CON UN CORAZÓN HUMANO CAPITULO 1: E. J. Cuskelly, M.S.C.
I) A veces
decimos cosas muy bonitas sobre nosotros mismos, sin percibir realmente
lo que estamos diciendo. Pongamos por ejemplo la palabra humanidad.
Algunos de sus significados serían: actitud humana, benevolencia,
compasión, gesto benevolente. Escrito en nuestro lenguaje, sería la
creencia de que es más humano ser amable que ser listo. Es más humano
pasar hambre para que un niño pueda comer, que ser egoísta o
despreocupado.
Los
hombres se matan, hacen trampas y roban. A menudo son insensibles a los
sufrimientos ajenos. Mientras puedan satisfacer sus propios deseos, se
desentienden de los que puedan quedar at margen del camino o viven en
penuria y enfermedad. Y sin embargo, todo esto ha sido calificado como
“inhumanidad del hombre para con el hombre”. Seguimos creyendo que todo
esto es verdad: que la humanidad del hombre es todo to contrario, que
está compuesta de bondad y compasión. Sean los que sean los crímenes
cometidos, seguimos creyendo que somos capaces o, at menos, estamos
Ilamados a acciones mejores. Sabemos que un corazón saturado de odio es
menos humano que un corazón que ha aprendido a amar.
De acuerdo, pues, que estamos
Ilamados a acciones mejores. Pero cuando contemplamos el mundo que nos
rodea, cuando recordamos
nuestra historia
humana, nos
preguntamos si de
verdad la
humanidad es capaz de
cosas mejores. La aseveración de Hobbes de “homo homini
lupus” (el
hombre es
un lobo para el hombre), no
parece
una afirmación tan
desatinada
de la
realidad
humana.
De hecho, concuerda
con la descripción de
San Pablo de Ío que el hombre
fue y
será siempre, a no ser
que Cristo entre en su vida:
“Hubo un tiempo en que
nosotros también éramos ignorantes, desobedientes,
descarriados
y esclavizados por toda
suerte de pasiones y placeres,
viviendo en malicia y envidia, aborrecibles
y aborreciéndonos unos a
otros” (Tito
3,3).
Pero
“el
hombre
no
puede
vivir
sin amor. Sigue
siendo
un
ser incomprensible
para sí
mismo, su
vida carece
de sentido
si el
amor no Ie
es revelado, si
no Ío
experimenta, si no
Ío
hace
suyo,
si
no
Io
comparte
íntimamente. Así es como Cristo, el
Redentor, se revela
totalmente
así mismo...; ésta
es
la dimensión
humana del
misterio de
la Redención" (Rd.
Hom. 10).
En Cristo,
el hombre
descubre su
propia humanidad.
Fácilmente
Ilega a
conocer y
a creer que
es amado.
Sin esta
convicción
jamás
comprendería
realmente
la
razón
de su existencia
y
la finalidad
de su vida. La “humanitas”
(humanidad, amabilidad) de Dios
nuestro Salvador”
(Tit. 3,4) nos fue revelada con la venida de
Cristo Jesús. “El
trabajó con manos humanas, pensó con mente humana, actuó con una
voluntad humana y amó con un corazón humano”
(G. et S. n. 22). No solamente dio a conocer el amor de Dios, el
Padre, a todos nosotros, “sino
que reveló totalmente at hombre mismo”
(ib.); nos enseñó cómo ser humanos. Precisamente vino a eso.
Amaba con un corazón humano, para que aprendamos a amar con
verdadera humanidad.
Esto no to
conseguiremos nunca si no aprendemos primero Ío
que
significa la
entrada del
amor de
Dios en
nuestras vidas.
La consideración
del texto de Tito 3,4 puede ayudarnos: “Cuando fue
manifestada la
bondad de
Dios, nuestro Salvador,
y su amor
a los hombres, Él nos salvó no por
obras de justicia que hubiéramos hecho
nosotros,
sino según su misericordia, por
medio del baño de regeneración
y renovación
del
Espíritu
Santo,
que
derramó
sobre nosotros
con largueza
por medio
de Jesucristo
nuestro Salvador”.
Nos salvó por
pura compasión. Siempre que pensemos en el amor de Dios a los hombres,
debemos a la vez afirmar y negar. Afirmamos toda la belleza, generosidad y
ternura que el amor humano nos ha enseñado; pero habremos de negar todas sus
limitaciones. Siempre tendemos a pensar con símiles humanos; y “el amor
humano necesita evaluación humana, ¿porqué, pues, pretender colocar Tu amor
a un nivel diferente del de ese puñado de barro humano, el más vil de todos,
que es todo hombre?”.
Francis Thompson
describe aquí una duda que apesadumbra el corazón humano. Nuestro amor
humano hacia otros, está habitualmente exigido por la bondad que vemos en
ellos, por esa capacidad de ser amados que vemos en ellos. ¿Qué puede, pues,
ver Dios en nosotros que le haga reaccionar de esa manera? Uno de los puntos
más vitales de la fe es la maravillosa seguridad de que Dios no reacciona así. El amor de Dios aparece antes de que nada bueno exista en nosotros, es
más bien El el que Io causa y le da la existencia. Dios nos ha amado
provocando nuestra existencia. Nos invita a que nos dejemos amar,
humildemente, agradecidamente, más allá y por encima de todo “merecimiento
humano”.
En realidad, el
hombre que se jacta y se siente satisfecho de sus méritos humanos, nunca
conocerá las maravillas de la bondad de Dios. “El corazón humilde es
aceptable a Dios” (Salmo 50); pues tan solo el corazón humilde puede aceptar
el amor de Dios con alegría y gratitud. Solamente el hombre que conoce que
no es más que un puñado de barro, puede emocionarse con la idea de que Dios
le está buscando, individual y personalmente, a pesar de todos los pesares.
San Pablo
aprendió esta verdad por su propia experiencia: “Yo soy el último de los
apóstoles, indigno de ser llamado apóstol, porque perseguía la lglesia de
Dios. Pero por la gracia de Dios soy Io que soy” (I Cor. 15,9.10). Habiendo
visto la Iuz de Dios brillar en la oscuridad de su propio corazón (2 Cor.
4,6), evoca ahora a Tito esa oscuridad humana en la que la luz del amor de
Dios ha venido a brillar: "vivíamos entonces en malicia y envidia,
aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros" (3,3).
Sobre este fondo
de la "inhumanidad del hombre hacia el hombre", aparece la sorprendente
revelación de la bondad y amabilidad de Dios, nuestro Salvador, hacia la
humanidad. La Vulgata traduce como benignitas et humanitas las dos palabras
griegas krestotes y philanthropis. Dios es bondad y amabilidad, palabras
tiernas y Ilenas de compasión por cada hombre.
Porque se abusa a
menudo del poder, el hombre siempre ha tendido a culpar a Dios de
inhumanidad. San Pablo insiste que es precisamente todo Io contrario, que
Dios posee aquella "humanidad” por la que los soberanos eran elogiados
cuando obraban con bondad con sus súbditos (Cf. II Macabeos 19,9). Cuando
encontramos a alguien, poderoso e importante, y vemos que está Ileno de
bondad y comprensión, decimos que es “muy humano".
En Cristo se nos
ha revelado de un modo sorprendente que Dios “es humano” de verdad. “El amor
de Dios hacia nosotros fue revelado cuando Dios envió a su Hijo único a este
mundo, para que por medio de ÉI consiguiéramos la vida" (I Jn. 4,9). Cuando
oímos que
Cristo "amaba con
corazón humano", no es su “debilidad” humana lo que nos consuela
(necesitamos fortaleza, si pretendemos alzarnos por encima de nuestras
flaquezas), sino su comprensión y su compasión. De hecho, la carta a los
Hebreos recalca la flaqueza humana de Jesús como prueba de su continua y
compasiva comprensión. "No es como si tuviéramos un sumo sacerdote incapaz
de compadecerse de nuestras miserias, sino que tenemos a uno que ha sido
probado en todo igual a nosotros, menos en el pecado” (Heb. 4, 14).
En la base misma
de la condición de cristiano está la visión de un Cristo que tenía compasión
de las multitudes (Mt. 9,36; Lc. 10,33); Jesús que invita a todos a acudir a
El, cuantos sufren y están sobrecargados, sabiendo que su amor comprensivo
aligerará la carga (Mt. 1 1, 28—30). Es el Cristo que nos ha enseñado a
Ilamar a Dios "Padre nuestro".
Un cristiano es,
pues, por encima de todo, una persona consciente de ser amada; uno que puede
decir con convicción que Cristo “me amó y se entregó a la muerte por mi”
(Gal. 2,21); alguien que se "atreve a decir: Padre nuestro”. Como dice San
Pablo, “el Espíritu Santo ha sido infundido en nuestros corazones,
capacitándonos para decir: Abba-Padre” (Rom. 5,15—I 7). Se nos urge aquí a
sentirnos en familia con Dios, nuestro Padre. Dejemos de Iado el término más
formal y respetuoso de "Abi” por el más íntimo y confiado “Abba", que Jesús
usara con José y con su propio Padre celestial. Por encima de todo temor y
formalidad, un cristiano tiene la osadía de decir "Abba”, Padre, que tiene
un significado íntimo y familiar. Nuestra creencia en el amor de Dios (I Jn.
4,16) puede ir tan lejos o Ilegar tan cerca como eso.
Repitamos que,
para valorar el amor de Dios hacia nosotros, ponemos por delante toda la
belleza, generosidad y ternura que el amor humano nos ha enseñado. Pero a la
vez necesitamos negar todos los fallos y limitaciones que encontramos, tan a
menudo, en el amor humano. Necesitamos corregir incesantemente nuestra
tendencia a medir el amor de Dios por el del hombre. Un ejemplo de esta
tendencia lo encontramos en la manera como Filp. 2,7 es traducido e
interpretado:
“Su condición (de
Cristo) fue divina, sin embargo, él no se apegó a su igualdad con Dios, sino
que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante
a los hombres”. El sin embargo es revelador. Si un hombre estuviera
cómodamente instalado en el cielo, requeriría un esfuerzo de su parte “para
inmiscuirse" en problemas humanos, hasta el punto de aceptar una muerte de
cruz. Si esto es así, apliquemos una actitud semejante a Dios y a su Hijo.
Aunque el Hijo era divino y fuera del alcance del sufrimiento humano, “sin
embargo” (como si fuera algo muy costoso) se hizo hombre. Pero, “EI es Dios,
no hornbre", y no encontramos el “sin embargo" en el texto griego.
Porque él era divino, porque él era el Hijo de Dios a quien nosotros
conocemos como amor (“eI Señor es compasión y amor" Salmo 103,8), Él quería
hacerse hombre, a causa del amor que nos tenía. Y to hizo gustosamente,
porque estaba IIeno de “humanidad" en su grado más perfecto.
II) La respuesta
del cristiano a esta visión de fe es:
—Que amemos a
Dios "con un corazón humano", y
—que amemos a los
demás con verdadera "humanidad". (Cf. Mt. 27,34—40; Mc. 12,28-34).
Estamos Ilamados
a amar a Dios con un corazón humano, humano en sus debilidades, en sus
vicisitudes, en sus inconsistencias. No existen superhombres espirituales.
En un hermoso pasaje del evangelio de San Juan, Jesús nos muestra la clase
de amor humano que eI espera de nosotros. El pasaje es bien conocido, aunque
dificultades de traducción han oscurecido a veces su pleno significado:
"Después de la
comida, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres tú más
que estos? El contestó: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Él le dijo:
Apacienta mis corderos. Vuelve a decir le por segunda vez: Simón, hijo de
Juan, ¿me amas? El replicó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le
dijo: Apacienta mis ovejas. Entonces le dijo por tercera vez: Simón, hijo de
Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro que le preguntara por tercera vez:
¿Me quieres? y le dijo: ¡Señor, tú Io sabes todo, tú sabes que te quiero! "
(Jn. 21, 15—25).
De este pasaje se
ha sacado a menudo la conclusión de que uno no está calificado para
apacentar el rebaño de Cristo si no siente verdadero amor hacia el Señor. La
conclusión es válida. Sin embargo, otra importante lección contenida en este
texto se refiere a la clase de amor que Jesús le pide a Pedro, y que nos
pide a todos nosotros. Si queremos valorar debidamente esta lección,
necesitamos recordar el tipo de hombre que era Pedro: seguro de sí mismo,
confiado en su lealtad con el Señor. Creía tanto en la fortaleza de su amor
que aseguró a su Maestro: “Yo daré mi vida por ti" (Jn. 13,37). Su opinión
hacia los otros apóstoles no era tan aita; no le sorprendería que
traicionaran al Señor, pero él, Pedro, le sería fiel: “Aunque todos pierdan
la fe en ti, yo nunca la perderé...; aunque tenga que morir contigo, yo
nunca te negaré” (Mt. 26,33—35. Cf. Mc. 14,29).
Cuando llegó el
momento, la caída de Pedro fue más aparatosa que la de sus compañeros.
Muchos huyeron por temor. Pedro, deliberada y repetidamente, negó al Señor
tres veces,”echando imprecaciones y jurando: yo no conozco al hombre del que
estáis hablando” (Mc. 14,66=-72).
Ahora, después de
la resurrección, Jesús quiere asegurarse el amor de Pedro, no un amor
engreído y seguro de sí mismo, sino el amor de un corazón que es humilde,
purificado por la caída y el remordimiento. Su primera pregunta a Pedro es:
“Simón, hijo de Juan, ¿me quieres tú más que estos? " Pedro recuerda ahora
cómo había opinado sobre los demás, juzgándolos indignos y capaces de
fallar. En su respuesta, omite deliberadamente toda referencia a los otros:
“Sí, Señor, tú sabes que te amo". Ya no se considera superior a los otros;
prefiere confesar su debilidad, antes que juzgar a los otros. Esto Io había
aprendido de su caída y en su segunda pregunta Jesús omite también mencionar
a los demás.
Discurriendo
sobre todo este diálogo, vemos un instructivo juego de palabras, que no
fueron vertidas del original griego a las versiones inglesas. En esas
últimas, se utiliza solamente una palabra para amor, mientras que la griega
usa dos: agapan — philein. En la versión de los Setenta la palabra agapan
tiene un significado técnico, que indica la consagración a Dios que se
expresa en una total fidelidad y obediencia. La palabra philein es menos
fuerte, aunque también significa una verdadera y sincera adhesión afectiva.
Sobre ese fondo
de la llamada de Pedro, con su confiada declaración de amor y su negación,
este pasaje de San Juan se vuelve muy rico y de una gran belleza humana. Con
todas estas cosas en la mente de ambos, Jesús
dice a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú (agapas) con un amor fuerte
y fiel, más que todos estos? ". San Pedro ya no quiere compararse a los
otros. Ya no puede ni se atreve a asegurar que su amor es fuerte, o que será
fiel. De ahí que use un término diferente para amor; al responder, dice
simple y humildemente: “Sí, Señor, tú sabes que en mi débil corazón humano
existe una profunda afección hacia ti (philo)".
El Señor nota
enseguida la omisión de toda referencia a los otros y le pregunta por
segunda vez: “Simón, hijo de Juan, ¿Me amas (agapas)? " incluso en esta
segunda ocasión, aunque se le invita a hacerlo, Pedro no se decide a repetir
la palabra fuerte sugerida por Jesús. Repite simplemente su philo,
reafirmando su afecto humano hacia el Señor y sugiriendo que “sólo tú
conoces cuán fuerte y fiel podrá ser, ya que sólo tú puedes fortalecerlo".
Esto es suficiente para Jesús; es incluso necesario, pues un amor que está
muy seguro de sí mismo, fallará con seguridad. El único amor que puede
perdurar es el amor que, consciente de su fragilidad humana, busca en Dios
su fortaleza. Como dice San Agustín: “Nuestra fortaleza contigo, es
verdadera fortaleza; pero fuera de ti, sólo es debilidad".
En su tercera
pregunta, Jesús mismo adopta la palabra de Pedro que significa amor
(phileis), preguntando: “¿Simón, hijo de Juan, tienes realmente en tu
corazón este profundo afecto humano hacia mí? ". Esto apena profundamente a
Pedro, el que Jesús pueda realmente dudar de la profundidad de su afecto
humano. Fuera Io frágil que fuera, era profundo y auténtico. Por eso dice:
“Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que mi amistad es real, aunque sin tu
ayuda continuaría siendo débil y humano". Y Jesús queda satisfecho. Confirma
a Pedro en su misión de apacentar el rebaño de Cristo, recordándole sin
embargo que debe tener siempre presente que son “mis ovejas", aquellas por
las que he dado mi vida y hacia las que los pastores deben mostrar la misma
tierna compasión que el Buen Pastor.
A cada uno de sus
seguidores dirige Jesús la misma pregunta: “¿Me amas? " ¿Quién de entre
nosotros se atrevería a replicar con un agapao, la confiada seguridad de que
yo amo al Señor, guardo sus mandamientos, que mi amor será siempre fiel?
Esta no es la respuesta que él busca, como sabemos por la parábola del
Fariseo y el Publicano. El prefiere nuestro philo, la seguridad de que en
medio de nuestra fragilidad y a pesar de nuestras caídas, Io seguimos amando
con nuestros corazones humanos. Un himno del breviario inglés pide a Dios
que guíe “los deseos de nuestro corazón, para amarte a tí, Señor"." Se nos
ha dicho que deberíamos “amar al Señor, nuestro Dios, con todo nuestro
corazón y toda nuestra mente y toda nuestra alma". ¿Quién de entre nosotros
se atrevería a decir que así Io hace, a Io menos en la medida indicada? Sin
embargo, esta debe ser nuestra ilusión, este es el deseo que brota
eternamente de nuestro pecho humano: amar al Señor nuestro Dios.
Amamos con un
corazón humano. Es un amor humano con sus debilidades, que continúa
existiendo junto con el profundo deseo de amar. Es un amor humano con
su ceguera, no distinguiendo claramente cuáles son los caminos del Señor. Es
un amor humano con sus inclinaciones a buscar al camino fácil y con su
prontitud para justificar el camino fácil que hemos escogido.
Sin embargo,
podemos decir que de verdad amamos con un corazón humano si nuestro corazón
permanece abierto a todo to grande y noble, si sigue manteniendo el deseo de
conocer la verdad y de ser fortalecido para obrar el bien.
Cristo, el Hijo
de Dios, nos amó con un corazón humano, por su compasión y comprensión de la
flaqueza humana, capaz de sentir con nosotros en nuestras debilidades y
necesidades humanas. Debilidad y culpabilidad nunca han de ser una razón
para no sentirse amado. Esta es la tragedia de Judas, no el que traicionara
al Señor, sino el que le faltara la fe en el amor misericordioso, que era
mas grande que todas las traiciones, que podía "liberarnos del pecado por
medio de su gran amor’’.
En Jesús, el Hijo
del Hombre en fin amaba a Dios con su corazón que era verdaderamente humano,
por encima de todo egoísmo, aunque no por encima de toda fragilidad. Nos
mostró Io que significa dejar que el amor nos eleve hacia la bondad y el
amor. Él es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. Es El el que
“revela totalmente el hombre al propio hornbre".
III)
"El que ama a su prójimo, ha cumplido la ley" (Rom. 13,8). Siendo
"humanos, benevolentes y compasivos" con los demás, seguimos siendo
cristianos y mostrando una verdadera "humanidad". Por eso la Madre Teresa de
Calcuta es una figura amada y admirada; es una lección viviente de lo que es
la naturaleza humana en su mejor proyección. Naturalmente hay muchos
elementos sobreentendidos en ser totalmente humano. "En esa inquietud
creadora (del corazón humano) late y palpita Io que es más definitivamente
humano, es decir, la busca de la verdad, la sed insaciable de lo bueno, el
hambre de libertad, la nostalgia por Io hermoso y la voz de la conciencia"
(Redemptor hominis, n. 18). Sin embargo, ahora deseo concentrarme en aquel
aspecto de amar a los demás con verdadera compasión. Como respuesta
cristiana, tiene su origen en el amor de Dios revelado en Cristo. Y en la
capacidad del Espíritu de amor adquiere su fuerza.
"Mirad cómo esos
cristianos se aman mutuamente", era el juicio que emitían sobre los miembros
de la primitiva Iglesia. A muchos modernos esto les suena como una frase
entresacada de una antigua leyenda. "¿Es que soy acaso el guardián de mi
hermano?", fue la despreocupada respuesta de Caín a Dios, después de haber
asesinado a su hermano Abel. En cierto sentido hay muchos discípulos de Caín
entre los que se profesan seguidores de Cristo.
Yo conozco a un
hombre que no va a la iglesia. Cree en Cristo; acepta sólo un mandamiento:
"Si puedes hacer el bien a los demás, estás obligado a hacerIo". Esto me
hace pensar en el texto de San Marcos 12,34. A un hombre con puntos de vista
análogos, "Jesús, viendo que había habIado sabiamente, le dijo: Tú no estás
lejos del reino de Dios".
Jesús habla mucho
de un amor práctico a nuestro prójimo. Dio su "mandamiento nuevo" para que
sus seguidores se amaran mutuamente (Jn. 13,34; Cf. Mat. 22,34-40). Dijo que
seríamos juzgados según la medida con que diéramos de comer a los
hambrientos, de beber a los sedientos y cuidáramos de los desamparados,
desnudos y extraños (Mt. 25,31-46). Sus enseñanzas están repetidas en las
cartas de San Pablo, San Juan y Santiago.
Sin embargo,
¿cuántos cristianos hay que sitúen su amor práctico at prójimo como el
elemento central de su cristianismo, después del amor a Dios? Al
interrogarse sobre lo que significa ser católico, a menudo se da esta clase
de respuesta: significa ir a misa los domingos, guardar los mandamientos, no
practicar el control de la natalidad. Muchos católicos creen que hacer algo
en la Iínea de "caridad", es una cosa que está por encima de la estricta
obligación.
"El que ama a su
prójimo ha cumplido la ley". Muchos "cristianos", si bien se jactan de
"cumplir la ley", prefieren no verse involucrados en los problemas de otra
gente. En el mundo occidental, tan competitivo, se enseña que cada uno ha de
valerse por sí mismo.
Las naciones
mantienen su arsenal atómico a punto, para lanzarlo contra otros seres
humanos. Los hombres de negocios, avispados y sin entrañas, siempre están
dispuestos a hacer sus ganancias de la forma que sea; vividores y tramposos
se ceban en los incautos y sencillos. Miembros de las naciones ricas
regatean su ayuda a las más pobres, a las que consideran insuficientemente
industriosas. No se aplican a sí mismas las palabras de San Agustín: "Da de
tus riquezas. ¿Pues de qué riquezas das sino de las suyas...? ¿Qué es Io que
posees que no lo hayas recibido? (en Salmo 95,14-15).
El problema es
cómo ayudar a nuestro prójimo en este mundo moderno, a veces tan complicado.
Esto no ofrece una fácil solución. La respuesta adecuada no la encontrará
nunca esa gente que se preguntan por qué han de ser ellos los guardianes de
sus hermanos. Tener problemas que resolver no es el mayor problema. Lo que
preocupa es que tenemos demasiados cristianos que opinan que resolver dichos
problemas no es asunto suyo.
¿Cómo ha sucedido
que tengamos tantos cristianos practicantes que no consideran un deber
cristiano el mostrar una compasión práctica y una seria preocupación por los
pobres y los que sufren? ¿En cuántos hogares los padres cristianos han
inculcado con la palabra y el ejemplo a sus hijos el sincero deseo de ayudar
a los necesitados y de amar a todos sus hermanos en Cristo? ¿Con cuánta
eficacia nuestra catequesis ha enseñado a la gente a creer en el amor y a
practicarIo de verdad?
IV) La Iglesia: Signo y heraldo del
amor de Dios.
“La Iglesia es el
sacramento universal de salivación; hace conocer la existencia del misterio
del amor de Dios hacia el hombre y Io hace presente entre los hombres" (G.
et S. 45).
Todo el que
conozca la historia de la Iglesia sabe que es bien cierta esta afirmación. A
través de los siglos, la Iglesia ha sido el heraldo del amor de Dios al
hombre; ella ha sido de muchas maneras el signo del amor compasivo de Dios,
presente entre los pueblos. Sin embargo, esta imagen de la compasión de
Cristo en el rostro de la Iglesia no ha estado siempre sin ninguna mancha y
como desfigurado; no ha brillado siempre diáfanamente, especialmente cuando
se la mira a distancia. Nosotros, que somos la Iglesia, tenemos que examinar
nuestra conciencia para ver cómo proyecta en todas las épocas la Iglesia a
través nuestro esta imagen.
Para hacer una
distinción, que puede ser cuestionable en teoría, pero que es cierta en la
realidad, la Iglesia y sus maestros oficiales han aparecido a veces como más
interesados en la verdad, que “en poner en práctica la verdad en el amor".
La llamada
preocupación por la verdad parecía excluir la verdadera caridad humana y
cristiana. Podemos recordar la inquisición, la quema de herejes y las
recriminaciones de la época pre-ecuménica para concluir cuán cierto es todo
esto. Existen medios modernos de insistir sobre la verdad que al parecer
excluyen la compasión y el amor. La verdad tendría que ayudar a amar. ¿Pero
es que alguien puede abarcar toda la verdad?
¿Y cuántas veces Io que vienen a Ilamar insistencia por la verdad no
ha destruido en realidad la caridad cristiana? Es muy fácil aparecer
despreocupados por las personas al “preocuparse por la verdad”.
Hasta el momento
actual esto parece cierto en cualquier época de la Iglesia, hasta el punto
que parece haber fallado ésta en su misión de ser el sacramento del amor de
Dios, tan compasivo y bondadoso. A este respecto algunos fallos son
inevitables, pues ciertos adultos son como chiquillos que consideran toda
imposición disciplinaria como ausencia de amor. El amor verdadero es
exigente. Pero sus exigencias serán aceptadas en la medida en que son
consideradas como exigencias de amor. La Iglesia tiene que predicar la
verdad; pero la verdad primordial del amor de Dios hacia el hombre debe ser
predicada más solemnemente que todo Io demás. Cuando pensamos en las
realidades de nuestras vidas, sobre Dios y su voluntad en el mundo, por
encima de todo “estamos en la presencia de un gran corazón" (Cardenal
Wojtyla):
En la medida en
que la lglesia hace presente el misterio del amor de Dios hacia el hombre,
nos coloca delante de la presencia del Cristo de los Evangelios.
“Cuando estaba a
la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores y estaban
en la mesa con Jesús y sus discípulos. AI verlo los fariseos, decían a los
discípulos: ¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?
Más él, aI oírlo, dijo: No necesitan médico los que están fuertes, sino los
que están mal. Id, pues, a aprender to que significa aquello de:
Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque he venido no a llamar a
justos, sino a pecadores" (Mt. 9,10—13).
La verdad básica
que la Iglesia tiene que proclamar es que Jesús ama a los pecadores, a
los publicamos, a los divorciados y a la gente que practica el control
de nacimientos. Solamente Él puede liberarlos del pecado con la fuerza
de su gran amor.
La Iglesia
proclama el amor de Cristo a cada hombre, a cada mujer, sea cual sea su
situación, sea cual sea su modo de obrar. No puede aprobar todas las
situaciones o todas las conductas. Debe afirmar constantemente ciertos
valores, como la fidelidad en el matrimonio, su visión del plan de Dios en
relación con el sexo y con la vida humana. Sin embargo, no califica de
“pecadores" a todos los que no viven de acuerdo con estos valores o se
encuentran en situaciones que no puede aprobar. Como Cristo ama a cada
persona humana, así Io hace ella; y se esfuerza en amar con la "humanidad"
que Cristo le mostró. Sabe que, en respuesta al amor de Dios, cada hombre y
cada mujer deben “amar con amor humano", humano en su deseo de amar, pero
humano también por sus debilidades y cogido en los complicados engranajes de
su situación humana. Como ha afirmado un documento oficial de la Iglesia:
“Las peculiares
circunstancias que rodean a un acto objetivamente malo, aunque no pueden
hacerlo objetivamente virtuoso, pueden en cambio disminuir su gravedad, la
culpa o hacerlo subjetivamente defendible. En un último análisis la
conciencia es inviolable, y nadie puede ser forzado a obrar contra su
conciencia, como atestigua la constante tradición de la Iglesia" (Sgda. Cong.
para el Clero. Documento en el "caso de Washington" 1970).
Tal vez la
Iglesia haría bien en predicar desde encima de los tejados Io que ha
afirmado en secreto. Pero aquí también hay verdades que forman parte del
mensaje del amor de Dios al hombre. Algunas autoridades tienen miedo de
que, si proclamamos estas verdades, podría aparecer que establecemos
normas dobles, o aprobamos ciertas situaciones éticas. Naturalmente no
se trata de esto. Pero la Iglesia debe mostrar que, como su Señor y
Maestro, también ella ama con un corazón humano, o sea amable,
compasivo, y Ileno de
comprensión para con la flaqueza humana.
“Si por un Iado
es una excelente manifestación de caridad con las almas no omitir nada
de la doctrina salvífica de Cristo, por otro Iado esto tiene que
compaginarse con la tolerancia y la caridad. El Señor mismo en su
conversación y contactos con los hombres, nos ha dejado un ejemplo de
esto. Pues cuando vino no para juzgar sino para salvar al mundo, ¿no fue
acerbamente severo con el pecado, pero paciente y lleno de misericordia
con los pecadores? Por Io tanto, los esposos y esposas cuando estén
profundamente acongojados por las dificultades de su vida, tienen que
encontrar, grabado en el corazón de sus sacerdotes, una voz y un amor
semejantes a los del Redentor". Escuchamos aquí “la voz y el amor del
Redentor" que nos viene como un eco de la voz oficial de la Iglesia, (de
hecho, es la voz misma del Papa Pablo VI en Humanae Vitae n. 29). La voz
insistente que es amor al hombre, no un fanatismo por la verdad
abstracta, lo que le urge a proclamar el pleno mensaje de Cristo que
revela nuestra humanidad total. Al mismo tiempo, el amor aporta
tolerancia y pleno reconocimiento de la fragilidad humana.
Con esta
tolerancia las Conferencias Episcopales han reconocido que hay grados de
"crecimiento espiritual (en los que) el penitente puede sentirse incapaz
de aceptar esta doctrina (de la Iglesia) de un modo total y en la
práctica" (Conferencia Episcopal de Australia, septiembre de 1974).
"Tales personas pueden estar libres de culpabilidad; ciertamente, no se
habrían alejado de la Iglesia; y actuando de acuerdo a su conciencia
pueden estar sin falta objetiva" (ib). Esto es un eco de Io que la Sagrada Congregación para el
Clero dijo en 1971: "El consejero... no debe presumir demasiado
rápidamente... un rechazo deliberado de los amorosos mandatos de Dios, en el
caso de una persona que honestamente trata de mantener una buena vida
cristiana".
He aquí la voz de
Io que en un artículo posterior el Padre Kane llama "una Iglesia que
afirma": una Iglesia que obviamente habla con “la voz y el amor del
Redentor". Ella asegura que, en medio de la humana fragilidad y sinceridad,
Dios contempla "el deseo de nuestro corazón de amar al Señor" y con esto
queda satisfecho. Porque El sabe que, Ilegado el momento, puede” limpiarnos
de pecado por la fuerza de su gran amor" y conseguir que vivamos con una
respuesta más perfecta a su amor.
V) Aquí tenemos los elementos
de una respuesta a la pregunta enunciada previamente, referente a la
anomalía de “los convencidos católicos practicantes" que muestran tan poco
interés práctico por las necesidades de los otros. Recordamos Io que San
Juan escribía en su primera carta: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios... En esto se manifestó el amor que Dios nos
tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por
medio de EI: ... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros
debemos amarnos unos a otros" (I Jn. 3,1;4,9;4,11).
El cristiano es
más que uno que “obra bien"; no se limita simplemente a ser fiel a un
mandamiento de ser caritativo con los demás. No es primeramente una
persona que ha aprendido a creer “en todas las verdades que Dios ha
enseñado y que la Iglesia propone". Por encima de todo, es uno que “ha
aprendido a creer en el amor que Dios tiene por nosotros" (I Jn. 4,16). Cuando va a la Iglesia
los domingos, va no cumpliendo a desgana una ley, sino que va con gozo a
celebrar junto con otros que creen en el amor de Dios las maravillas de ese
amor que se nos ha dado. Tiene que reflexionar en el significado del amor de
Dios que ha sido dado a los demás.
Era en los días
en que la comunidad cristiana vibraba realmente con la convicción de que
"Dios nos ama tanto" que los otros dirían: “Mirad cómo se aman los
cristianos". Los dos amores corrían paralelos: amor a Dios y amor a los
demás. Cristo había dicho: "Si me amas, guardarás mis mandamientos" (Jn.
14,15). Y San Pablo declara: “Todos los mandamientos: No adulterarás, no
matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen
en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal
al prójimo. La caridad es por tanto la ley en su plenitud” (Rom. 13,9—10).
Este aspecto de
la visión cristiana fue expresado por la Madre Teresa de Calcuta, en
diciembre de 1979, en el momento de recibir el premio Nobel de la Paz:
“Nuestros pobres son personas importantes, que se hacen amar. No
necesitan nuestra compasión y simpatía, Io que necesitan es nuestro amor
comprensivo y necesitan nuestro respeto. Necesitamos decir a los pobres
que para nosotros son algo importante; que ellos, también, han sido
creados por la misma amorosa mano de Dios, para amar y ser amados”.
AI descubrir que
las otras personas son dignas de amor, descubrimos nuestra propia
“humanidad".
Amamos con un
corazón humano. Y porque es humano es limitado, con necesidad de ser
guiado e iluminado. En su ansia de libertad, puede pensar que sería más
humano rechazar las "imposiciones y limitaciones" de la religión. La
gente que opina de este modo se olvida de recordar de que todos
obedecemos. Todos tenemos que conformarnos a ciertas normas. Del acierto
de escoger a quién obedecemos depende la posibilidad de la verdadera
libertad. Podemos obedecer a los dictados del principio del placer, de
buscarnos a nosotros mismos, del materialismo, y entonces caemos en la
esclavitud de las dictaduras del mundo y de nuestra época. Cristo vino
para revelar la verdadera humanidad del hombre, su verdadera libertad:”
Yo caminaré por la senda de la libertad, puesto que busco tus preceptos”
(Salmo 119,45).
La voluntad del
Dios que nos ha creado tiene que ser necesariamente liberadora y humanizante.
Sin embargo, no es éste el mensaje difundido por el mundo, un mensaje
consignado al principio de la Biblia, cuando fue declarado por Satanás que
el hombre no moriría si se decidiera por la desobediencia a su Creador. El
mensaje sigue siendo repetido hoy día: No morirás si desobedeces, si tomas
drogas, si dejas de valorar la fidelidad, la honestidad, la justicia; no
morirás si satisfaces todas tus tendencias al placer. Lo cierto es
precisamente Io contrario, algo morirá dentro de ti y serás menos humano.
Serás menos feliz (aunque te parezca que gozas de más placer), te sentirás
menos realizado, aun cuando seas más induIgente contigo mismo.
En muchos
aspectos, los cristianos, al igual que Cristo, serán inevitablemente “un
signo de contradicción” (Lc. 2,34). No nos proponemos por principio
contradecir lo que otros dicen o hacen. Pero nuestra afirmación de los
valores cristianos y humanos es un signo de la gran contradicción de los
valores tal como son predicados por el mundo en la faz del mundo. El mensaje
cristiano tiene que recalcar que mucho de lo que este mundo tan centrado en
sí mismo afirma, está en contradicción con los valores cristianos, los
verdaderos valores humanos: la negación del valor de la vida, de la
fidelidad, de la dignidad de la persona humana, de la primacía de Io
espiritual...
A causa de estas
contradicciones, necesitamos mirar cuidadosamente a Cristo, para
entender cómo Cristo el Redentor revela totalmente las maneras como
estamos convocados a vivir y amar con un corazón humano.
“La Iglesia
parece hacer profesión de la misericordia de Dios de una manera muy
especial, y de venerarla, cuando se dirige al Corazón de Cristo. En
realidad, es precisamente este acercarse a Cristo en el misterio de su
Corazón que nos permite detenernos en este punto, —un punto en el sentido
céntrico y muy accesible en eI nivel humano—, de la revelación del amor
misericordioso del Padre, una revelación que constituyó el contenido central
de la misión mesiánica del Hijo del Hombre.
El Concilio
Vaticano II habló repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más
humano y dice que la realización de esta tarea es precisamente la misión
de la Iglesia en el mundo moderno. La sociedad puede volverse más humana
solamente si introducimos dentro de las múltiples facetas de las
relaciones interpersonales y sociales, no solamente la justicia, sino
también el “amor misericordioso", que constituye el mensaje mesiánico
del Evangelio” (Juan Pablo II, Dives in Misericordia, 1980).