CON UN CORAZÓN HUMANO
CAPÍTULO 6:
EL CORAZÓN DE CRISTO CENTRO DEL MISTERIO CRISTIANO Y CLAVE DEL UNIVERSO
Pedro Arrupe S.J.
Superior General de la Compañía de Jesús.
1 Corazón’, en el lenguaje humano y en la terminología bíblica, es una de
esas palabras que K. Rahner ha Ilamado Urwort, es decir, palabras
primigenias y generadoras, portadoras de un inmenso contenido difícilmente
reductible, y, por ello mismo, con gran poder de evocación. Como en una
minúscula concha marina resuena el fragor y la vida del mar, en tales
palabras encuentran eco una riquísima variedad de ideas y sentimientos.
La palabra ’madre’ es otro ejemplo: ¿quién podría decir más apretadamente
todo cuanto esa palabra significa, o quién podría explicar su contenido en
una definición? De cualquiera de ellas podría decirse que es todo eso y algo
más, porque nadie puede Ilegar en su comentario at fondo de la ‘cosa’, y
menos aún transmitirlo adecuadamente.
El valor de esas palabras reside precisamente en que nos permiten
entendernos acerca de realidades por demás profundas e intrinca das. La sicología del lenguaje tiene en ellas un objeto de
interesante investigación.
2. Pero su misma riqueza es, en parte, su debilidad. Porque el amplio juego
que dan en la comunicación humana las hace víctimas del abuso que acaba por
vulgarizarlas y marchitarlas. O las somete a una erosión que lima su
expresividad. O son artificialmente exaltadas y adaptadas at efímero gusto
de una moda con lo que ello tiene de caducidad. Afortunadamente, at final la
naturaleza acaba saliendo siempre vencedora, y esas palabras —que más que
producto humano parecen don divino— reemergen y se abren camino con su
profundidad y sus valores intactos.
3. 'Corazón de Jesús' es una expresión que ha atravesado esas vicisitudes.
Marcada por una simbología, un estilo literario y una concepción de época
—necesariamente transitoria— pareció que iba a quedar sepultada bajo la ola
de la renovación. No por mucho tiempo.
'Corazón de Cristo' es una fórmula de idoneidad inigualable y de
raigambre tan bíblica que es insustituible. Ha sido suficiente liberarla de
adherencias que no la eran propias y dejar bien en vista su primigenio,
riquísimo y misterioso significado, para recuperarla.
Corazón de Jesús: todo el amor
de Cristo, Dios y Hombre, enviado del Padre por el Espíritu, que se ofrece
en redención por todos, y que con cada uno de nosotros establece una
relación personal.
4. "El misterio interior del hombre, en el lenguaje bíblico y no bíblico
también, se expresa con la palabra 'corazón'. Cristo, Redentor del mundo es
aquel que ha penetrado de modo único e irrepetible en el misterio del hombre
y ha entrado en su 'corazón"' (Redemptor Hominis, 8). "En él, la naturaleza
humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad
sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido en cierto modo
con todo hombre. Hugo, Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia
de hombre, amó con corazón de hombre" (GS 22).
5.
El amor del corazón de Cristo clave interpretativa de Ia historia de la
Salvación.
Este don que el Padre nos hace del Cristo persona es nuestra salvación, la
de todo hombre. Cristo en su encarnación interfiere en el sistema
establecido de relaciones del hombre con Dios y las transforma por completo.
La gran fuerza que opera esa revolución, la gran novedad de la Nueva Alianza
es el amor de su corazón, y el amor que viene a despertar en cada hombre. Él
se hace garante del nuevo pacto con el sacrificio de reconciliación ofrecido
una vez y renovado en la eucaristía a lo largo del tiempo, sacrificio
plenamente aceptado y agradable al Padre, y gloriosamente sublimado en su
resurrección.
6. La catequesis primitiva, y
los evangelios que de ella nacen, son el relato de ese amor. En los cuatro
evangelios se nos muestra el amor en acción. Juan, en sus últimos capítulos
especialmente, y en sus cartas —singularmente en la primera— eleva el amor a
categoría de tesis introduciéndonos expresamente en los sentimientos del
corazón de Cristo, y avivando en nosotros el amor de correspondencia.
Pablo, por su parte, sirve de difusor universal entre las gentes de la Buena
Noticia que constituye la nueva condición del hombre, 'la nueva creatura',
al haberse consumado el amor de Dios que deroga la vieja ley. En este
sentido, el cuarto evangelio y el 'corpus paulinum’ se iluminan y
complementan maravillosamente.
7. Si el Antigua Testamento es
en esencia Ia historia de una tensión humana frente al Dios Creador que
puede sintetizarse en la contraposición 'corazón de piedra/corazón nuevo',
el Nuevo Testamento se sintetiza en la nueva relación amorosa 'cor
Christi'/'cor hominis'. Así, un término tan congenial al lenguaje semítico,
es elevado en la proclamación neotestamentaria a un insuperable grado de
significación: los sentimientos y acciones del Hijo de Dios y de cada hombre
en su reciproca relación.
8.
Cristo, definido por su corazón.
No es posible encontrar en las páginas del Nuevo Testamento una palabra que
más rápida y certeramente, con más profundidad y más calor humano se
aproxime a una definición de Cristo que su ‘corazón'. Mucho de lo que Juan
piensa y dice de Cristo cabe en el término 'logos', pero son también muchas
páginas suyas las que quedan fuera, y gran parte de lo que nos dicen los
sinópticos. Fuera, se entiende, de las connotaciones humanas en que acá y
allá se manifiesta la rica personalidad de Cristo.
El 'logos' tiene una resonancia mental que no 'describe' inmediatamente a
Cristo. Pocos, en cambio, serán los pasajes del evangelio en que no se
transparenten algunos de los rasgos interiores que compendiamos en su
corazón. Más aún: los signos exteriores, sus parábolas y discursos, la vida
toda de Cristo tal cual se nos propone en los evangelios --incluso
considerados como ‘kerygma'— no son plenamente comprensibles ni comprendidos
en todo su profundo significado más que si son leídos desde su corazón.
Leídos en esta clave, en cambio, Jesús es percibido más plena e
indivisiblemente en cada momento de su vida. Todo cuanto hace y dice en
cualquier escena nos da la medida completa de su ser interior, de su
infinita coherencia divino/humana, persona plenamente entregada a la misión
recibida del Padre. Y es precisamente a ese plano interior de Cristo al que
importa Ilegar a través de sus palabras y sus obras.
9. Por eso no es un arcaísmo
pietista referirnos a Cristo en su corazón para sintetizar en una palabra
todo el conjunto de valores que atisbamos en su persona. No hay ninguna otra
expresión que mejor sugiera "la anchura y la longitud, la altura y la
profundidad del amor de Cristo, que supera todo conocimiento" (Ef. 3,18). Ni
el logos de Juan, ni Sabiduría, ni Hijo del Hombre, ni Mesías. Ni siquiera
las definiciones que en sentido metafórico Jesús se aplica a sí mismo:
camino, verdad, vida, luz, buen pastor, vid, pan, etc. El mismo Jesús,
cuando lejos de toda metáfora ha querido describirse en sus más profundos
sentimientos, ha apelado al lenguaje más comprensible: "aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11,29).
10. Cristo
valora el corazón de cada hombre.
Cristo valora a los hombres por su corazón. Ciertamente, en la predicación
profética es ya un tópico la insistencia en las disposiciones interiores:
Jeremías (4.1-4 y passim) y Ezequiel, sobre todo, y esa maravilla del
lenguaje del converso que es el SaImo 50/51, el Miserere. Juan, el
Precursor, centra su predicación en ese tema y con la misma impostación de
los profetas. También lo hará Jesús; pero si antes el amor iba implícito en
el dolor de contrición ("trituración" del corazón), en la predicación de
Jesús se invierten los términos y es el dolor el que va implícito en el
amor.
11. Para Cristo es primordial la coherencia e integridad del hombre. Si hay
algo que le ha encendido en santa ira es la insinceridad farisaica, la
doblez del corazón, el sustituir el amor con la justicia de las apariencias.
Cristo es reiterativo en afirmar que la sede de la bondad o de la maldad del
hombre es el corazón. La exaltación del ser interior del hombre queda
consumada en una línea en que los profetas apenas habían avanzado nada:
vincula al interior del hombre la capacidad de incorporarse al Reino de
Dios, un reino cuya presentación veterotestamentaria es definitivamente
desechada. Es en el corazón del hombre donde, restaurada su filiación
divina, se ultima la unión del hombre con Dios. El Reino, antes de su
consumación escatológica, no es más que la eklesia, el pueblo de quienes por
la fe han recibido esta transformación interior (cfr. 1 Cor. 1,2) y
fraternalmente unidos caminan a la casa del Padre.
12. El elemento de referencia en la relación corazón de Cristo/ corazón del
hombre es el amor. Más que la fe, más que cualquier otro sentimiento, es el
amor lo que define trascendentemente al hombre y es, también, lo que más se
aproxima a una definición de Dios. Dios es amor. Cristo corresponde al
infinito amor del Padre con un amor y obediencia absoluta, y, al mismo
tiempo, ama a los hombres hasta el fin (Jn 13,1).
En el corazón de Cristo se funde el amor al Padre como Verbo y como Hombre,
y el amor a los hombres. En el corazón del hombre redimido por Cristo este
amor debe encontrar una proporcionada correspondencia. Tal es el caso de
Pablo: "Me amó y se entregó a si mismo por mi" (Gal 2,20). En la única
persona divina de Cristo, las dos naturalezas constituyen un encuentro de
amor.
CRISTO: UN NUEVO CONCEPTO DEL AMOR
13. El amor de
Yahveh en el A.T.
Desde el principio Dios tomó la iniciativa de un diálogo de amor con los
hombres. Pero no puede decirse que la propuesta divina haya sido plenamente
entendida ni correspondida por ellos. El hombre bíblico 'conoce' a Dios, y
conocer una cosa, para el semita, es tener ya cierta experiencia de ella, y
amarla en cierto modo. En una primera época predomina el concepto de un Dios
creador, misterioso y distante, que elige sus amigos y confidentes entre los
hombres: los patriarcas y profetas. Son los testigos del drama de amor y de
ira de Yahveh. El pueblo responde con la adoración y la obediencia. Muchos
salmos pre-- y postexílicos atestiguan que no sólo el pueblo en conjunto o
sus guías, sino cada uno, sobre todo el 'pobre', el 'pequeño', el `justo',
es amado por Dios.
14. Pero quedan muchas oscuridades e interrogantes. ¿En qué se traduce el
amor de Yahveh? ¿Cómo se le corresponde? ¿Qué relación tiene amor de Yahveh
y amor al prójimo? Yahveh es
aceptado como el Dios Único, creador, protector y misteriosamente
remunerador. Su amor se hace tangible en la oferta de una alianza por la que
se desposa con su pueblo elegido. La respuesta de Israel no puede ser otra
que sumisión y fidelidad: obediencia a la ley. Esa sería la traducción del
primer precepto del decálogo: amar a Dios "con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas" (Dt 6,5).
Incluso el Cantar de los Cantares no es, en el fondo, nada más que la
exaltación poética de la alternancia de posesión y búsqueda entre Yahveh y
su pueblo. Paralela a la línea profética que presenta la alianza como
relación de amor, existe, sin embargo, la línea legal, que acaba
predominando, y centra cada vez más absorbentemente la fuerza de la alianza
en la aceptación de la ley y la obediencia: una ley que prolifera en
incontables preceptos, que se vuelve agobiante y tiene el peligro de sofocar
el amor. El amor de Yahveh viene a ser en buena medida el temor de Yahveh.
El centro de gravedad bascula sensiblemente de lo cordial a lo servil. Este
hecho motiva los acres reproches de Cristo a los fariseos.
15. Y quizás no podía ser de otra manera, dado que la revelación trinitaria
estaba por hacer. El amor no podía ser perfecto sin conocer a Dios como
Padre, sin saberse hermanados al Hijo, sin recibir al Espíritu. ¿Y cómo
esperar la intervención personal de Yahveh en la historia de su pueblo
insertándose entre sus miembros? La concepción mesiánica está condicionada
por estas oscuridades. Se espera un mesías regio, un mesías sacerdotal y,
sobre todo, un mesías liberador. Quedan sin definir con precisión sus
relaciones con Dios y sin atisbar siquiera sus relaciones con los hombres.
El velo que cubre el misterio de la Trinidad durante el tiempo de la promesa
oculta también la plenitud del amor. La pluralidad de personas es una vaga y
metafórica intuición, y apenas permite la identificación del Enviado con una
de tales personas. Y que ese Enviado haya de padecer y morir será escándalo
para los judíos. Puede decirse que no estaban preparados para tal amor, para
tan gran amor. Cristo, en cuanto definido por su corazón, rebasa todas las
expectativas del Antiguo Testamento y se constituye en clave de toda la
historia de la salvación.
16. El amor
del prójimo en el A.T.
También el amor fraterno está sometido a limitaciones y oscuridades.
Es cierto que el Levítico completa el amor de Dios con un `segundo
mandamiento': "Amarás a tu
prójimo como a ti mismo" (Lv 19,18) y "Amarás al extranjero como a ti mismo"
(Lv 19,34). Pero 'prójimo' se identifica prácticamente con 'hermano', es
decir, con quien forma parte del pueblo de la promesa. Sobre todo, después
del exilio, el ámbito de la fraternidad tiene reconocidos Imites.
El extranjero que debe ser amado es el extranjero de paso (forastero) o
residente ("pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto" DT
10,18), pero excluye a los gentiles que, por definición, son enemigos de
Dios y consiguientemente, enemigos de su pueblo. La pregunta "¿Quién es mi
prójimo? ' no tiene clara respuesta, aun para el israelita de mejor
voluntad; y para el de aviesas intenciones es buen terreno para una celada.
Esa es la pregunta que servirá al Señor para una Impida respuesta: la
parábola del 'buen samaritano' (Lc 10,25-27).
17. El caso extremo de enemistad
es la que se da por motivos religiosos. Es tanto más fácil de justificar
cuanto que aparece revestida de celo y piedad. ¿Si el mismo Yahveh puede
volverse enemigo de su pueblo infiel, y castigarlo y hacerlo sufrir, está
justificada la enemistad del israelita para con el idolatra, el disidente o
el público pecador? Llegan a
hacerse religiosas las patéticas muestras externas de su horror al pecado y
se establece una fervorosa competencia al expresar las imprecaciones: desde
el simple mantenerse a distancia del impuro, o negar el trato al disidente
(samaritano, por ejemplo) o rasgarse las vestiduras ante el blasfemo, hasta
la lapidación.
18. Cristo manifestación del
amor del Padre
Dios había manifestado su amor a los hombres en el Antiguo Testamento a
través de la predilección por un pueblo concreto. Establece con él una
alianza, le da una tierra de promisión, lo reconduce a ella desde sucesivos
destierros. Es una historia de tormentoso amor. Pero llegada la plenitud de
los tiempos el amor del Padre a los hombres se hace con un esquema
totalmente nuevo, con un gesto irrepetible: su Hijo es ‘enviado' a
protagonizar en la tierra el drama del dialogo de amor entre Dios y el
hombre.
Este envío del Hijo consuma cuanto de más amoroso hay en el tiempo de las
promesas: "todas las promesas de Dios han tenido su si en él" (2 Cor 1,20),
y "en él se ha manifestado el amor que Dios nos tiene" (Rom 8,39). La
iniciativa de este nuevo planteamiento es exclusivamente divina y pone de
manifiesto que no tiene otra explicación que el amor: "enviando su Hijo al
mundo, Dios nos manifestó cuanto nos ama. (...) El amor consiste en esto: no
en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a
su Hijo" (1 Jn 4,9 ss).
19. De esta manera, el amor de Dios ya no se seguirá manifestando solamente
con acciones, sino a través de una Persona divina que por el mismo hecho de
su encarnación en naturaleza humana es la concreción suprema de ese amor.
En Cristo, Dios ama infinitamente al hombre y es amado por El. De ahí que
Cristo demuestre su autenticidad de enviado del Padre, más que por su
omnipotencia —sus signos— o por su omnisciencia, por la concepción del amor,
radicalmente nueva, que viene a promulgar y a protagonizar.
El salto cualitativo del amor del Antiguo Testamento al amor promulgado por
Cristo afecta tanto al amor de Dios como al amor fraterno. Por la revelación
de su naturaleza divina y por su aceptación del supremo sacrificio, Cristo
abre los ojos de los hombres a la realidad del infinito y purísimo amor que
por rescatarnos y reconducirnos a su filiación "no perdonó ni a su propio
Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros" (Rom 8,32). "Cristo nos amó
y se entregó por nosotros" (Ef 5,2). Es un amor que no guarda relación
alguna con la relación pre-establecida en el testamento antiguo, si no es Ia
de consumación de la promesa.
20. En cuanto al amor fraterno,
a la caridad universal, no es menor el salto cualitativo introducido por
Cristo. La novedad consiste en Ia supresión de toda limitación en el
concepto de prójimo en la intensificación y sublimación del motivo de la
caridad. Que las obras exteriores en que se traduce esta caridad hayan de
ser de una generosidad sin límites, no es más que una evidente consecuencia.
Pero antes de analizar estos conceptos, es oportuno hacer dos
consideraciones fundamentales:
21. Cristo portador del amor del
Padre
La primera es Ia clara conciencia que Jesús tiene del carácter innovador del
amor que el promulga, y de que al obrar así trasciende la ley y los profetas
y declara su condición mesiánica. En el compendio doctrinal que Mateo ha
recogido en los capítulos 5 a 7 de su evangelio, no menos de seis veces
Jesús introduce su enseñanza preceptiva con esta fórmula rebosante de
significado: "Habéis oído que se dijo a los antepasados...
Pero yo os digo..." (Mt 5-21,27,31,33,38,43).
No hay duda de que —por mucho que esta reiteración enfática pueda ser un
reflejo de gusto semítico— es el eco veraz de una decidida voluntad de
Cristo de ser entendido acerca del carácter innovador de su doctrina y de
que se coloca a si mismo por encima de la ley. Tres de los preceptos tan
solemnemente promulgados tienen por objeto la caridad. La tajante actitud
manifestada por Cristo en esta materia solo tiene paralelo en la demostrada
en la abolición del divorcio.
Cuando Cristo al final de su vida haya desvelado plenamente en sus planos
más profundos toda su concepción del amor, afirmará sin rebozo que se trata
de un mandamiento "nuevo" (Jn 13,34), como es también nueva la alianza
basada en su sangre que va a ser derramada por nosotros (Lc 22,20) como
prueba suprema de ese amor. Tan sorprendente es esta novedad, que, ya al
principio de su predicación los oyentes exclaman: “¿Qué es esto? ¡Una
doctrina nueva, expuesta con autoridad! " (Mc 1,27). El amor es la más
brillante novedad del Evangelio; es, por antomasia, el mandamiento que el
Señor ha querido Ilamar "mío" (Jn 15,12).
22. Un solo
amor
La segunda consideración es esta: la razón de amar al prójimo es una razón
teologal que lo vincula íntimamente con Dios. No son dos amores paralelos,
ni el amor al prójimo es un amor de subordinación. Es el doble frente de un
único amor, como es único el amor trinitario y es único el amor con que
Cristo ama al Padre y a los hombres. La aproximación del segundo mandamiento
al primero (que, como veremos más tarde, adquiere en la exposición de Pablo
y Juan su máxima expresión) obedece a esta causalidad profunda: no se puede
amar a Dios sin amar a los hermanos, y el que por Dios ama a los hermanos,
ya está amando a Dios. (Cf Mt 5,45 y Lc 6,35).
23. Los tres sinópticos refieren momentos en que Cristo asimila el amor al
prójimo al amor de Dios. En Mateo (22,34-40) y en Marcos (Mc 12,28-34), es
Cristo quien responde a Ia pregunta provocativa del fariseo enlazando con
cierto desafío la formulación de ambos mandamientos. En Lucas (10,25 ss.)
quien debe responder a la pregunta defensiva de Cristo es el legista
malévolo. Al precepto del Deuteronomio (Dt 6,5) sobre el amor de Dios,
empalma el del Levítico (Lv 19,8) sobre el amor del prójimo. Prójimo, claro
está, tal como el legista lo entiende. Para corregir esta noción, Jesús le
narra Ia parábola del samaritano compasivo.
24. Cristo manifiesta su
propio amor
De ninguna otra cosa ha hablado tanto Cristo —si se exceptúa, quizá el
Reino: "Semejante es el reino de
los cielos..."— como del amor. Pero incluso las parábolas del Reino están
expuestas en un contexto de amor. Basta el amor con todos sus 'armónicos'
—amistad, compasión, tolerancia, bondad, paciencia, misericordia, tristeza,
esperanza, alegría, etc.— para describir a Cristo en su hombre interior, en
su corazón. Cristo llama a la bondad y al amor unas veces directamente,
desde las Bienaventuranzas al discurso de la cena; otras indirectamente y a
través de sublimes alegorías: el hijo prodigo, la dracma perdida, la oveja
descarriada, el ciclo más amplio del buen pastor. Cristo “pasa haciendo el
bien" (Act 10,38) y despliega su poder taumatúrgico en 'signos' que son más
frecuentemente actos de bondad que comprobantes de su mesianidad.
25. Amor sin
límites: universal
Si el amor que Cristo practica y enseña es Ia novedad radical del evangelio,
como queda indicado anteriormente, ello se debe a que suprime formal y
absolutamente los Iímites y restricciones con que precedentemente era
concebido. Es sabido que "amarás al prójimo como a ti mismo" (Lv 19,18) es
ya el segundo mandamiento de Ia antigua ley. Pero basta comparar este texto
con aquel en que se promulga el primero (Dt 6,4-9) para apreciar la
diferencia de énfasis entre ambos preceptos. El concepto prójimo es
impreciso. La oscilación semántica de los términos veterotestamentarios con
que se lo designa —'el otro', 'el hermano'— indican ya ésta imprecisión. De
hecho, cuando el decálogo promulgado en otra parte (Ex 20,2-17 y Dt 5,6-21)
es compendiado en una sola frase (Dt 6,5), desaparece toda mención del amor
del prójimo: "Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma
y con toda tu fuerza". Ha desaparecido toda mención del prójimo.
26. Cristo rompe el muro de la fraternidad restringida, y esto es su gran
revolución del amor: redención universal, filiación universal, fraternidad
universal y amor universal, son realidades correlativas, lógicamente
trabadas y reversibles. Veremos que hay sólo una salvedad: la preferencia
por el más necesitado.
27. Amar al
enemigo
Pero es necesario mencionar expresamente las dos aplicaciones más
innovadoras de Ia universalización del amor proclamada por Cristo.
De él no quedan excluidos ni siquiera las dos categorías cuya
excepción estaba legal y religiosamente consagrada: el enemigo y el pecador.
Toda Ia historia de Israel es una lucha por la supervivencia. El odio al
enemigo Ilega a ser un sentimiento religioso que encuentra expresión incluso
en los libros sagrados (Salmos 137, 139, etc.). Se sanciona la enemistad
contra el enemigo personal, el ladrón, el que tiende lazos al justo. Y es ya
un progreso en la moderación de la venganza el estipular que la represalia
no deba exceder los Imites de la ofensa: "Conocéis lo que está escrito:
'Ojo por ojo y diente por diente'. Pero yo os digo...". (Mat. 5,38; Lc.
6,27). Jesús es taxativo: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os
odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten". Es
este uno de los momentos cumbres del evangelio, porque descubre la esencia
del cristianismo: el amor fraternal sin condiciones.
28. Jesús desarrolla su pensamiento en hipérboles semíticas: presentar Ia
otra mejilla, añadir la túnica al manto, seguir una milla de añadidura. La
conclusión del texto es de suma importancia, porque Jesús razona su
precepto: "para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que es bueno
incluso para con los ingratos y perversos".
La imagen que Jesús da del Padre ya no es la del Dios que inspira Ia
venganza, sino la del Padre cuya perfección se muestra en su misericordia:
todo concluye con esta trascendental exhortación "Sed, pues, perfectos como
es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). ¿Qué revolución de valores
podría imaginarse superior a esta? ¡Ahora es el enemigo el que debe ser
amado, y precisamente porque ese es el comportamiento de Dios!
29. Amar al pecador
Aún hay más: hay que amar al enemigo de Dios, al pecador. La Escritura ha
ensalzado el odio que Dios siente hacia la idolatría, la rapiña, el perjurio
y todo pecado (cf. Dt 12,31; Jer 44,4; Zac 8,17; Prov. 5.16) y
consecuentemente al pecador que en cierta manera forma cuerpo con su pecado
y puede ser castigado con una enfermedad impura. El israelita afirma su
piedad odiando al pecador. Y he aquí que Jesús declara haber venido para
ellos, no para los justos (Mc 2,17) y, situándose en la Iínea de predicación
profética, tanto él como su precursor anuncian Ia Buena Nueva sobre el
supuesto de la propia conversión.
En Jesús compite su denuncia del pecado con una inagotable misericordia para
con el pecador. Jesús escandaliza perdonando el pecado de la adultera,
conversando con Ia samaritana - sanando y perdonando a tullidos y posesos,
haciendo caso omiso de las impurezas legales, sentándose a la mesa de los
pecadores. Jesús define al Padre y a si mismo por su corazón abierto al
perdón en la parábola del hijo pródigo, en el ciclo del buen pastor. Con su
vida toda y en su muerte confirmara cuanto ha predicado. Acabará Ilamando
amigo a quien le entrega y pidiendo perdón para quienes le crucifican.
30. Más aún que sus palabras, es la vida de Cristo la que Ianza Ia
revolución del amor. Samaritanos, gentiles de Canaán, Tiro o Sidón,
funcionarios de la ocupación, publicanos, prostitutas, leprosos, todos caben
en su corazón. Para amar a los pecadores Cristo ha saltado las barreras de
la impureza legal, la observancia del sábado, Ia división religiosa, el
carácter sacro de las ofertas al templo... Amando a los pecadores Cristo ha
quitado al odio el último de sus pretextos: el celo religioso.
31. El supremo
amor del Corazón de Cristo
Pudiera parecer que a la proclamación del amor universal hecha por Cristo
desde el comienzo de su ministerio, y del que toda su vida ha sido una
constante confirmación, no pudiera añadirse nada. Todos los aspectos del
amor han quedado ilustrados: el amor a quien él ha ensenado a Ilamar
‘Padre', el amor a su propia persona, el amor fraterno. Pero Cristo ha
reservado para la última hora —y esta palabra puede emplearse aquí en
sentido joánico— la más sentida y penetrante lección de su pedagogía del
amor. En su atardecer preagónico, cuando el tiempo apremia y no debe retener
ya nada a la plenitud de la manifestación de su corazón, cuando sus
discípulos han sido testigos de su vida y de su obra y van a serlo de su
sacrificio, Jesús les descubre el entramado de razones sublimes que esta al
fondo del amor que él les tiene y que ellos deben tenerse.
32. "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13,34). Con razón
puede describir este mandamiento como nuevo, puesto que nueva es tan
inimaginable medida del amor. "Amarás al prójimo como a ti mismo. Yo,
Yahveh" (Lv 19,8). La medida del amor precristiano, que hubiera podido
parecer un ideal, muestra a la nueva luz toda su insuficiencia. "Como yo os
he amado". Ese comparativo es el impulso perennemente urgente que desde
entonces urge a cada creyente en Cristo a un amor a los demás y a una
entrega sin Iímites. Es una meta a la que hay que aspirar siempre, aun
sabiendo que no se la podrá alcanzar nunca.
Solamente "por Ia acción del Espíritu en el hombre interior... arraigados y
cimentados en el amor, podremos comprender cuál es Ia anchura y Ia longitud,
Ia altura y Ia profundidad del amor de Cristo, que excede todo conocimiento"
(Ef 3,17).
33. "Como yo os he amado" Ileva en si todo el misterio de la encarnación, la
'kenosis' aceptada como condicionamiento del misterio pascual, el don de sí
mismo en la eucaristía, la consumación de su sacrificio y Ia perpetua
intercesión ante el Padre. Jesús habla como hombre a aquel puñado de hombres
amedrentados, pero en sus palabras resuena el eco del amor de Dios. La
contraprueba de esta medida increíble de su amor, va a ser doble.
34. Proclama un nuevo principio
comparativo del amor, y se someterá al mismo: "Nadie tiene mayor amor que el
que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13). A menos de un día de su muerte
este enunciado es la proclamación de un amor supremo, es la medida del amor
que el les tiene, y, por tanto, la medida del amor que ellos deben
profesarse mutuamente. El amor está medido por la donación de si mismo.
Jesús se enfrenta con la muerte y Ia acepta con consciencia de amar en ella
a todos los hombres. Los discípulos entenderán el valor de esta aclaración
del "como yo os he amado": muriendo por vosotros.
35. La segunda aclaración es Ia apelación a un misterio: "Como el Padre me
amó, así os he amado yo también a vosotros" (Jn 15,9). Lo repetirá casi con
las mismas palabras momentos después en la 'Oración Sacerdotal':
"Yo les he amado a ellos como to me has amado a mí". Son palabras que
hay que recibir con un respeto que inhibe toda posibilidad de declaración.
Todo el corazón de Jesús se vuelca en esa confidencia suprema que sobrepasa
cualquier medida humana, porque apunta ya al infinito amor intratrinitario:
el amor mutuo del Padre y del Hijo.
Y esa es, sin embargo, la medida del amor a que se nos impele: amaos los
unos a los otros como yo os he amado, y yo os he amado como el Padre me ama
a mí. La innovación más radical que el evangelio aporta, la caridad, queda
así consumada en su expresión insuperable.
Pero, ¿no es una hipérbole?
No lo es. Al contrario, es una afirmación deliberada, consciente, y
que el evangelista pone de nuevo en labios de Jesús como frase conclusiva de
su largo discurso, inmediatamente antes de dar comienzo al relato de la
pasión: "Que el amor con que to me has amado este en ellos, y yo en ellos"
(Jn 17,26).
36. Esta inserción del Padre
como referencia del amor entre Cristo y los hombres, en el momento
culminante de la revelación del amor es sumamente iluminadora. La misión de
Cristo es, entre otras cosas, la revelación del Padre. Por eso es importante
dejar asentado que la paternidad se ejerce también en el amor, amor al Hijo,
y amor inmediato del Padre a los hombres. El Padre, invocado en la agonía
del huerto y en la cruz, trances supremos de la prueba de amor, es invocado
también en la proclamación de la caridad fraterna. "El Padre me ama porque
doy Ia vida para recobrarla de nuevo" (Jn 10.17), el mismo Padre que “amó
tanto al mundo que le dio su Unigénito para que no perezca quien crea en el"
(Jn 3,16). La caridad fraterna vivida como enseña Cristo es una inmediata
vía de acceso a la Trinidad.
37. Cristo en
los hermanos
En el amor así concebido Ilega a su culmen la unificación de los dos
antiguos preceptos: ya no hay más que uno. La misma caridad que nos Ileva a
Dios debe acercarnos a los hermanos. En ellos debemos encontrar a Dios.
Cristo está en ellos, sobre todo en los más necesitados, en los pobres, en
los pequeños (Mt 25,40). Durante toda su vida les ha mostrado su
predilección y siguiendo su ejemplo a ellos deben ir nuestras preferencias.
Si el discurso sobre el amor es el final del evangelio de Juan anterior a la
pasión, el mismo lugar ocupa en el de Mateo la proclamación de esta
identificación de Cristo con los pobres. Es como un especial empeño de que
ello quedase bien grabado: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos
más pequeños (hambriento, sediento, desnudo, forastero, enfermo, oprimido),
a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40 y 45). Un amor de Dios que no vaya
contraseñado por el amor a los hermanos será siempre sospechoso. ¿Porque
“quien no ama a su hermano a quien ve, como va a amar a Dios, a quien no ve?
" (1 Jn 4,20).
Juan recuerda con vehemencia que es iluso el amor de Dios que no va
acompañado del amor del prójimo, y su lenguaje de elevación casi gnóstica se
vuelve incisivo y concreto para descubrir que sería una inconsecuencia: "Si
alguno que posee bienes de Ia tierra ve a su hermano padecer necesidad y le
cierra el corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? " (1 Jn
3,17). 'Le cierra el corazón' es negarle el amor y Ia condivisión a que
Ileva el amor. Porque no hay palabra más directa para apuntar al amor que Ia
palabra 'corazón’.
38. Pablo en su conversión asimilará plenamente esta doctrina. Él es el
autor del más hermoso himno al amor de Cristo (Rom 8,31 ss.), y del vibrante
elogio de la caridad (1 Cor 13). Él es el promotor de la ayuda entre las
Iglesias, y hace de este socorro, hecho en nombre del amor, instrumento de
unidad cuando amenazaba la división entre las iglesias de antecedentes
judíos y las nacidas en la gentilidad (Gal 2,10; Rom 15,26; 1 Cor 16,1-4).
Dos capítulos Íntegros de su segunda carta a los Corintios están dedicados a
organizar, urgir y dar sentido a la colecta (2 Cor 8, y 9). Tan ardiente es
Ia palabra de Pablo que Ilega a resumir hiperbólicamente en la caridad
fraterna todo el contenido de la ley: "Toda Ia ley alcanza su plenitud en
este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Ga 5,14).
Es la vieja fórmula del Levítico breve e incisiva, reflejo de su
formación rabínica, que le sirve para alentar a las iglesias de la diáspora
en el ejercicio del mutuo amor: "Servíos por amor los unos a los otros" (cf.
Ia misma exhortación en Rom 13,9-10).
39. Santiago, con los semitismos que le son propios, dentro de un estilo más
homilético que epistolar, ensalza a los pobres y advierte severamente a los
ricos. La caridad hay que mostrarla con obras, para que Ia fe no sea
estéril.
40. Caridad y plenitud
Es sabido que plenitud, 'pleroma', es un concepto fundamental en la teología
paulina. Aparte una plenitud de los tiempos, ahí está la plenitud que habita
en Cristo, y también la Iglesia como plenitud de Cristo.
Esta concepción grandiosa aflora por doquier en las cartas paulinas,
sobre todo en sus pasajes más líricos y de más difícil sintaxis cuando el
entusiasmo por Cristo, la Iglesia o una comunidad determinada, le lanza a
sus geniales concepciones de altos vuelos. En la idea que Pablo tiene de Ia
plenitud de Cristo y de Ia Iglesia hay una fundamental componente de amor.
No es solo que el amor es el hilo conductor de todo el plan divino de
salvación y lo que da armonía a sus diversos aspectos: la plenitud de Cristo
en quien el Padre ha puesto todas las cosas y Ia plenitud de Ia Iglesia como
cuerpo místico de Cristo. "Dios nos ha elegido en Cristo antes de Ia
creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia por el
amor" (Ef 1,4). Es el amor de Dios el que nos elige, y a ese amor
corresponde "el amor que tenemos a Dios, infundido en nuestros corazones por
el Espíritu que nos ha sido dado" (Rom 5,5). El arrebato Iírico que es su
himno a la caridad (Cor 13) es, teológica y antropológicamente hablando, un
maravilloso exponente de la gran novedad del evangelio: la manifestación del
amor del corazón de Cristo que establece nuevas relaciones entre Dios y el
hombre y entre los hombres mismos.
41. Juan expone la misma doctrina. La recoge directamente de los labios de
Cristo en el discurso último de Jesús, cuando la proclamación del amor que
EI nos tiene y de que este amor es la medida del amor entre los hermanos,
parece descargarle ya de la última y definitiva responsabilidad que completa
su misión: "Os he dicho esto para que mi gozo", esto es, el gozo mesiánico
del Hijo de Dios, "esté en vosotros y vuestro gozo sea completo" (Jn 15,11),
"Les he dicho estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi
alegría colmada" (Jn 17,11).
La plenitud del gozo de Jesús de que Juan ha sido testigo, es también un
sentimiento que hace repetidamente suyo cuando comunica ese testimonio:
"Os escribo esto para que nuestro gozo sea completo" (1 Jn 1,4; 2 Jn
12). Juan sabe que amándose los hermanos Ilenan de gozo el corazón de
Cristo, y que participar de ese gozo, y generarlo en los corazones de
quienes creen en El, es ya un preanuncio de la plenitud de fruición que los
incorporados al Reino disfrutaran cuando sean asumidos en Ia gloria del
Padre y el amor humano se inserte en el infinito amor trinitario.
Allí comprobarán que "Dios es amor, y todo el que ama, puesto que el amor es
de Dios, ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1 Jn 4,8 y 16). Ser de Dios, y
conocer a Dios, en el lenguaje joánico es un modo de poseer y ser poseídos
por él. El amor humano tiene su referencia de origen y de destino en el amor
trinitario. No es posible más alta cima.
42. Nosotros estamos a veinte
siglos de la promulgación del Único mandamiento del amor. Un mandamiento que
sigue urgiéndonos. El amor fraterno sigue siendo una necesidad de todos los
hombres y de todos los tiempos, y más perentoria aun en los nuestros en que
el mundo se ha convertido en un global village, con una interacción humana
de alcance auténticamente universal. La fraternidad universal no es ya un
aspecto cualitativo del amor, en cuanto no le pone condicionamiento alguno.;
sino una realidad cuantitativa, pues la revolución experimentada por las
comunicaciones, la tecnología, y las posibilidades de trasvase de recursos,
hacen que, querámoslo o no, hoy todos seamos testigo y sin posibilidad de
alegar ignorancia y, por tanto, responsables, de Ias miserias de nuestros
hermanos en cualquier parte del orbe.
43. Todas las tragedias modernas
son en último término una herida al amor o un desafío a nuestra capacidad de
amar. La tragedia del odio fratricida entre Caín y Abel sigue proyectando su
sombra sobre nosotros: “ya sabéis el mensaje que habéis oído desde el
principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo el
maligno, mató a su hermano" (1 Jn 3,11) sino al contrario, "en esto hemos
conocido al amor en que El dio su vida por nosotros. También nosotros
debemos dar Ia vida por los hermanos" (ibíd.).
44. Peligro de la vieja dicotomía
Por eso urge clamar contra la resurrección de la vieja dicotomía judaica que
traza una frontera entre el amor de Dios y el amor del hermano; disociación
contra natura que el Corazón de Cristo quiso remediar para siempre. Sería
desandar el evangelio. No hay verdadero ni pleno amor de Dios no se lo
manifestamos también en los hermanos, y concretamente en aquellos en quien
él nos dijo que debíamos reconocerle. Ni hay verdadero y pleno amor a los
hermanos si en ellos si no vemos y reconocemos a Dios y rebajamos Ia caridad
al nivel de Ia filantropía, hurtándola su dimensión trascendente.
Cualquiera de esas actitudes olvidaría que "Ia ley fundamental de Ia
perfección humana, y, por tanto, de Ia transformación del mundo, es el
mandamiento del nuevo amor" (GS 38. cf. también No. 24). Todos los excesos
de un horizontalismo reductivo o de un verticalismo desencarnado son una
opción, entre el "primero y principal mandamiento" y "el segundo que es
igual al primero", que después del discurso de Ia Cena ya no tiene sentido.
Son una corrupción letal del modelo de amor proclamado por Cristo.
45. Y así es, por desgracia, como parece que podrían sintetizarse los
extremos teóricos de dos Iíneas divergentes en el pensamiento actual y en la
acción cristiana. No se puede exaltar tanto el Jesús humano, el de la
predilección por los sencillos y los pobres, el teorizador del
desprendimiento de los bienes, el perseguido por las estructuras religiosas
y civiles de su tiempo, que quede en penumbra el Cristo, el Hijo del Padre,
que vino a este mundo para salvarnos a todos del pecado y a infundir en
nuestros corazones el amor del Padre y la certeza de una vida futura. Ni se
puede tampoco centrar la atención de tal manera en la primacía de la fe, la
gracia y la espiritualidad del Reino, que no se oiga con suficiente atención
el clamor de los pobres, ni se caiga en la cuenta de los términos
existenciales y humanos por los que, en tantas ocasiones, pasa hoy el amor
fraterno.
Ambas concepciones son casos típicos de un reduccionismo destructor. Jesús
es, si, el modelo ideal de 'hombre para los demás' que sufrió pena en una
ocasión en que sus oyentes Ilevaban tres días mal alimentados por seguirle
(¿cómo sufriría hoy su corazón ante el masivo, profundo y persistente
fenómeno del hambre?), pero es, ante todo, el Jesucristo "que nos ama y que
nos ha liberado de nuestros pecados por el sacrificio de su sangre" (Apoc
1,5).
46.
Experiencia y conocimiento de Cristo
La causa de esta dicotomía o, por decirlo más pragmáticamente, de esa
esterilizante fragmentación del Cristo del evangelio, está, seguramente, en
que no hemos interiorizado en nosotros, por el conocimiento y la
experiencia, las múltiples irisaciones del "amor de Dios que ha sido
derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo que nos ha
sido dado" (Rom 5,5)
Nuestro corazón está en peligro de seguir siendo duro como el de Israel
durante la ley. Nos falta la "circuncisión del corazón" (Rom 2,29), la que
nos libera de Ia antigua alianza de Ia sumisión para entrar en la nueva del
amor. Sólo esa interiorización y esa vivencia de Cristo, en experiencia de
fe y de caridad, nos permitirá presentar a los hermanos un Cristo íntegro y
no mutilado, habiendo obtenido "el espíritu de sabiduría y de revelación
para conocerle perfectamente, iluminando los ojos de nuestro corazón" (Ef
1,17-18).
Solamente de Él, en quien reside la plenitud de Ia vida divina —no de los
teorizantes, no de ninguna potencia de este mundo— podemos recibirla
nosotros y Ilevar a los hermanos a la plenitud del Cristo total, que es la
Iglesia.
47. Es conocida Ia frase de K. Barth: "Dime cuál es tu Cristología, y te
diré quién eres". Del concepto que nos hayamos hecho de Cristo —no para
problematizar, no para disertar, no para polemizar; sino para sentirlo y
amarlo, para buscarlo y encontrarlo— depende totalmente nuestra relación con
Dios y nuestra relación cristiana con el hombre y el universo.
Por eso es de trascendental importancia la respuesta que cada uno de
nosotros da en su interior a la pregunta que el hizo un día a los que
estaban para seguirle: "Quien
dicen los hombres que soy yo? " (Mt 16,15).
Toda la historia de Ia Iglesia, todo el presente de la Iglesia, todo el
futuro del Reino, está pendiente de la respuesta que demos colectiva e
individualmente. Una respuesta, ciertamente, que en sus mil versiones
validas sirve de elemento para el diálogo fraterno, el mutuo enriquecimiento
y Ia más plena comprensión del Cristo interior, de su corazón. Cristo es el
Dios entre los hombres, y es el Hijo del Hombre ante Dios. Es el puente que
salva todo abismo y por eso es el único mediador. Es el sacramento de Dios
en el mundo, y por eso es nuestra justificación. Es el Verbo que viene del
Padre y a él vuelve, y por eso es la clave de toda la creación. Su
encarnación y su revelación han hecho posible que podamos tener respuesta a
la pregunta quien dicen que soy yo.
Pero es necesario aceptar y vivir su palabra sobre sí mismo para que
pueda germinar en nosotros, reproduciendo el amor trinitario que desafía
toda lógica: el milagro de amor que es escándalo para los judíos, locura
para los gentiles y asunto sin interés para el increencia de nuestro tiempo.
48. Es una paradoja que estemos más dispuestos a aceptar al Jesús que sufre
que al Jesús que ama, y que, en nuestros hermanos, hagamos de la
inevitabilidad del sufrimiento Ia capa que cubre nuestro egoísmo y nuestra
negativa al amor. Existe la sutil tentación de aceptar a Jesús, el hombre, y
ser reticentes al Jesús Dios. Es urgente descubrir al mundo precisamente el
Hijo de Dios hecho Hombre, sin reducir su misterio. Proclamar la plenitud de
este amor cuyo destinatario es todo hombre, cada hombre, la humanidad
entera, es poner al mundo en un valido punto de partida para la realización
del pleroma, de la plenitud de Cristo en todas las cosas (Ef 1,10).
49. Cristo no puede ser entendido sino desde su ser divino: en esto consiste
la fe en él. A la libre donación que de sí mismo hace, debe corresponder en
el hombre Ia libertad de haberle aceptado. En Cristo coincide la oferta de
Dios al hombre y Ia más alta respuesta del hombre a Dios.
Esta es, creo yo, Ia respuesta que debe darse al moderno
convencionalismo que habla de 'cristología desde abajo' o ascendente, y
'cristología desde arriba' o descendente.
Cristo es el punto de conjunción, y, muy expresamente, concebido como lugar
de encuentro del amor reciproco entre Dios y los hombres. Cristología desde
abajo o desde arriba es una distinción que en la fertilísima cristología
actual puede ofrecer ventajas metodológicas pero que hay que manejar con
sumo cuidado y sin rebasar ciertos Iímites para no objetivar divisiones en
algo que no puede disociarse. El Cristo que baja del cielo es el mismo que,
consumado el misterio pascual, está a la derecha del Padre (cf. Jn 3,13).
Nuestro conocimiento y experiencia de su persona no puede hacerse solamente
tomando el Verbo como punto de partida o arrancando de la historia de Jesús
de Nazaret. Es peligroso pretender hacer teología partiendo exclusivamente
de Jesús para conocer a Cristo, o partiendo de Cristo para conocer a Jesús.
50. Es inevitable, en este tema, Ia mención de Teilhard de Chardin, que en
Cristo Jesús ve la meta unitaria del universo. Por supuesto, no hay por qué
estar de acuerdo en todos y cada uno de los pasos del razonamiento
teilhardiano. Pero aduzco su recuerdo porque inspira respeto esta figura que
hizo compatible la más honesta investigación científica con una increíble
ternura y penetración espiritual.
Teilhard profesó una apasionada adhesión al Corazón de Cristo. Y esto, a dos
niveles. Uno, la devoción pura y simple al Corazón de Jesús, entendida a la
manera más típica de presentación de esta devoción en el periodo de fines
del siglo XIX y primer tercio del XX. Sin rebozo ni concesión alguna. Es el
Corazón de Jesús de su vida espiritual personal y el aliento en las no
ordinarias dificultades con que hubo de contar en sus actividades de hombre
de ciencia. Es el Sagrado Corazón de su diario, de su correspondencia, de su
dirección espiritual.
Otro nivel —y quizá a él le irritaría esta distinción— es el de Cristo punto
omega del universo que el intuía, y que solamente se define, como tentativa,
en un acto de amor. Partiendo del convencimiento de que el universo
evoluciona, y de que cada etapa solo tiene sentido por su relación con las
precedentes, Teilhard concluye que el conjunto del proceso ha de tener una
razón y un término, un 'punto omega' que, contenido ya virtualmente en el
mismo proceso, lo dirige desde dentro y le da dinamismo y sentido. Pocos
meses antes de su muerte, en 1951, escribe en su diario (Journal, cahier VI,
p. 106) esta frase que ilustra incontrovertiblemente el estadio final de su
pensamiento: "El gran secreto,
el gran misterio: hay un corazón en el mundo (dato de reflexión), y ese
corazón es el Corazón de Cristo (dato de revelación). (...) Este misterio
tiene dos grados: el centro de convergencia ('el universo converge hacia un
centro') y el centro cristiano ('ese centro es el Corazón de Cristo'). Quizá
sea yo el único que dice estas palabras. Pero estoy convencido que expresan
lo que siente cada hombre y cada cristiano".
51. El Corazón
de Cristo, acceso a Ia Trinidad
Deliberadamente se ha venido empleando en estas páginas más frecuentemente
la palabra amor que la palabra caridad, aunque algunos reservarían 'amor'
para las relaciones intratrinitarias, prefiriendo 'caridad', como más
distintivo, para el amor fraterno. Amor tiene una connotación más general y,
aparte de que traduce mejor —y, según parece, más científicamente— el
termino y aun el concepto bíblico rebaja un poco la analogía al hablar de
las relaciones afectivas intratrinitarias y las existentes entre los
hombres.
Partimos del hecho de que por la gracia entramos a participar de la vida
divina, es decir, de la intimidad del Padre y el Hijo en el Espíritu. Los
términos filosóficos que aplicamos a la Trinidad (naturaleza, personas,
relaciones) dejan intacto el misterio y deben ceder su puesto a esta
palabra: amor. "Dios es amor" (1 Jn 4,16). Aceptamos no poder comprender el
misterio, aun sabiendo que por el amor estamos comprendidos en El: el Padre
y el Hijo nos asumen en el Espíritu haciéndonos partícipes de la plenitud de
su amor.
Los que han aceptado el misterio de Cristo, dice San Juan, ��permanecerán en
el Hijo y en el Padre. Esto es lo que nos prometió Cristo, Ia vida eterna"
(1 Jn 2,24-25). Ello es posible en virtud del amor "que Dios ha puesto en
nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado" (Rom 5,5).
52. Pero el amor, en cuanto
definido, no por su término, sino por la disposición interior de quien ama,
no puede ser más que uno. De ahí que el amor sobrenatural al prójimo, a
quien ha amado Cristo, y a quien nosotros amamos por Cristo, es una vía de
acceso a la Trinidad. El amor del prójimo es por ello, y no solo el amor a
Dios, una virtud teologal, y, especialmente para quienes han consagrad su
vida al servicio de los demás siguiendo los consejos evangélicos que no
tienen más fundamento que el amor, es una vía de inmediato acceso a la
intimidad trinitaria.
53. ¿No es esto lo que en otros términos quiere decirse con 'contemplativos
en la acción'? Se trata no solo de un acercamiento intelectivo y referencia
intencional de nuestras actividades al Señor, sino de amarle a través de
nuestras obras, y en todas as cosas (la frase es ignaciana, pero el concepto
es auténticamente paulino), y especialmente en los hermanos, puesto que
contemplación y acción tienen por causa y termino el único Dios que es amor
y que nos manda amar.
La claridad con que se ve a Dios —y se le ama— en el prójimo, nos da la
medida de nuestra coherencia espiritual. Esa es "Ia iluminación de los ojos
del corazón" (Ef 1,8), esa es la mejor prueba de que en nosotros está vivo y
"permanece el germen de Dios" (1 Jn 3,19). Ese germen divino no es otra cosa
que el principio de vida, el Espíritu que es, al mismo tiempo,
personificación y fruto del amor. Nos dirigimos al hombre y encontramos a
Dios. Es la sublimación teologal de nuestra relación fraterna.
54. Quien viva a esta luz del amor indiviso a Dios y a los hombres, no teme
lanzarse al mundo, porque los hombres no serán un elemento de ruptura de su
propio diálogo con Dios, sino, al contrario, otras tantas ocasiones de
encuentro. Más aún, en un mundo que hoy se caracteriza por el increencia,
poblado por hombres y mujeres que no saben que son centro del amor
trinitario, o que lo niegan, a Dios se le descubre por la dimensión del
enorme vacío que esa ignorancia o esa negación ha dejado en sus corazones.
55. El amor que nos Ileva a la Trinidad funda y fortalece nuestros lazos
comunitarios. Nuestra comunidad tiene únicamente razón de ser si vivimos en
el amor. Es el amor que Cristo tuvo y tiene a cada uno de nosotros el que
nos reunió. Cristo nos ama personalmente, sí, pero también reunidos. Es la
respuesta personal de cada uno de nosotros a ese amor de Cristo, y el
conjunto de todas esas respuestas, lo que constituye causalmente nuestro
grupo. Estando y manteniéndonos unidos por El y para El, El está en medio de
nosotros.
Nuestro ser plural reproduce la pluralidad del amor trinitario, que es todo
don de si, participación, comunión. Más que la comunidad de fe —aunque
también lo es— es la comunidad de amor o, si se quiere, comunidad de amor
que nace de la comunidad de fe, lo que constituye el elemento formal de la
comunidad fraterna. Este es el sentido profundo de la gozosa valoración del
grupo que hace el salmo 133: "
iQué bueno, qué
dulce es el estar juntos los hermanos! ". Vieja experiencia
de la comunidad cristiana que se renueva en nosotros, la de tener "un solo
corazón y una sola alma" (Hch 4,32). Quien da, reproduce en si la
generosidad del Padre; el que recibe, refleja el abandono y docilidad del
Hijo; el vínculo de amor teologal que los une, Ileva en si la marca del
Espíritu.
56. Todo cuanto hemos dicho de la Trinidad, del amor... esta Ileno de
antropologismos. Pero ¿nos es posible expresarnos de otro modo?
Nuestra mente se estrella contra el misterio. Solo es abordable con
nuestro corazón. Nuestra penetración es tanto más vital y profunda cuanto
más en sintonía esté nuestro corazón con el Corazón de Cristo. Es, al fin y
at cabo, una súplica tan antigua como la que el autor del libro de las
Crónicas pone en labios de David: "Señor, Dios de Abraham, Isaac e Israel:
perpetúa este sentimiento para siempre en lo íntimo del corazón de tu pueblo
y dirige tu su corazón hacia ti" (1 Cor 29,18).
"La fuente
evangélica de la devoción al Sagrado Corazón de Cristo se encuentra en sus
propias palabras: Soy el Buen Pastor,,,,,,
El Buen Pastor da
su vida por sus ovejas, por su rebaño... En otras palabras, la imagen de
bondad está ligada a la del heroísmo que se entrega, se sacrifica, se inmola
...“
SS. Pablo VI, 28 de abril de 1968.