Cuenta la Virgen María a santa Brígida el descendimiento de la cruz, con muy tiernos pormenores.
REVELACIÓN 11

Tres cosas, dijo la Virgen, has de considerar, hija mía, en la muerte de mi Hijo. Lo primero es, que todos sus miembros quedaron yertos y fríos, y estaba cuajada en ellos la sangre que de sus llagas había derramado en toda la Pasión. Segundo, que su corazón estaba tan amarga y cruelmente atravesado, que el que le hirió, le introdujo hasta el costado el hierro de la lanza y le dividió el corazón en dos partes. Lo tercero, has de considerar cómo fué bajado de la cruz. Los dos que lo bajaban pusieron tres escaleras; una a los pies, otra a los brazos, y otra a la mitad del cuerpo. Subió el primero, y lo tenía por la mitad del cuerpo, y el otro quitó el clavo de una de las manos, y pasando la escalera al lado opuesto, quitó el de la otra mano; y estos clavos pasaban hasta el lado opuesto de la cruz. Bajóse un paso, lo mejor que pudo, el que sustentaba el cuerpo, y el otro subió por la escalera que estaba a los pies de mi Hijo, y le sacó los clavos de los pies. Y cuando lo tenían cerca del suelo, uno le asió de la cabeza y otro de los pies, y yo, su afligida Madre, lo tomé por medio de su divino cuerpo; y de esta manera los tres lo pusimos sobre una piedra, donde yo había tendido una sábana limpia, y en ella envolvimos su santísimo cuerpo sin coser nada, porque sabía yo con certeza que no se había de pudrir ni corromper en la sepultura.

Luego se acercaron María Magdalena y las otras santas mujeres, e innumerables ángeles como átomos del sol, a prestar obediencia y obsequio a su Creador. Pero ¿quién te podrá decir la tristeza que yo entonces sentí? Estaba como una mujer que en el trance de dar a luz le tiemblan todos sus miembros, y que aun cuando está llena de dolor y sin poder respirar, al fin se alivia y recibe algún contento viendo en sus brazos al hijo que nació y que no volverá a las estrechuras y peligro de su vientre y a renovar el parto. Así yo, aunque era mucho mayor sin comparación mi tristeza, no obstante, como sabía que no había de morir más, ni padecer más mi Hijo, sino que había de vivir y triunfar eternamente, me alegraba y mezclábase alguna alegría con mi tristeza. Con verdad te podría decir, que cuando dieron sepultura a mi Hijo, sepultaron también mi corazón junto con el suyo, que si se dice: Donde está tu tesoro, allí está tu corazón, en el sepulcro de mi Hijo tuve yo el mío, y no se apartó de allí un solo punto y junto con él estaba mi pensamiento.