La fuerza de la gracia: Indisolubilidad del matrimonio y debate sobre los divorciados vueltos a casar y los sacramentos
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por S.E. Mons. Gerhard L. Müller
23 de octubre de 2013
Resumen de todo el documento
Introducción
El testimonio de la
Sagrada Escritura
El testimonio de la
Tradición de la Iglesia
El testimonio
del Magisterio en épocas recientes
Consideraciones antropológicas y teológico-sacramentales
Comentarios teológico morales
La solicitud pastoral
Introducción
Tras el anuncio de un sínodo extraordinario que se celebrará en
octubre de 2014 sobre la pastoral de la familia, se han sucedido
intervenciones diversas, en particular acerca de la cuestión de los fieles
divorciados vueltos a casar. Para profundizar con serenidad en el tema, que
es cada vez más urgente, del acompañamiento pastoral de estos fieles en
coherencia con la doctrina católica, publicamos una amplia contribución del
arzobispo prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe.
La discusión sobre la problemática de los fieles que tras un divorcio han
contraído una nueva unión civil no es nueva. Siempre ha sido tratada por la
Iglesia con gran seriedad, con la intención de ayudar a las personas
afectadas, puesto que el matrimonio es un sacramento que alcanza en modo
particularmente profundo la realidad personal, social, e histórica del
hombre. A causa del creciente número de afectados en países de antigua
tradición cristiana, se trata de un problema pastoral de gran trascendencia.
Hoy los creyentes se interrogan muy seriamente: ¿No puede la Iglesia
autorizar a los cristianos divorciados y vueltos a casar, bajo determinadas
condiciones, a recibir los sacramentos? ¿Les están definitivamente atadas
las manos en estas cuestiones? Los teólogos, ¿realmente han considerado
todas las implicaciones y consecuencias al respecto?
Estas preguntas deben ser discutidas en conformidad con la enseñanza
católica sobre el matrimonio. Una pastoral enteramente responsable presupone
una teología que se abandone a Dios que se revela, prestándole el pleno
obsequio del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo “voluntariamente
a la revelación hecha por El” (Constitución apostólica Dei Verbum, n. 5).
Para hacer comprensible la auténtica doctrina de la Iglesia, debemos
comenzar por la Palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura,
explicada por la tradición eclesial e interpretada de modo vinculante por el
Magisterio.
El testimonio de
la Sagrada Escritura
No deja de ser problemático situar inmediatamente nuestra cuestión
en el ámbito del Antiguo Testamento, puesto que entonces el matrimonio no
era considerado como un sacramento. No obstante, la Palabra de Dios en la
Antigua Alianza es significativa para nosotros, ya que Jesús se coloca en
esta tradición y argumenta a partir de ella. En el decálogo se encuentra el
mandamiento: “No cometerás adulterio” (Ex 20,14), sin embargo, en otro lugar
el divorcio es visto como algo posible. Según Dt 24,1-4, Moisés estableció
que el hombre pueda expedir un libelo de repudio y despedir a la mujer de su
casa, si no lo complace. En consecuencia de esto, el hombre y la mujer
pueden volverse a casar. Sin embargo, junto a la concesión del divorcio, en
el Antiguo Testamento es posible identificar una cierta resistencia hacia
esta práctica. Al igual que el ideal de la monogamia, también la
indisolubilidad está contenida en la comparación profética entre la alianza
de Yavè con Israel y la alianza matrimonial. El profeta Malaquías lo expresa
claramente: “No traicionarás a la esposa de tu juventud... siendo así que
ella era tu compañera y la mujer de tu alianza” (cfr Mal 2,14-15).
En particular, las controversias con los fariseos fueron para el Señor una
ocasión para ocuparse del tema. Jesús se distancia expresamente de la
práctica veterotestamentaria del divorcio, que Moisés había permitido a
causa de la “dureza de corazón” de los hombres y se remite a la voluntad
originaria de Dios: “Desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y
mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán
una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien,
lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mc 10,5-9, cfr Mt 19; Lc 16,18).
La Iglesia católica siempre se ha remitido, en la enseñanza y en la praxis,
a estas palabras del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio. El pacto
que une íntima y recíprocamente a los conyugues entre sí, ha sido
establecido por Dios. Designa una realidad que proviene de Dios y que, por
tanto, ya no está a disposición de los hombres.
Algunos exégetas sostienen hoy que estas palabras de Jesús habrían sido
aplicadas, ya en tiempos apostólicos, con una cierta flexibilidad,
concretamente con respecto a la porneia/fornicación (cfr Mt 5,32; 19,9) y a
la separación entre un cristiano y su cónyuge no cristiano (cfr 1Cor
7,12-15). En el campo exegético, las cláusulas sobre la fornicación fueron
objeto de discusión controvertida, desde el comienzo. Muchos están
convencidos que no se trataría de excepciones a la indisolubilidad, sino de
vínculos matrimoniales inválidos. De todos modos, la Iglesia no puede fundar
su doctrina y praxis sobre hipótesis exegéticas debatidas. Ella debe
atenerse a la clara enseñanza de Cristo.
Pablo establece la prohibición del divorcio como un deseo expreso de Cristo:
“A los casados, en cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino
del Señor– que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no
vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido
abandone a su mujer” (1Cor 7,10-11). Al mismo tiempo, permite en razón de su
propia autoridad, que un no cristiano pueda separarse de su cónyuge, si se
ha convertido al cristianismo. En este caso, el cristiano “no queda
obligado” a permanecer soltero (1Cor 7, 12-16). A partir de esta posición,
la Iglesia reconoce que sólo el matrimonio entre un hombre y una mujer
bautizados es un sacramento en sentido real, y que sólo a éstos se aplica la
indisolubilidad en modo incondicional. El matrimonio de no bautizados, si
bien está orientado a la indisolubilidad, bajo ciertas circunstancias –a
causa de bienes más altos– puede ser disuelto (Privilegium Paulinum). No se
trata aquí, por tanto, de una excepción a las palabras del Señor. La
indisolubilidad del matrimonio sacramental, es decir de éste en el ámbito
del misterio cristiano, permanece intacta.
La Carta a los Efesios es de grande significado para el fundamento bíblico
de la comprensión sacramental del matrimonio. En ella se señala: “Maridos,
amad a vuestras esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella”
(Ef 5,25). Y más adelante, escribe el Apóstol: “Por eso, el hombre dejará a
su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola
carne. Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la
Iglesia” (Ef 5,31-32). El matrimonio cristiano es un signo eficaz de la
alianza entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio entre bautizados es un
sacramento porque significa y confiere la gracia de este pacto.
El
testimonio de la Tradición de la Iglesia
Los Padre de la Iglesia y los Concilios constituyen un importante
testimonio para el desarrollo de la posición eclesiástica. Según los Padres,
las instrucciones bíblicas son vinculantes. Éstos rechazan las leyes
estatales sobre el divorcio por ser incompatibles con las exigencias de
Jesús. La Iglesia de los Padres, en obediencia al Evangelio, rechazó el
divorcio y un segundo matrimonio. En este punto, el testimonio de los Padres
es inequivocable.
En la época patrística, los creyentes separados que se habían vuelto a casar
civilmente no eran readmitidos oficialmente a los sacramentos, aún cuando
hubiesen pasado por un periodo de penitencia. Algunos textos patrísticos, es
cierto, permiten reconocer abusos, que no siempre fueron rechazados con
rigor y que, en ocasiones, se buscaron soluciones pastorales para rarísimo
casos-límites.
Más tarde, en algunas regiones, sobre todo a causa de la creciente
interdependencia entre el Estado y la Iglesia, se llegó a compromisos
mayores. En Oriente este desarrollo prosiguió su curso y condujo,
especialmente después de la separación de la Cathedra Petri, a una praxis
cada vez más liberal. Hoy existe en las iglesias ortodoxas una multitud de
causas para el divorcio, que en su mayoría son justificados mediante la
referencia a la Oikonomia, la indulgencia pastoral en casos particularmente
difíciles, y abren el camino a un segundo o tercer matrimonio con carácter
penitencial. Esta práctica no es coherente con la voluntad de Dios, tal como
se expresa en las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio,
y representa una dificultad significativa para el ecumenismo.
En Occidente, la Reforma Gregoriana se opuso a la tendencia liberalizadora y
retornó a la interpretación originaria de la Escritura y de los Padres. La
Iglesia Católica ha defendido la absoluta indisolubilidad del matrimonio
también al precio de grandes sacrificios y sufrimientos. El cisma de la
“Iglesia de Inglaterra” separada del sucesor de Pedro, tuvo lugar no con
motivo de diferencias doctrinales, sino porque el Papa, en obediencia a las
palabras de Jesús, no podía ceder a la presión del rey Enrique VIII para
disolver su matrimonio.
El Concilio de Trento confirmó la doctrina de la indisolubilidad del
matrimonio sacramental y explicó que ésta corresponde a la enseñanza del
Evangelio (cfr
DH 1807). En ocasiones, se sostiene que la Iglesia
toleró de hecho la praxis oriental. Esto no corresponde a la verdad. Los
canonistas hablaron reiteradamente de una práctica abusiva, y existen
testimonios de grupos de cristianos ortodoxos, que, convertidos al
catolicismo, tuvieron que firmar una confesión de fe con una expresa
referencia a la imposibilidad de un segundo o un tercer matrimonio.
El Concilio Vaticano II, en la
Constitución Pastoral
Gaudium et Spes, sobre “la Iglesia en el mundo de hoy”, ha enseñado una
doctrina teológica y espiritualmente profunda sobre el matrimonio. Ella
sostiene de forma clara su indisolubilidad. El matrimonio se entiende como
una comunidad integral, corpóreo-espiritual, de vida y amor entre un hombre
y una mujer, que recíprocamente se entregan y reciben como personas.
Mediante el acto personal y libre del consentimiento recíproco, se funda por
derecho divino una institución estable ordenada al bien de los conyugues y
de la prole, e independiente del arbitrio del hombre: “Esta íntima unión,
como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos,
exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad” (n. 48). A
través del sacramento, Dios concede a los conyugues una gracia especial:
“Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una
alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y
Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio
del sacramento del matrimonio.
Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se
amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por
ella” (idem). Mediante el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio
contiene un significado nuevo y más profundo: Llega a ser una imagen del
amor de Dios hacia su pueblo y de la irrevocable fidelidad de Cristo a su
Iglesia.
El matrimonio como sacramento se puede entender y vivir sólo en el contexto
del misterio de Cristo. Cuando el matrimonio se seculariza o se contempla
como una realidad meramente natural, queda impedido el acceso a su
sacramentalidad. El matrimonio sacramental pertenece al orden de la gracia
y, en definitiva, está integrado en la comunidad de amor de Cristo con su
Iglesia. Los cristianos están llamados a vivir su matrimonio en el horizonte
escatológico de la llegada del Reino de Dios en Jesucristo, Verbo de Dios
encarnado.
El
testimonio del Magisterio en épocas recientes
Con el texto, aún hoy fundamental, de la Exhortación Apostólica
Familiaris consortio, publicado por Juan Pablo II el 22 de noviembre de
1981, después del Sínodo de Obispos sobre la familia cristiana en el mundo
de hoy, se confirma expresamente la enseñanza dogmática de la Iglesia sobre
el matrimonio. Desde el punto de vista pastoral, la Exhortación postsinodal
se ocupa también de la atención de los fieles vueltos a casar con rito
civil, pero que están aún vinculados entre sí por un matrimonio eclesiástico
válido. El Papa manifiesta por tales fieles un alto grado de preocupación y
de afecto. El n. 84 (“Divorciados vueltos a casar”) contiene las siguientes
afirmaciones fundamentales:
1. Los pastores que tienen cura de ánimas, están obligados por amor a la
verdad “a discernir bien las situaciones”. No es posible evaluar todo y a
todos de la misma manera.
2. Los pastores y las comunidades están obligados a ayudar con solicita
caridad a los fieles interesados. También ellos pertenecen a la Iglesia,
tienen derecho a la atención pastoral y deben tomar parte en la vida de la
Iglesia.
3. Sin embargo, no se les puede conceder el acceso a la Eucaristía. Al
respecto se adopta un doble motivo:
a) “Su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor
entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía”;
b) “Si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían
inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la
indisolubilidad del matrimonio”. Una reconciliación a través del sacramento
de la penitencia, que abre el camino hacia la comunión eucarística,
únicamente es posible mediante el arrepentimiento acerca de lo acontecido y
“la disposición a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del
matrimonio”. Esto significa, concretamente, que cuando por motivos serios la
nueva unión no puede interrumpirse, por ejemplo a causa de la educación de
los hijos, el hombre y la mujer deben “obligarse a vivir una continencia
plena”.
4. A los pastores se les prohíbe expresamente, por motivos teológico
sacramentales y no meramente legales, efectuar “ceremonias de cualquier
tipo” para los divorciados vueltos a casar”, mientras subsista la validez
del primer matrimonio.
La carta de la Congregación para la Doctrina de
la Fe sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles
divorciados que se han vuelto a casar, del 14 de septiembre de 1994, ha
confirmado que la praxis de la Iglesia, frente a esta pregunta, “no puede
ser modificada basándose en las diferentes situaciones” (n.5). Además, se
aclara que los fieles afectados no deben acercarse a recibir la sagrada
comunión basándose en sus propias convicciones de conciencia: “En el caso de
que él lo juzgara posible, los pastores y los confesores (…), tienen el
grave deber de advertirle que dicho juicio de conciencia está reñido
abiertamente con la doctrina de la Iglesia” (n. 6). Si existen dudas acerca
de la validez de un matrimonio fracasado, éstas deberán ser examinadas por
el tribunal matrimonial competente (cfr n. 9). Sigue siendo de fundamental
importancia obrar “con solícita caridad [para] hacer todo aquello que pueda
fortalecer en el amor de Cristo y de la Iglesia a los fieles que se
encuentran en situación matrimonial irregular. Sólo así será posible para
ellos acoger plenamente el mensaje del matrimonio cristiano y soportar en la
fe los sufrimientos de su situación. En la acción pastoral se deberá cumplir
toda clase de esfuerzos para que se comprenda bien que no se trata de
discriminación alguna, sino únicamente de fidelidad absoluta a la voluntad
de Cristo que restableció y nos confió de nuevo la indisolubilidad del
matrimonio como don del Creador” (n. 10).
En la
Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum caritatis, del 22 de
febrero de 2007, Benedicto XVI retoma y da nuevo impulso al trabajo del
anterior Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía. El n. 29 del documento trata
acerca de la situación de los fieles divorciados y vueltos a casar. También
para Benedicto XVI se trata aquí de “un problema pastoral difícil y
complejo”. Reitera “la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura
(cfr Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados
de nuevo”, pero también exhorta a los pastores a dedicar “una especial
atención” a los afectados, “con el deseo de que, dentro de lo posible,
cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa
Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración
eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo
con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras
de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos”. Cuando existen
dudas sobre la validez de un matrimonio anterior fracasado, éstas deberán
ser examinadas por los tribunales matrimoniales competentes.
La mentalidad actual contradice la comprensión cristiana del matrimonio
especialmente en lo relativo a la indisolubilidad y la apertura a la vida.
Puesto que muchos cristianos están influido por este contexto cultural, en
nuestros días, los matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el
pasado. En efecto, falta la voluntad de casarse según el sentido de la
doctrina matrimonial católica y se ha reducido la pertenencia a un contexto
vital de fe. Por esto, la comprobación de la validez del matrimonio es
importante y puede conducir a una solución de estos problemas. Cuando la
nulidad del matrimonio no puede demostrarse, la absolución y la comunión
eucarística presuponen, de acuerdo con la probada praxis eclesial, una vida
en común “como amigos, como hermano y hermana”. Las bendiciones de estas
uniones irregulares, “para que no surjan confusiones entre los fieles sobre
el valor del matrimonio, se deben evitar”. La bendición (bene-dictio:
aprobacion por parte de Dios) de una relación que se opone a la voluntad del
Señor es una contradicción en sí misma.
En su homilía para el VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán, el 3
de junio de 2012, Benedicto XVI habló una vez más de este doloroso problema:
“Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles que, aun compartiendo
las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están marcados por las
experiencias dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la
Iglesia os sostienen en vuestra dificultad. Os animo a permanecer unidos a
vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis pongan en
marcha adecuadas iniciativas de acogida y cercanía”.
El último Sínodo de Obispos sobre “La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana” (7-28 de octubre de 2012), ha vuelto a
ocuparse de la situación de los fieles que tras el fracaso de una comunidad
de vida matrimonial (no el fracaso del matrimonio como tal, que permanece en
cuanto sacramento), han establecido una nueva unión y conviven sin el
vínculo sacramental del matrimonio. En el mensaje conclusivo, los Padres
sinodales se dirigieron a ellos con las siguientes palabras: “A todos ellos
les queremos decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que también la
Iglesia los ama y es una casa acogedora con todos, que siguen siendo
miembros de la Iglesia, aunque no puedan recibir la absolución sacramental
ni la Eucaristía. Que las comunidades católicas estén abiertas a acompañar a
cuantos viven estas situaciones y favorezcan caminos de conversión y de
reconciliación”.
Consideraciones antropológicas y teológico-sacramentales
La doctrina sobre la indisolubilidad del matrimonio encuentra con
frecuencia incomprensiones en un ambiente secularizado. Allí donde las ideas
fundamentales de la fe cristiana se han perdido, la mera pertenencia
convencional a la Iglesia no está en condiciones de sostener decisiones de
vida relevantes ni de ofrecer un apoyo en las crisis tanto del estado
matrimonial como del sacerdotal y la vida consagrada. Muchos se preguntan:
¿Cómo podré comprometerme para toda la vida con una única mujer o un único
hombre? ¿Quién me puede decir cómo estará mi matrimonio en diez, veinte,
treinta o cuarenta años? Por otra parte, ¿es posible una unión de carácter
definitivo a una única persona? La gran cantidad de uniones matrimoniales
que hoy se rompen refuerzan el escepticismo de los jóvenes sobre las
decisiones que comprometan la propia vida para siempre.
Por otra parte, el ideal de la fidelidad entre un hombre y una mujer,
fundado en el orden de la creación, no ha perdido nada de su atractivo, como
lo revelan recientes encuestas dirigidas a gente joven. La mayoría de los
jóvenes anhela una relación estable y duradera, tal como corresponde a la
naturaleza espiritual y moral del hombre. Además, se debe recordar el valor
antropológico del matrimonio indisoluble, que libera a los cónyuges de la
arbitrariedad y de la tiranía de sentimientos y estados de ánimo, y les
ayuda a sobrellevar las dificultades personales y a vencer las experiencias
dolorosas. En particular, protege a los niños, que, por lo general, son los
que más sufren con la ruptura del matrimonio.
El amor es más que un sentimiento o instinto. En su esencia, el amor es
entrega. En el amor matrimonial, dos personas se dicen consciente y
voluntariamente: sólo tú, y para siempre. A las palabras del Señor: “Lo que
Dios ha unido” corresponde la promesa de los esposos: “Yo te acepto como mi
marido… Yo te acepto como mi mujer… Quiero amarte, cuidarte y honrarte toda
mi vida, hasta que la muerte nos separe”. El sacerdote bendice la alianza
que los esposos han sellado entre si ante la presencia de Dios. Quien se
pregunte si el vínculo matrimonial tiene una naturaleza ontológica, déjese
instruir por las palabras del Señor: “Al principio, el Creador los hizo
varón y mujer, y que dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre
y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Así, pues, ya no son
dos, sino una sola carne” (Mt 19, 4-6).
Para los cristianos rige el hecho de que el matrimonio entre bautizados –por
tanto, incorporados al cuerpo de Cristo–, tiene una dimensión sacramental y
representa así una realidad sobrenatural. Uno de los más serios problemas
pastorales está constituido por el hecho de que algunos juzgan el matrimonio
exclusivamente con criterios mundanos y pragmáticos. Quien piensa según “el
espíritu del mundo” (1Cor 2,12) no puede comprender la sacramentalidad del
matrimonio. La Iglesia no puede responder a la creciente incomprensión sobre
la santidad del matrimonio con una adaptación pragmática ante lo
presuntamente inexorable, sino sólo mediante la confianza en “el Espíritu
que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido”
(1Cor 2,12). El matrimonio sacramental es un testimonio de la potencia de la
gracia que transforma al hombre y prepara a toda la Iglesia para la ciudad
santa, la nueva Jerusalén, la Iglesia misma, preparada “como una novia que
se engalana para su esposo” (Ap 21,2). El evangelio de la santidad del
matrimonio se anuncia con audacia profética. Un profeta tibio busca su
propia salvación en la adaptación al espíritu de los tiempos, pero no la
salvación del mundo en Jesucristo. La fidelidad a las promesas del
matrimonio es un signo profético de la salvación que Dios dona al mundo:
“Quien sea capaz de entender, que entienda” (Mt 19,12). Mediante la gracia
sacramental, el amor conyugal es purificado, fortalecido e incrementado.
“Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el
sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la
prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo
adulterio y divorcio” (Gaudium et spes, n. 49). Los esposos, en virtud del
sacramento del matrimonio, participan en el definitivo e irrevocable amor de
Dios. Por esto, pueden ser testigos del fiel amor de Dios, nutriendo
permanentemente su amor a través de una vida de fe y de caridad.
Los pastores saben que existen ciertamente situaciones en que la convivencia
matrimonial, por motivos graves, se torna prácticamente imposible, por
ejemplo, a causa de violencia sicológica o física. En estas situaciones
dolorosas la Iglesia ha siempre permitido que los conyugues se separaran.
Sin embargo, se debe precisar que el vínculo conyugal del matrimonio
válidamente celebrado se mantiene intacto ante Dios, y sus integrantes no
son libres para contraer un nuevo matrimonio mientras el otro cónyuge
permanece con vida. Los pastores y las comunidades cristianas se deben por
lo tanto comprometer en promover caminos de reconciliación, también en estas
situaciones, o bien, cuando no sea posible, ayudar a las personas afectadas
a superar en la fe su difícil situación.
Comentarios teológico
morales
Cada vez con más frecuencia se sugiere que la decisión de acercarse
o no a la comunión eucarística por parte de los divorciados vueltos a casar
debería dejarse a la iniciativa de la conciencia personal. Este argumento,
al que subyace un concepto problemático de “conciencia”, ya fue rechazado en
la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1994. Desde luego,
los fieles deben examinar su conciencia en cada celebración eucarística para
ver si es posible recibir la sagrada comunión, a la que siempre se opone un
pecado grave no confesado. Los fieles tienen el deber de formar su
conciencia y de orientarla a la verdad. Para esto, deben prestar obediencia
a la voz del Magisterio de la Iglesia que ayuda “a no desviarse de la verdad
sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en
las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella” (Juan Pablo
II, Encíclica Veritatis splendor, n. 64).
Cuando los divorciados vueltos a casar están en conciencia convencidos de
que su matrimonio anterior no era válido, tal hecho se deberá comprobarse
objetivamente, a través de la autoridad judicial competente en materia
matrimonial. El matrimonio no es incumbencia exclusiva de los conyugues
delante de Dios, sino que, siendo una realidad de la Iglesia, es un
sacramento, respecto del cual no toca al individuo decidir su validez, sino
a la Iglesia, en la que él se encuentra incorporado mediante la fe y el
Bautismo. “Si el matrimonio precedente de unos fieles divorciados y vueltos
a casar era válido, en ninguna circunstancia su nueva unión puede
considerarse conformé al derecho; por tanto, por motivos intrínsecos, es
imposible que reciban los Sacramentos. La conciencia de cada uno está
vinculada, sin excepción, a esta norma” (Card.
Joseph Ratzinger, “A propósito de algunas objeciones contra la doctrina de
la Iglesia sobre de la recepción de la Comunión eucarística por parte de los
fieles divorciados y vueltos a casar”, 30 de Noviembre de 2011.
Igualmente, la doctrina de la epikeia, según la cual, una ley vale en
términos generales, pero la acción humana no siempre corresponde totalmente
a ella, no puede ser aplicada aquí, puesto que en el caso de la
indisolubilidad del matrimonio sacramental se trata de una norma divina que
la Iglesia no tiene autoridad para cambiar. Ésta tiene, sin embargo, en la
línea del Privilegium Paulinum, la potestad para esclarecer qué condiciones
se deben cumplir para que surja el matrimonio indisoluble según las
disposiciones de Jesús. Reconociendo esto, ella ha establecido impedimentos
matrimoniales, reconocido causas para la nulidad del matrimonio, y ha
desarrollado un detallado procedimiento.
Otra tendencia a favor de la admisión de los divorciados vueltos a casar a
los sacramentos es la que invoca el argumento de la misericordia. Puesto que
Jesús mismo se solidarizó con las personas que sufren, dándoles su amor
misericordioso, la misericordia sería por lo tanto un signo especial del
auténtico seguimiento de Cristo. Esto es cierto, sin embargo, no es
suficiente como argumento teológico-sacramental, puesto que todo el orden
sacramental es obra de la misericordia divina y no puede ser revocado
invocando el mismo principio que lo sostiene. Además, mediante una
invocación objetivamente falsa de la misericordia divina se corre el peligro
de banalizar la imagen de Dios, según la cual Dios no podría más que
perdonar. Al misterio de Dios pertenece el hecho de que junto a la
misericordia están también la santidad y la justicia. Si se esconden estos
atributos de Dios y no se toma en serio la realidad del pecado, tampoco se
puede hacer plausible a los hombres su misericordia. Jesús recibió a la
mujer adúltera con gran compasión, pero también le dijo: “vete y desde ahora
no peques más” (Jn 8,11). La misericordia de Dios no es una dispensa de los
mandamientos de Dios y de las disposiciones de la Iglesia. Mejor dicho, ella
concede la fuerza de la gracia para su cumplimiento, para levantarse después
de una caída y para llevar una vida de perfección de acuerdo a la imagen del
Padre celestial.
La solicitud pastoral
Aunque por su propia naturaleza no sea posible admitir a los
sacramentos a las personas divorciadas y vueltas a casar, tanto más son
necesarios los esfuerzos pastorales hacia estos fieles. Pero se debe tener
en cuenta que tales esfuerzos tienen que mantenerse dentro del marco de la
Revelación y de los presupuestos de la doctrina de la Iglesia. El camino
señalado por la Iglesia para estas personas no es simple. Sin embargo, ellas
deben saber y sentir que la Iglesia, como comunidad de salvación, les
acompaña en su camino. Cuando los cónyuges se esfuerzan por comprender la
praxis de la Iglesia y se abstienen de la comunión, ellos ofrecen a su modo
un testimonio a favor de la indisolubilidad del matrimonio.
La solicitud por los divorciados vueltos a casar no se debe reducir a la
cuestión sobre la posibilidad de recibir la comunión sacramental. Se trata
de una pastoral global que procura estar a la altura de las diversas
situaciones. Es importante al respecto señalar que además de la comunión
sacramental existen otras formas de comunión con Dios. La unión con Dios se
alcanza cuando el creyente se dirige a Él con fe, esperanza y amor, en el
arrepentimiento y la oración. Dios puede conceder su cercanía y su salvación
a los hombres por diversos caminos, aún cuando se encuentran en una
situación de vida contradictoria. Como ininterrumpidamente subrayan los
recientes documentos del Magisterio, los pastores y las comunidades
cristianas están llamados a acoger abierta y cordialmente a los hombres en
situaciones irregulares, a permanecer a su lado con empatía, procurando
ayudarles, y dejándoles sentir el amor del Buen Pastor. Una pastoral fundada
en la verdad y en el amor encontrará siempre y de nuevo los caminos
legítimos por recorrer y formas más justa para actuar.
S.E. Mons. Gerhard L. Müller
23 de octubre de 2013