cristo, y ha probado el agua viva de la sabiduría divina, que no se haya sentido abominado por las cosas mundanas, y empezado a aspirar las celestiales? zQuién ha puesto a un lado el deseo de adquirir y acumular las cosas de este mundo y ha empezado a aspirar y desear por las celestiales? Esta agua viva no brota del mundo, más bien baja del cielo. Nuestro Senor, que es el manantial de agua viva, nos lo va dar si es que le pedimos con oraciones fervientes y copiosas lagrimas. No solo va eliminar toda ansiedad por las cosas mundanas, sino que también va a ser nuestra fuente infalible de comida y bebida en nuestro exilio. De este modo habla Isaías: “todos los sedientos, id por agua,” y para que no pensemos que esta agua es preciosa y querida, anade: “venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche”[221]. Dice que es un agua que tiene que ser comprada, pues no puede ser adquirida sin esfuerzo, y sin tener la adecuada disposición para recibirla, pero no es comprada con plata o por intercambio, pues es entregada gratuitamente, pues es invalorable. Lo que el profeta en una línea llama agua, en la próxima llama vino y leche, pues es tan eficaz que contiene las cualidades del agua, vino y leche.

La verdadera sabiduría y caridad se entienden como agua, pues refresca el corazón de la concupiscencia, se entienden como vino pues calienta y embriaga la mente con un ardor sobrio, se entienden como leche pues nutre al joven en Cristo con un alimento fortalecedor, como lo dice Pedro: “Como ninos recién nacidos, desead la leche espiritual pura”[222]. Esta misma sabiduría y caridad --lo opuesto a la concupiscencia de la carne-- es el yugo que es dulce, y la carga ligera, que aquellos que lo toman dócil y humildemente lo descubren como un descanso real y auténtico para sus almas. De tal forma que ya no tienen sed, ni se afanan por retirar agua de fuentes mundanas. Este deleitable descanso para el alma ha llenado desiertos, habitados monasterios, reformado al clero, contenido matrimonios. El palacio de Teodosio el Joven no era diferente de un monasterio. La corte de Elzeario tenía poca diferencia con la casa de religiosos pobres. En vez de las peleas y discusiones, se escuchaban salmos y música sacra. Todas estas bendiciones se deben a Cristo, que al precio de su propio sufrimiento, sació nuestra sed y así regó los áridos corazones de hombres que no van a tener sed nuevamente, a no ser que ante la instigación del enemigo voluntariamente se retiren del manantial eterno.

[217] Jn 4,7-10.
[218] Jn 7,37.
[219] 1Cor 10,4.
[220] Jer 2,13.
[221] Is 55,1.
[222] 1Pe 2,2.


CAPÍTULO X
El tercer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
La imitación de la paciencia de Cristo es el tercer fruto en ser recogido de la consideración de la quinta palabra. En la cuarta palabra la humildad de Cristo, junto con su paciencia, era notable. En la quinta palabra, resplandece sola su paciencia. Ahora bien, la paciencia es no sólo una de la más grandes virtudes, sino es positivamente la más necesaria para nosotros. San Cipriano dice: “Entre todos los caminos de ejercicio celestial, no conozco uno más provechoso para esta vida o ventajoso para la próxima: que aquellos que se esfuerzan con temor y devoción por obedecer los mandamientos de Dios deban, sobre todas las cosas, practicar la virtud de la paciencia”. Pero antes de que hablemos de la necesidad de la paciencia, debemos distinguir la virtud de su falsificación. La verdadera paciencia nos permite soportar el infortunio de sufrir sin caer en la desgracia de pecar. Tal fue la paciencia de los mártires, que prefirieron soportar las torturas del verdugo que negar la fe de Cristo, que prefirieron sufrir la pérdida de sus bienes mundanos antes que adorar dioses falsos. La falsificación de esta virtud nos lleva a soportar cualquier penalidad para obedecer a la ley de la concupiscencia, arriesgar la pérdida de la felicidad eterna por causa del placer momentáneo. Tal es la paciencia de los esclavos del demonio, que soportan hambre y sed, frío y calor, la pérdida de su reputación, la pérdida incluso del cielo, para incrementar sus riquezas, disfrutar los placeres de la carne, o ganar un puesto de honor.

La verdadera paciencia tiene la propiedad de incrementar y preservar todas las otras virtudes. Santiago es nuestra autoridad para este elogio de la paciencia. Él dice: “Y la paciencia ha de ir acompanada de obras perfectas, para seáis perfectos e íntegros sin que dejéis nada que desear”[223]. Debido a las dificultades que nos encontramos en la práctica de la virtud, ninguna puede florecer sin la paciencia, pero cuando las otras virtudes son acompanadas por ésta, todas las dificultades desaparecen, pues la paciencia hace derechos los caminos torcidos, y suaves los caminos ásperos. Y esto es tan verdadero que San Cipriano, hablando de la caridad, la reina de las virtudes, clama: “La caridad, el lazo de la amistad, el fundamento de la paz, el poder y la fuerza de la unión, es mayor que la fe o la esperanza. Es la virtud de la cual los mártires obtienen su constancia, y es la que practicaremos para siempre en el Reino de los Cielos. Pero sepárala de la paciencia, y se hundirá; aleja de ella el poder del sufrimiento y de la constancia, y se marchitará y morirá”[224]. El mismo santo manifiesta la necesidad de esta virtud también para preservar nuestra castidad, firmeza, y paz con el prójimo. “Si la virtud de la paciencia es fuerte y firmemente enraizada en sus corazones, tu cuerpo, que es santo y templo del Dios vivo, no será contaminado con adulterio, tu firmeza no será ensuciada por la mancha de la injusticia, ni luego de haberse alimentado con el Cuerpo de Cristo, estarán tus manos empapadas de sangre”. Quiere significar, por el contrario de estas palabras, que sin la paciencia ni el hombre casto podrá ser capaz de preservar su pureza, ni el hombre justo será equitativo, ni aquel que ha recibido la Sagrada Eucaristía será libre del peligro de la ira y el homicidio.

Lo que Santiago escribe de la virtud de la paciencia es ensenado en otras palabras por el Profeta David, por Nuestro Senor, y su Apóstol. En el salmo noveno, David dice: “La paciencia de los pobres no será vana para siempre”[225], porque tiene una obra perfecta, y en consecuencia su fruto nunca se pudrirá. Así como estamos acostumbrados a decir que las labores del granjero son provechosas cuando producen una buena cosecha, y son inútiles cuando no producen nada, así de la paciencia se dice que nunca perece porque sus efectos y recompensas permanecerán para siempre. En el texto que acabamos de citar, la palabra pobre es interpretada significando al hombre humilde que confiesa que es pobre, y que no puede hacer ni sufrir nada sin la ayuda de Dios. En su tratado sobre la paciencia[226], San Agustín manifiesta que no sólo los pobres, sino incluso los ricos, pueden poseer la verdadera paciencia, siempre y cuando confíen no en sí mismos sino en Dios, a quien, realmente necesitados de todos los dones divinos, puedan pedir y recibir este favor. Nuestro Senor parece implicar lo mismo cuando dice en el Evangelio “Con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas”[227]. Pues en realidad sólo poseen sus almas --esto es su vida, como propias y de la cual nada los puede privar--, quienes soportan con paciencia toda aflicción, incluso la muerte misma, para no pecar en contra de Dios. Y aunque por la muerte parecen perder sus almas, no las pierden, sino que las preservan para siempre. Pues la muerte del justo no es muerte, sino un sueno, y puede ser incluso tenida como un sueno de corta duración. Pero el impaciente, que para preservar la vida del cuerpo no duda en pecar negando a Cristo, adorando ídolos, cediendo a sus deseos lujuriosos, o cometiendo algún otro crimen, parece ciertamente preservar su vida por un tiempo, pero en realidad pierde la vida tanto del cuerpo como del alma para siempre. Y en cuanto del realmente paciente, puede con verdad ser dicho: “No perecerá ni un cabello de vuestra cabeza”[228]. Por lo que del impaciente con igual verdad podemos exclamar: No hay un sólo miembro de tu cuerpo que no arderá en el fuego del infierno.

Finalmente, el Apóstol confirma nuestra opinión: “Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prometido”[229]. En este texto San Pablo explícitamente afirma a la paciencia no sólo como útil, sino incluso como necesaria para realizar la voluntad de Dios, y realizándola sentir en nosotros el efecto de su promesa: “recibir la corona de la vida que ha prometido el Senor a los que le aman”[230], y guardar sus mandamientos pues “si alguno me ama, guardará mi Palabra”, y “el que o me ama no guarda mis palabras”[231]. Así vemos pues que toda la Escritura ensena a los fieles la necesidad de la virtud de la paciencia. Por esta razón, Cristo deseó en los últimos momentos de su vida declarar aquel interno, y durísimo, y largamente soportado sufrimiento --su sed-- para alentarnos por tal ejemplo a preservar nuestra paciencia en todas las desgracias. Que la sed de Cristo fue una tortura de las más impetuosas lo hemos mostrado en el capítulo anterior. Que fue largamente soportado fácilmente lo podemos probar.

Para empezar, los flagelos junto a la columna. Cuando aquello tuvo lugar, Cristo estaba ya fatigado por su prolongada plegaria y agonía y sudor de sangre en el Huerto, por sus muchos viajes de un lado a otro durante la noche y la sucesiva manana, del jardín de la casa de Anás, de la casa de Anás a la de Caifás, de la casa de Caifás a aquella de Pilato, de la casa de Pilato a la de Herodes, y de la casa de Herodes nuevamente a la de Pilato. Más aún, desde el momento de la última cena, Nuestro Senor no había probado ni comida ni bebida, o disfrutado de un momento de reposo, sino que había soportado muchos y gravosos insultos en la casa de Caifás, fue luego cruelmente azotado, lo que en sí mismo era suficiente para provocar una terrible sed, y cuando la flagelación hubo terminado, su sed, lejos de ser saciada, fue incrementada, pues luego siguió la coronación de espinas y las burlas y el escarnio. Y cuando había sido ya coronado, su sed, lejos de ser saciada, fue incrementada, pues luego siguió el llevar la Cruz, y cargado con el instrumento de su muerte, nuestro fatigado y exhausto Senor subió esforzadamente el monte del Calvario. Cuando llegó le ofrecieron vino mezclado con hiel, que probó pero no tomó. Y así acabó finalmente el camino, pero la sed que durante todo el camino había torturado a nuestro querido Senor fue sin duda incrementada. Luego siguió la crucifixión, y mientras la Sangre corría de sus cuatro Heridas como de cuatro fuentes, todos pueden concebir cuán enorme su sed ha de haber sido. Finalmente, por tres horas sucesivas, en medio de una gran oscuridad, debemos imaginar con que ardiente sed el sagrado Cuerpo fue consumido. Y aunque los que estaban ahí le ofrecieron vinagre, aún así, puesto que no era agua o vino, sino un trago fuerte y amargo, e incluso un trago muy corto, puesto que lo tuvo que tomar a gotas de una esponja, podemos decir sin dudar que nuestro Redentor, desde el comienzo de su Pasión hasta su muerte, soportó con la más heroica paciencia esta terrible agonía. Pocos de nosotros pueden saber por experiencia cuán grande es este sufrimiento, pues hallamos agua en cualquier lugar para calmar nuestra sed. Pero aquellos que viajan muchos días seguidos en el desierto algunas veces conocen lo que es la tortura de la sed.

Curcio relata que Alejandro Magno estuvo una vez marchando a través del desierto con su ejército, y que luego de sufrir todas las privaciones de la falta de agua, llegaron a un río, y los soldados empezaron a beber con tanta ansiedad, que muchos murieron en el acto, y anade que “el número de los que murieron en aquella ocasión fue mayor que el que había perdido en cualquier batalla”. Su ardiente sed era tan insoportable que los soldados no pudieron refrenarse tanto como para respirar mientras bebían, y en consecuencia Alejandro perdió buena parte de su ejército. Hay otros que han sufrido mucho de sed como para tener al lodo, al aceite, a la sangre y a otras cosas impuras, que nadie tocaría a menos que sea urgido por terrible necesidad, como deliciosas. De esto aprendemos cuán grande fue la Pasión de Cristo, y cuan brillantemente su paciencia fue desplegada en ella. Dios nos concedió poder conocer esto, imitarlo, y sufriéndolo junto con Cristo aquí, reinar luego con Él.

Pero me parece escuchar algunas almas piadosas exclamar cuán deseosos y ansiosos están para saber por qué medios pueden mejor imitar la paciencia de Cristo, y poder decir con el Apóstol: “Con Cristo estoy crucificado”[232], y con San Ignacio Mártir: “Mi amor es crucificado”[233]. No es tan difícil como muchos imaginan. No es necesario para todos acostarse en el suelo, flagelarse hasta sangrar, ayunar diariamente a pan y agua, usar sayales, una cadena de hierro o algún otro instrumento de penitencia para conquistar la carne y crucificarla con sus vicios y concupiscencias. Estas prácticas son laudables y útiles, siempre y cuando no sean peligrosas para la salud, o hechas sin el permiso del director. Pero deseo mostrar a mis piadosos lectores un medio para practicar la virtud de la paciencia de nuestro manso y gentil Redentor, que todos pueden abrazar, que no contiene nada extraordinario, nada nuevo, y por cuyo uso nadie puede ser sospechoso de buscar o ganar aplauso por su santidad.


En primer lugar entonces, quien ama la virtud de la paciencia ha de alegremente someterse a aquellas labores y penalidades en las que estamos seguros por fe que es voluntad divina que debamos afligirnos, de acuerdo a aquellas palabras del Apóstol: “Necesitas paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios, y conseguir así lo prometido”[234]. Ahora bien, lo que Dios quiere que abracemos no es ni difícil para mí ensenar, ni difícil para mis lectores aprender.

Todos los mandamientos de nuestra Santa Madre Iglesia deben ser guardados con obediencia amorosa y paciencia, no importa cuán difícil o duros pueden parecer. zQué son estos mandamientos de la Iglesia? Los ayunos de Cuaresma, los días de ayuno y abstinencia, y ciertas vigilias. Guardar religiosamente éstas, como han de ser guardadas, requerirá una gran cantidad de paciencia. Ahora bien, supongamos que una persona en un día de ayuno se sienta en una mesa muy bien servida, o en su única comida permitida come tanto como lo hubiese hecho en dos comidas en un día ordinario, o anticipa el momento para comer, o come más de lo que es permitido, tal persona ciertamente ni tendrá hambre ni sed, ni su paciencia producirá fruto. Pero si resuelve firmemente no tomar alimento antes del tiempo permitido, a menos que enfermedad o alguna otra necesidad lo obligue, y come alimentos que son burdos y ordinarios y propios para un tiempo de penitencia, y no se excede en lo que normalmente come en una comida, y da a los pobres todo lo que hubiese comido si no fuese un día de ayuno, como dice San León, “dejen a los pobres alimentarse con aquello que los que ayunan se han abstenido; y permitámonos sentir hambre por un corto tiempo, caramente amado, y por corto tiempo disminuyamos lo que queremos para nuestro propio placer, para poder ser de utilidad a los pobres”, y si en la tarde permite que la colación sea nada más que una colación, en tal caso, sin duda la paciencia será necesaria para soportar el hambre y la sed, y por tanto al ayunar imitaremos lo más posible la paciencia de Cristo, y seremos clavados, por lo menos en parte, a la Cruz con él. Pero alguno objetará que todas estas cosas no son absolutamente necesarias. Lo concedo, pero son necesarias si deseamos practicar la virtud de la paciencia, o ser como nuestro sufriente Redentor.

Nuevamente, nuestra Santa Madre Iglesia ordena a los eclesiásticos y a los religiosos recitar o cantar las horas canónicas. Aquí necesitaremos toda la asistencia que la virtud de la paciencia nos pueda dar, si es que esta lectura y oración sagrada ha de ser realizada en la manera que debe ser, pues hay algunos que no tienen suficiente que hacer como para mantenerse libres de distracciones durante la oración. Muchos corren en sus oraciones tan rápidamente como pueden, como si estuvieran realizando una tarea muy laboriosa, y quisiesen librarse de la carga en el menor tiempo posible, y dicen su Oficio, no parados o arrodillados, sino sentados o caminando, como si la fatiga de la oración fuese disminuida al sentarse o aligerada por caminar. Esto hablando de aquellos que rezan su Oficio en privado, no de aquellos que lo cantan en el coro. También, para no interrumpir su sueno, muchos recitan durante el día aquella parte del Oficio que la Iglesia ha ordenado que sea dicha en la noche. No digo nada de la atención y elevación de mente que es requerida mientras que Dios es invocado en la oración, porque muchos piensan acerca de lo que están cantando o leyendo menos que cualquier otra cosa. Verdaderamente es sorprendente que muchos más no ven cuán necesaria la virtud de la paciencia es para erradicar la repugnancia que sentimos a pasar un tiempo prolongado de oración, levantarse para decir las horas canónicas en el tiempo adecuado, soportar la fatiga de estar parado o arrodillado, prevenir nuestros pensamientos de divagar, y mantenerlos fijos en lo único en lo que estamos realizando. Que mis lectores escuchen ahora un relato de la devoción con la que San Francisco de Asís recitaba su breviario, y aprenderán entonces que el Oficio Divino no puede ser dicho sin el ejercicio de la más grande paciencia.

En su Vida de San Francisco, San Buenaventura dice así: “Este santo hombre estaba tan habituado a recitar el Oficio Divino con no menor miedo que devoción hacia Dios, y aunque sufría grandes dolores en los ojos, estómago, columna, e hígado, nunca se hubiera recostado en alguna pared o detenido mientras lo cantaba, sino que de erguido de pie, sin su capucha, mantenía sus ojos fijos, y tenía la apariencia de una persona en desmayo. Si estaba de viaje, se mantenía a su horario regular, y recitaba el Divino Oficio en la manera usual, sin importar si una lluvia violenta estaba cayendo. Se pensaba a sí mismo culpable de una seria falta si, mientras que recitaba permitía a su mente ocuparse con pensamientos vanos, y cuantas veces esto le pasaba se apresuraba a ir a confesión para expiar por ello. Recitaba los salmos con tal atención de mente como si tuviese a Dios presente delante de él, y cuando decía el nombre del Senor, gustaba sus labios por la dulzura que la pronunciación de tal nombre le dejaba”.

Tan pronto alguno se esfuerce por recitar el Oficio Divino de esta manera, y levantarse en la noche para rezar Maitines, Laudes y Prima, aprenderá por experiencia la labor y paciencia que son necesarias para el debido cumplimiento de esta tarea. Hay muchas otras cosas que la Iglesia, guiada por las Sagradas Escrituras, nos pone como voluntad de Dios, y para el debido cumplimiento de ellos requerimos también de la virtud de la paciencia, como dar al pobre de nuestra propia superfluidad, perdonar a aquellos que nos injurian, o satisfacer a aquellos que hemos injuriado, confesar nuestros pecados por lo menos una vez al ano, y recibir la Sagrada Eucaristía, lo que requiere no poca preparación. Todo esto demanda paciencia, pero a modo de ejemplo explicaré algunas cosas más con mayor detenimiento.

Todo lo que, sean demonios o hombres, hacen para afligirnos es otra indicación de la voluntad Divina, y otro llamado al ejercicio de nuestra paciencia. Cuando hombres y espíritus malos nos prueban, su objeto es injuriarnos, no beneficiarnos. Aun así Dios, sin quien no pueden hacer nada, no permitirá ninguna tormenta a nuestro alrededor, a menos que lo juzgue útil. En consecuencia, toda aflicción puede ser tenida como viniendo de la mano de Dios, y debe ser por tanto soportada con paciencia y alegría. El santo y derecho Job sabía que las desgracias con las que era golpeado, y que le privaron en un día de todas sus riquezas, de todos sus hijos, y de toda su salud corporal, procedían del odio del demonio. Aún así exclamó:

“El Senor me lo dio, el Senor me lo quitó. Bendito sea el nombre del Senor”[235], porque sabía que sus calamidades solo podían suceder por la voluntad de Dios. No digo esto porque pienso que cuando uno es perseguido sea por otros hombres o por el demonio, no deba, o debiera, hacer lo posible por recuperar sus pérdidas, consultar un doctor si está mal, o defenderse a sí y a su propiedad, sino que sencillamente doy este aviso: no tomar venganza en contra de los hombres malvados, no devolver el mal por mal, sino soportar la desgracia con paciencia porque Dios desea que así lo hagamos, y al cumplir su voluntad recibiremos la promesa.

La última cosa que deseo observar es esta. Todos debemos luchar para estar íntimamente convencidos de que todo lo que sucede por suerte o accidente, como una gran sequía, excesiva lluvia, pestilencia, hambruna, y otras, no suceden sin la especial providencia y voluntad de Dios, y en consecuencia no debemos quejarnos de los elementos, o de Dios mismo, sino considerar males de este tipo como un flagelo con el que Dios nos castiga por nuestros pecados, e inclinándonos bajo su mano todopoderosa, soportemos todo con humildad y paciencia. Dios será entonces apaciguado. Derramará sus bendiciones sobre nosotros. Nos corregirá a nosotros sus hijos con amor paternal, y no nos privará del Reino de los Cielos. Podemos aprender cual es la recompensa de la paciencia de un ejemplo que San Gregorio aduce. En la trigésimo quinta homilía sobre los Evangelios, dice que un cierto hombre Esteban era tan paciente como para considerar a aquellos que lo oprimían como sus más grandes amigos. Devolvía agradecimientos por los insultos, tenía a las desgracias como ganancias, contaba a sus enemigos entre el número de los que le deseaban el bien y eran sus benefactores. El mundo lo consideraba como un insensato y un loco, pero no fue sordo a las palabras del Apóstol de Cristo: “Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio para llegar a ser sabio”[236]. Y San Gregorio anade que cuando se estaba muriendo muchos ángeles fueron vistos asistiéndolo alrededor de su cama, quienes llevaron su alma derecho al cielo, y el santo Doctor no dudó en tener a Esteban entre los mártires por virtud de su extraordinaria paciencia.

[223] Stgo 1,4.
[224] Serm. "De Patientia."
[225] Sal 9,19.
[226] Cap. 15
[227] Lc 21,19.
[228] Lc 21,18.
[229] Hb 10,36.
[230] Stgo 1,12.
[231] Jn 14,23-24.
[232] Gál 2,19.
[233] "Epist. ad Rom."
[234] Hb 10,36.
[235] Job 1,21.
[236] 1Cor 3,18.




CAPÍTULO XI
El cuarto fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la quinta Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
Aún queda un fruto más, y el más dulce de todos, para ser recogido de la consideración de esta palabra. San Agustín, en su explicación de la palabra “Tengo sed”, a ser hallada en su tratado sobre el Salmo 68, dice que manifiesta no sólo el deseo que Cristo tenía por beber, sino más aún el deseo con que estaba inflamado de que sus enemigos crean en Él y se salven. Podemos ir un poco más lejos, y decir que Cristo tuvo sed por la gloria de Dios y salvación de los hombres, y nosotros hemos de tener sed por la gloria de Dios, honor de Cristo, y por nuestra propia salvación y la salvación de nuestros hermanos. No podemos dudar de que Cristo tuvo sed por la gloria de su Padre y la salvación de las almas, pues todas sus obras, toda su predicación, todos sus sufrimientos, todos sus milagros, así lo proclaman. Debemos considerar lo que tenemos que hacer para no mostrarnos ingratos a tal Benefactor, y qué medios hemos de tomar para inflamarnos de tal manera que realmente estemos sedientos por la gloria de Dios, que “tanto amó al mundo que dio a su único Hijo”[237], y ferviente y ardientemente estar sedientos por el honor de Cristo, quien “nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma”[238], sintiendo tanta compasión por nuestros hermanos como un deseo celoso de su salvación.

Aún lo más necesario para nosotros es anhelar cordial y ardorosamente nuestra propia salvación, que este deseo nos empuje, de acuerdo a nuestra fuerza, a pensar y hablar y hacer todo lo que nos pueda ayudar a salvar nuestras almas. Si no nos importa nada el honor de Dios, o la gloria de Cristo, y no sentimos ninguna ansiedad por nuestra propia salvación, o la de los otros, se sigue que Dios será privado del honor que le es debido, que Cristo perderá la gloria que es suya, que nuestro prójimo no llegará al cielo, y que nosotros mismos pereceremos miserablemente para la eternidad. Y por este relato estoy muchas veces lleno de asombro al reflexionar que todos sabemos cuán sinceramente estuvo sediento Cristo por nuestra salvación, y nosotros, que creemos a Cristo la Sabiduría del Dios viviente, no somos movidos a imitar su ejemplo en materia tan íntimamente conectada con nosotros. Ni estoy menos sorprendido de ver hombres correr tras bienes mundanos con tal avidez, como si no hubiera cielo, y preocupándose tan poco por su propia salvación que, lejos de andar sedientos de ella, con las justas piensan en ella de pasada, como material trivial de poca importancia. Más aún los bienes temporales, que no son placeres puros, sino que son acompanados de muchas desventuras, son buscados con vehemencia y ansiedad. Pero a la felicidad eterna, que es deleite absoluto, es dada tan poca importancia, querida con tan poca preocupación, como si no poseyese ventaja alguna. ?Ilumina, Senor, los ojos de mi alma, para que pueda encontrar la causa de tan dolorosa indiferencia!

El amor produce deseo, y el deseo, cuando es excesivo, es llamado sed. Ahora bien, zquién hay que no puede amar su propia felicidad temporal, particularmente cuando esa felicidad es libre de cualquier cosa que la puede danar? Y si premio tan grande no puede ser sino amado, zpor qué no puede ser ardientemente deseado, ansiosamente buscado, y con todas nuestras fuerzas estar sedientos de él? Tal vez la razón es que nuestra salvación no es materia que caiga bajo los sentidos, nunca hemos tenido experiencia de cómo es, como sí la hemos tenido en materias que se relacionan al cuerpo; y estamos tan solícitos para él, pero tan fríamente indiferentes para la primera. Pero si tal es el caso, por qué David, que era hombre mortal como nosotros, anhelaba tan ansiosamente la visión de Dios, y la felicidad en el cielo que consiste en la visión de Dios, como para clamar:

“Como el ciervo desea las fuentes de agua, así te desea a ti, oh Dios, mi alma. Sedienta está mi alma del Dios fuerte, vivo. zCuándo vendré y apareceré ante la faz de Dios?”[239]. David no es el único en este valle de lágrimas que ha deseado con tal ardiente deseo alcanzar la visión de Dios. Han habido otros más, distinguidos por su santidad, por quienes las cosas de este mundo fueron tenidas como despreciables e insípidas, y para quienes nada más el pensamiento y el recuerdo de Dios era agradable y delicioso. La razón entonces por la que no estamos sedientos de nuestra felicidad eterna no es porque el cielo es invisible, sino porque no pensamos con atención acerca de lo que está ante nosotros, con asiduidad, con fe. Y la razón por la cual no tomamos en cuenta las materias celestiales como debiéramos es porque no somos hombres espirituales, sino sensuales: “El hombre sensual no percibe aquellas cosas que son del Espíritu de Dios”[240]. Por lo que, alma mía, si deseas por tu propia salvación, y la de tu prójimo, si mantienes en el corazón el honor de Dios y la gloria de Cristo, escucha las palabras del santo Apóstol Santiago: “Si alguno de ustedes está falto de sabiduría, demándela a Dios que la da a todos copiosamente y no da improperios, y le será concedida”[241]. Esta sublime sabiduría no ha de ser adquirida en las escuelas de este mundo, sino en la escuela del Espíritu Santo de Dios, quien convierte al hombre sensual en uno espiritual. Pero no es suficiente pedir por esta sabiduría solo una vez y con frialdad, sino demandarla con mucho insistencia de nuestro Padre celestial. Pues si un padre en la carne no puede rehusarse a su hijo cuando le pide pan, “zCuánto más su Padre celestial dará espíritu bueno a los que se lo pidieron?”[242].

[237] Jn 3,16.
[238] Ef 5,2.
[239] Sal 41,2-3.
[240] 1Cor 2,14.
[241] Stgo 1,5.
[242] Lc 11,13.


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