No temas, hija mía, creyendo que lo que ahora vieres, dimana del espíritu malo. Porque a la manera que cuando sale el sol, hace dos efectos, que son alumbrar y calentar, así también con la llegada del Espíritu Santo a tu corazón, vienen el ardor del amor divino, y la luz perfecta de la fe santa. Sientes en ti estas dos cosas, las cuales no las tiene el demonio, que se compara a sombras tenebrosas.
Yo soy, pues, aquella Virgen a cuyas entrañas se dignó venir el Hijo de Dios, sin ningún deleite contagioso de carne, y la que lo parió con gran consuelo y sin dolor alguno. Yo estuve junto a la cruz, cuando mi Hijo con su verdadera paciencia vencía victoriosamente al infierno, y con la sangre de su corazón abría las puertas del cielo; yo también estuve en el monte cuando el Hijo de Dios y mío subió al cielo, yo conocí clarísimamente toda la fe católica que enseñó en su Evangelio, para que todos los que quisiesen entrasen en el cielo, y yo soy, pues, la que estoy en continua oración sobre el mundo, como el arco iris sobre la nube, el cual parece que se inclina a la tierra, y que la toca con ambas puntas. Por este arco del cielo me represento a mí mis ma, que me inclino a todos los habitadores del mundo, tocando a los buenos y a los malos con mi oración: a los buenos, para que sean firmes y constantes en lo que manda la santa Iglesia; y a los malos, para que no vayan adelante en su malicia y se hagan peores.
Por tanto, todo el que quisiere cuidar de que se haga estable el fundamento de la Iglesia y se renueve esa bendita viña que Dios plantó con su sangre, anímese, y si se encontrare insuficiente para ello, yo, la Reina de los cielos, prometo ayudarle con todos los ángeles, arrancando de cuajo las malas raíces, arrojando al fuego los árboles estériles, y poniendo en su lugar ramas fructíferas. Por esta viña entiendo la Iglesia de Dios, en la que deben renovarse dos cosas, que son la humildad y el amor a Dios.
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