El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia
Emiliano Jiménez
Hernández
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Dedicacatoria:
A los catequistas,
que me transmitieron el CREDO,
símbolo de la fe de la Iglesia,
tesoro inagotable de vida.
Con amor y gratitud en la comunión
del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El cristiano, bautizado en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, recibe el CREDO como:
-Un inagotable tesoro en breves palabras:
Teodoro de Mopsuestia.
-Viático para todo el tiempo de la vida: S. Cirilo de Jerusalén.
-Coraza contra el maligno: Sacramentario Gelasiano.
-En el símbolo están reunidos en pocas palabras todos los testimonios de
la Sagrada Escritura sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: San
Basilio.
-Los Apóstoles, recogiendo testimonios de todas las Escrituras Sagradas,
formaron este único y breve edificio de la fe, de modo que en el Símbolo
está consignada para los fieles la fe católica: San Ildefonso.
-Las palabras del Símbolo están dispersas en la Sagrada Escritura, de
donde fueron coleccionadas para que puedan retenerlas en la memoria los
más torpes, de modo que todos puedan proclamar y retener la fe que
recibieron y proclamaron: San Agustín
-Los santos Apóstoles, reunidos en unidad, formularon un breviario de la
fe, para que tuviéramos recogido en pocas palabras todo su contenido y
poder así tenerlo siempre presente en la memoria: San Ambrosio.
-El Símbolo no se escribe en pergaminos, se aprende de memoria,
esculpiéndolo en el corazón: San Cirilo.
-Pues con el corazón se cree para obtener la justificación y con la boca
se confiesa para recibir la salvación: San Pablo.
-Es preciso que corazón y labios sintonicen, profesando la misma fe
firme en la vida y en la palabra: San Hilario.
-Así, en quien confiesa el Símbolo se reconoce a un fiel cristiano: San
Agustín.
-Esta fe, grabada de memoria en el corazón, luego en su momento
considerarás, a la luz de las Sagradas Escrituras, el contenido de cada
una de sus afirmaciones: San Cirilo.
-Hasta nosotros, en ininterrumpida continuidad, ha llegado la Tradición,
que está en la Iglesia desde los Apóstoles. Esta es la prueba de la
verdad de la única y misma fe vivificante de los Apóstoles conservada y
transmitida en la Iglesia: San Ireneo.
-Pues hay que tener por verdad aquella fe que en ningún punto se separe
de la Tradición de la Iglesia y de los Apóstoles: Orígenes.
-Esta Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son
como un espejo en el que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a
Dios hasta que le sea concedido el verlo cara a cara: Dei Verbum 7.
¡Que mi vida, Señor, no consista en una inútil dialéctica de palabras,
sino en la sólida confesión de la fe!¡Haz que me mantenga siempre fiel a
la verdad, que he profesado en el Símbolo de mi regeneración, cuando fui
bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo!: San Hilario.
INTRODUCCION
1. La Iglesia se edifica sobre la fe apostólica
2. El Credo: Símbolo de la fe de la Iglesia
3. Fe y conversión
4. El Credo está vinculado al Bautismo
5. La fe viene de la audición
6. De la Traditio a la Redditio Symboli
7. Catequesis sobre el Credo
1. CREO EN DIOS PADRE TODOPODEROSO, CREADOR
DEL CIELO Y DE LA TIERRA
1. Creo en Dios
2. Padre
3. Todopoderoso
4. Creador del cielo y de la tierra
2. CREO EN JESUCRISTO, SU UNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR
1. Creo en Jesucristo
2. Su único Hijo
3. Nuestro Señor
3. QUE FUE CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPIRITU SANTO,
NACIO DE SANTA MARIA VIRGEN
1. El Verbo se hizo carne
2. Concebido por el Espíritu Santo
3. Nacido de María Virgen
4. PADECIO BAJO PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO
Y SEPULTADO
1. Padeció
2. Fue crucificado
3. Muerto
4. Y sepultado
5. DESCENDIO A LOS INFIERNOS Y AL TERCER DIA RESUCITO
DE ENTRE LOS MUERTOS
1. Descendió a los infiernos
2. Y al tercer día resucitó de entre los muertos
6. SUBIO AL CIELO Y ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE
1. Subió a los cielos
2. Está sentado a la derecha de Dios Padre
3. En pie a la derecha de Dios
4. Garantía de nuestra glorificación
5. El glorificado presente en la Iglesia
7. DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR
A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS
1. Día de Yahveh
2. Cristo Juez de vivos y muertos
3. Los hombres serán juzgados según sus obras
4. Jesucristo Juez que justifica
8. CREO EN EL ESPIRITU SANTO
9. LA SANTA IGLESIA CATOLICA
1. Amor personal de Dios
2. Espíritu de Cristo
3. Espíritu Santo: Don de Cristo a la Iglesia
4. Que habló por los profetas
5. Dador de vida
1. La Iglesia sacramento de salvación
2. Santa
3. Católica
4. Apostólica
1. La Iglesia misterio de comunión
2. Comunión en las cosas santas
3. Comunión de los santos
4. Comunión con la Iglesia celeste
11. EL PERDON DE LOS PECADOS
1. El perdón
2. El pecado
3. Perdón en la Iglesia
12. LA RESURRECCION DE LA CARNE Y LA VIDA ETERNA
1. El amor de Dios más fuerte que la muerte
2. La fidelidad de Dios: garantía de resurrección
3. La resurrección consuma la comunión de los santos
4. El infierno es la excomunión eterna
5. La visión de Dios es vida eterna
1. LA IGLESIA SE EDIFICA SOBRE LA FE APOSTOLICA
El Credo, que hoy recitamos en la Iglesia,
está en sintonía con los dos venerados Símbolos de la Iglesia antigua:
el Símbolo de los Concilios de Nicea y Constantinopla y el Símbolo
Apostólico. En él resuena la palabra viva de la
Escritura en el
eco o testimonio de la Tradición viviente de la Iglesia.
Los Credos, como símbolos de la fe cristiana, son
documentos de la Iglesia, anteriores incluso al mismo Nuevo Testamento.
En sus breves fórmulas, procedentes de contextos litúrgicos,
catequéticos o misionales, recogen la síntesis de la fe. Son, pues,
expresión de la vida de la comunidad, antes incluso de la formulación
escrita de sus artículos.[1]
La salvación, que Dios Padre ofrece en la Iglesia a
los hombres por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo, es el misterio
primordial que, como hilo conductor, unifica la profesión de fe de los
cristianos de todos los tiempos y lugares.
La Iglesia no puede atestiguar y confesar una fe
distinta de la que le ha sido transmitida de una vez para siempre. En la
tradición de la fe de los Apóstoles, fundamento de la vida cristiana,
nada se puede cambiar; es preciso “combatir por la fe que ha sido
transmitida a los santos de una vez para siempre” (Cf Jds 3.5.20; 1Co
11,2; 2Ts 2,15; 1Tm 6,20). Así la Iglesia se mantiene “edificada sobre
el cimiento de los Apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo
mismo” (Ef 2,20).
Como escriben varios padres de la Iglesia,
‑recogiendo la leyenda que dice que los apóstoles, antes de separarse
para evangelizar a todo el mundo, redactaron el “breviario de la fe”
como “pauta de su predicación”, proclamando cada uno un
artículo‑, el Credo es la “fórmula sucinta de la fe cristiana”,[2]
“un inagotable tesoro en breves palabras” (Teodoro de M.), “la breve
pero grande norma de nuestra fe” (S. Agustín) o “la síntesis de la fe
católica”.[3]
Pues los apóstoles, “recogiendo testimonios de todas las Escrituras
Sagradas, formaron este único y breve edificio de la fe”, de modo que
“en el Símbolo está consignada para los fieles
la fe católica”
(S. Ildefonso).[4]
En el siglo IV nos encontramos ya con un texto
seguido, sin el esquema de preguntas y respuestas. Hacia el siglo V, y
quizá ya en el IV, nace la leyenda sobre el origen apostólico del texto
y pronto se concretiza esta leyenda diciendo que los doce artículos, en
los que se divide el Credo, proceden de cada uno de los doce apóstoles.
Esta leyenda responde a una verdad, pues el Credo apostólico representa
el auténtico eco de la fe de la Iglesia primitiva que, por su parte, es
fiel reflejo del Nuevo Testamento.
Los apóstoles son los primeros testigos del
Evangelio; lo recibieron directamente de Cristo y fueron enviados por El
a todo el mundo. Por eso, la Iglesia se edifica sobre el fundamento de
la fe apostólica. El Vaticano II ha resaltado la actualidad vivificante
de la tradición:
La predicación apostólica se ha de conservar por
transmisión continua hasta el fin del tiempo. Por eso, los apóstoles, al
transmitir lo que recibieron, avisan a los fieles que conserven las
tradiciones aprendidas de palabra o por carta (2Ts 2,15) y que combatan
por la fe ya recibida (Jds 3)... Así la Iglesia con su enseñanza, su
vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo
que cree.
Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia
con la ayuda del Espíritu Santo, es decir, crece la comprensión de las
palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y
estudian repasándolas en su corazón (Lc 2,19.51)... La Iglesia, de este
modo, camina a través de los siglos, hacia la plenitud de la verdad,
hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios... Así,
Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la
Esposa de su Hijo amado; así, el Espíritu Santo, por quien la voz viva
del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va
introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos
intensamente la palabra de Cristo (DV 5).
Ante la confusión y aturdimiento de tantas ideologías
y teologías, es preciso volver a las fuentes de la fe, donde la verdad
nace limpia, como fundamento de la identidad del cristiano en el mundo y
origen perenne de la comunidad eclesial. Volver a los fundamentos de
nuestra fe, al Símbolo apostólico, dejándolo resonar en nuestro
interior, iluminará nuestra vida; interiorizarlo, haciéndolo nuestro,
hará que en nosotros y a través de nosotros siga hablando y salvando a
nuestra generación y pase a la siguiente generación.
2. EL CREDO: SIMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
El Credo, compendio de la fe cristiana, es la
espina dorsal del cristiano. Y, como Símbolo de la fe, el Credo
permite al cristiano sentirse miembro de la comunidad creyente.
Símbolo
(del griego symbállein = juntar, unir) es lo que une y crea la
comunión; es justo lo contrario de diablo (del griego
diabállein = separar, dividir) que es el que separa y rompe la
comunión.
El Credo es la confesión singular de la fe eclesial
en el misterio de Dios Padre, revelado por Jesucristo, y testimoniada al
creyente por el Espíritu Santo en la Iglesia. El Credo es confesado en
primera persona del singular. Pero esta primera persona del singular
presupone una comunidad, como atestiguan las expresiones “nuestro
Señor”, “santa Iglesia católica”, “comunión de los santos”. El
cristiano, en su profesión de fe, no confiesa su propia fe o sus ideas,
sino la fe de la Iglesia: fe que ha recibido de la comunidad que se la
transmitió (la redditio supone la
traditio), fe que le une
a la comunidad y que profesa ante y con la comunidad eclesial. Lo
personal y lo comunitario quedan inseparablemente vinculados.
Cada cristiano recita en singular el Credo incluso
dentro de la asamblea litúrgica; pues ninguna acción es tan personal
como ésta. Pero el creyente lo recita en la Iglesia y a través de ella;
su fe participa de la fe de la Iglesia, que le permite -por muy grande
que sea su miseria- confesar la fe total de la Iglesia, pues él es
hombre de la comunidad católica.
La fe, pues, sin dejar de ser personal, existe sólo
en cuanto diálogo, audición, respuesta; es decir, nunca como algo tan
original que nazca del puro interior del hombre, ni tan individual que
no provenga de una participación en la misma Palabra, aceptada en el
seno de la comunidad. La fe de la Iglesia es el fruto de la acción del
Espíritu, desde la fe de María y de los Doce, hasta la profesión de fe
que un cristiano hace hoy. La unidad de la Iglesia en la fe es una
exigencia constante en el Nuevo Testamento:
Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el
vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es
la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor,
una fe, un bautismo, un Dios, Padre de todo, que lo transciende
todo (Ef 4,3‑6).
Al no ser la fe fruto de mis pensamientos, viniéndome
de fuera, no es algo de que dispongo y cambio a mi gusto. La fidelidad a
lo recibido y a la Iglesia, que lo trasmite, es esencial a la fe. “La
confesión de fe en la recitación del Símbolo, dirá H. de Lubac,
significa
y realiza el
vínculo de comunión personal y público con todos los creyentes”.[5]
Si se ha podido decir que “una teología sin Iglesia no pasa de ser
ciencia‑ficción”, mucho más vale esto para la profesión de la fe.
Cuando se afirma que el hombre es bautizado en la fe
de la Iglesia, lo que se quiere significar es que el sentido del gesto
bautismal no se inventa en aquel momento, sino que su significación es
la que le ha dado Cristo, como ha sido recibido y es aceptado por la
Iglesia.
El cristiano, por tanto, no puede profesar el Credo
si no se reconoce unido a todos los que con él confiesan la fe de la
Iglesia. Esto significa que no se puede
creer sin
amar.[6]
Las fórmulas del Credo son un resumen de las
principales verdades de la fe de la Iglesia. Pero no se trata de
conocimiento abstracto, sino de la experiencia del misterio de Dios
revelado en la creación del cielo y de la tierra, manifestado en la
salvación histórica de Jesucristo y comunicado ‑actualizado e
interiorizado‑ por el Espíritu Santo en la Iglesia. En el acto de fe, el
creyente no se adhiere con su inteligencia a una fórmula conceptual,
sino que se adhiere con toda su persona a la realidad misma de lo
creído. Sólo así el Credo es confessio fidei, manifestación del
propio ser cristiano ante sí mismo y ante los demás, y reconocimiento
agradecido ante Dios por esa fe. Se trata de “entrar en ese yo del Credo
y transformar el yo esquemático de la fórmula en carne y hueso del yo
personal”.[7]
Creer es aceptar, mediante la conversión, el
evangelio de la salvación de Dios, proclamado y realizado en Jesucristo.
Para los Hechos, al describirnos la primera comunidad, los cristianos
son los creyentes (Hch 2,44; 4,32; 5,14). Ser creyente es
sinónimo de cristiano. Aunque
suponga la aceptación de las
verdades creídas, ser
creyente es mucho más que eso; significa aceptar una forma de vida, o
mejor, entrar en una nueva forma de ser. Por eso, la fe supone la
conversión, un nuevo nacimiento, una recreación o regeneración. La fe
es, pues, principio de vida. No se cree con la mente o con el corazón,
se cree con todo el ser.
Israel expresó su fe en
Credos históricos (Dt
6,20‑24; 26,5‑ 9; Jos 24,2‑13) y sálmicos (Sal 78; 105; 136...),
confesando entre las naciones y ante todas las gentes al Dios que ha
creado el cielo y la tierra, libró a su Pueblo
de Egipto y lo condujo a la Tierra prometida. Esta confesión de
fe en el Dios uno, y único digno de ser amado con toda la mente,
con todo el corazón y con todas las fuerzas, es la oración del
Shemá,
recitado por la mañana y por la tarde.
Jesús, fiel israelita, proclamó esa misma confesión
de fe en el único Dios (Mc 12,28‑29p; Mt 6,24; Jn 17,3), pero
revelándonos que “el Señor del cielo y de la tierra” es
el Padre
(Mt 11,25p). Pedro ‑y con él los doce‑ añade, por revelación del
Padre, la confesión de fe en “Jesús como Mesías e Hijo de Dios vivo” (Mt
16,16). La comunidad cristiana hará suya esta profesión de fe,
completándola con la confesión de fe en el Espíritu Santo, que ha
recibido y experimentado en su mismo nacer como Iglesia y en la misión
de su vida.[8]
La fe presta al hombre unos ojos nuevos, que le
permiten ver lo invisible y penetrar en lo inefable. La iluminación de
la fe permite a la mirada del creyente ver
símbolos donde el
hombre natural sólo ve fenómenos; para el creyente las cosas creadas
reflejan la realidad invisible de Dios Creador y la historia se hace
resplandor de su presencia salvadora
(Hb 11).
La fe cristiana está íntimamente ligada a la fe de
Israel; las confesiones de fe del Nuevo Testamento hunden sus raíces en
los Credos del Antiguo Testamento. “Yahveh es nuestro Dios”, es la
síntesis de todas las profesiones de fe del pueblo de Dios. Dios es uno
y no hay otro y El es nuestro Dios: el reconocimiento de Dios
supone entrar en alianza con El. No cabe una confesión de fe sin
implicar en ella la propia existencia.
La confesión de fe en Dios es adoración y alabanza en
res-puesta a su acción salvadora. Por eso, al confesar y ensalzar a
Yahveh como Dios, se proclaman siempre sus hechos salvíficos realizados
en la historia y, entre ellos, el haber sacado a su pueblo de Egipto,
como fundamento mismo de la existencia del pueblo. La fórmula: “Dios, el
que te sacó de Egipto” nos sale a cada paso en el Antiguo Testamento. En
el Nuevo Testamento nos encontraremos con la fórmula correspondiente,
igualmente repetida continuamente: “Dios, el que resucitó a Jesucristo”.
Ambas fórmulas son ex-presión de la fe como fundamento en Dios de la
existencia del pueblo de Dios y de la Iglesia.[9]
A esta confesión fundamental sigue la proclamación de
los demás hechos salvíficos. El Credo no es ideológico, sino histórico;
sus artículos de fe están formados por la cadena de actos salvíficos
desde Abraham hasta el don de la Tierra:
Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y
vivió allí como forastero siendo pocos aún, pero se hizo una nación
grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron
y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yahveh, Dios de
nuestros padres, y Yahveh escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria,
nuestras penalidades y nuestra opresión, y Yahveh nos sacó de Egipto con
mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios.
Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel (Dt
26,5‑9).
Este Credo histórico es proclamado por el israelita
en toda acción de gracias por los frutos de la Tierra. Y es la profesión
de fe de la comunidad en la asamblea litúrgica (Sal 106; 136), ampliado
en forma de letanía, que recorre los hechos salvíficos de la historia.
Estos Credos orales y litúrgicos son más antiguos que todas las
tradiciones escritas de la Escritura.
Y en la oración de la mañana y de la tarde, el
Shemá Israel es la confesión de fe en Yahveh como el único Dios y
como nuestro Dios. Profesión de fe, liturgia y oración van unidas
y llenan la vida del verdadero creyente.
En Hb 11 tenemos el elogio de “una nube de testigos”,
alabados por su fe en Dios, es decir, por haber “caminado con Dios” (Gn
6,9) en “la obediencia de la fe” (Gn 22,3; Rm 1,5; 6,17s; 10,16;
16,26...). Así Israel es “la Esposa que sube del desierto
apoyada
en su amado” (Ct 8,5).
Este testimonio de la fe se prolonga y culmina en el
Nuevo Testamento en el “Israel de Dios” (Rm 9,6‑8), en los “hijos de
Abraham el creyente, que viven de la fe” (Ga 3,7‑9.29). Entre estos
sobresale María, “la creyente” (Lc 1,45)). María es la primera creyente,
tipo de todo creyente cristiano, figura de la Iglesia, (LG 63),
comunidad de los creyentes. María acoge la Palabra, que se encarna en su
seno; conserva y medita en su corazón las cosas y acontecimientos con
que Dios la habla, figura del creyente que escucha la palabra,
conservándola en un corazón bueno, haciéndola fructificar con
abundancia(Cfr Lc 2,19.51; 8,15). “¡Feliz la que ha creído!” (Lc 1,45).[10]
4. EL CREDO ESTA VINCULADO AL BAUTISMO
Por su origen y por su uso, el Credo está
estrechamente vinculado con la liturgia. Concretamente, con la
celebración del bautismo. Los catecúmenos, en formas diversas, hacían la
profesión de fe al recibir el bautismo. Estas fórmulas de fe bautismales
tenían una estructura trinitaria. En su diversidad, los distintos Credos
‑apostólico o niceno‑constantinopolitano‑ tienen en común esta
estructura trinitaria. El Credo apostólico se elaboró en el transcurso
de los siglos II y III, en conexión con el rito bautismal, fiel a las
palabras del Resucitado: “Id y haced discípulos de todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”
(Mt 28,19).El bautismo vincula con la persona de Jesucristo; ahora bien,
toda su obra de salvación procede del amor del Padre y culmina con la
efusión del Espíritu Santo.[11]
Por ello al bautizando se le hacían tres preguntas:
“¿Crees en Dios, Padre, todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo...? ¿Crees en
el Espíritu Santo? A cada una de las preguntas el catecúmeno contestaba
con credo y se le sumergía en el agua, por tres veces.[12]
La triple pregunta, con su triple respuesta, se opone
a la triple renuncia que la precede: “renuncio a Satanás, a su servicio,
a sus obras” (Hipólito, 46). La profesión de la fe es, pues, la
expresión de la conversión, del cambio del ser esclavo de Satanás a la
libertad de hijo de Dios. En la triple renuncia y en la triple
afirmación, unida al triple símbolo de la muerte mediante la inmersión y
al triple símbolo de la resurrección a una vida nueva, se revela lo que
es la fe: conversión, cambio de la existencia, cambio del ser.[13]
La fe es el “escudo” del cristiano en su lucha diaria
contra el maligno (Ef 6,11‑18). Por ello, dirán los santos Padres, que
el Credo “es una gran defensa contra la tentación del adversario” (S.
Ambrosio), “escudo contra el maligno” (S. Agustín), “remedio contra el
veneno de la serpiente” (Quodvuldeus).
La triple confesión de fe bautismal está en
contraposición a la triple renuncia a Satanás, a sus obras y a sus
seducciones. La ruptura total con Satanás, a quien antes estuvo
ligada la vida, con la confesión de fe se hace
entrega total al
único Dios, reconocido como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Al renunciar al diablo y a sus ángeles, con sus
pompas y vanidades, debéis olvidar lo pasado y, abandonando la vida
vieja, emprender una nueva de santas costumbres (S. Agustín).
El Credo se entrega a los catecúmenos para que
“resistan al diablo, firmes en la fe” (1P 5,9). Así el Credo se hace “el
viático para todo el tiempo de la vida” (S. Cirilo). “¡Que nadie se
olvide del Símbolo!”, dice S. Pedro Crisólogo. Para ello, S. Agustín
exhorta a “recitarlo diariamente, al levantarse y al acostarse”,
protegiéndose con el “Símbolo antes de dormir y antes de comenzar la
jornada”, “guardando siempre en el corazón lo que se ha aprendido y
recitado: rumiándolo en el lecho y meditándolo por las plazas públicas,
no olvidándolo al comer y hasta soñando con él”.[14]
La confesión de fe culmina en el
martirio, el
testimonio supremo de la fe. A los primeros cristianos les bastaba
cambiar la profesión de fe “Kyrios Christós” por “Kyrios
Kaisar” para salvar su vida.[15]
La referencia al testimonio de Jesús ante Poncio Pilato suena en la
persecución de los cristianos “como una arenga” para permanecer fieles a
la profesión de fe (O. Cullmann).
El martirio o “la efusión de la sangre por Cristo es
un don concedido a pocos, sin embargo todos deben estar dispuestos a
confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de
la cruz, en medio de las persecuciones, que nunca faltan a la Iglesia”
(LG 42). La profesión de fe en la propia historia es parte del
testimonio cristiano.[16]
Cristo, el Mártir por excelencia (Ap 1,5), y los
mártires
cristianos “sufrieron el destierro y la muerte a causa de la Palabra de
Dios y del testimonio de Jesús, pues despreciaron su vida ante la
muerte” (Hch 22,20; Ap 1,9; 2,13; 6,9; 12,11).
El bautismo, al unir al neófito con Cristo, le
vincula igualmente con la comunidad de los creyentes. El Credo, como
Símbolo, es el signo de esta comunión. El Credo, transmitido a los
catecúmenos por los fieles, es devuelto en la profesión bautismal del
catecúmeno como signo o
credencial de una fe común:
distintivo eclesial de unidad y comunión. Es el
sello impreso en
el corazón de los neófitos como distintivo de su pertenencia a la
Iglesia. “En quien lo profesa se reconoce a un fiel cristiano”,[17]
que se diferencia de los que “naufragaron en la fe” o “se desviaron de
ella” (1Tm 1,19 y 6,10), quedando “descalificados en la fe” (2Tm 3,8),
que “justifica y salva” (Rm 3, 28).
La profesión de la fe de la Iglesia comienza con la
breve palabra creo.
La fe no es nunca una cavilación en la que el yo
llega al convencimiento racional de una verdad. Es más bien el resultado
de un diálogo, expresión de la audición, de la recepción y de la
respuesta a la palabra oída: “La fe viene de la predicación, y la
predicación por la Palabra de Cristo” (Rm 10,17). Luego, se puede pensar
la fe como re‑flexión sobre lo que antes se ha oído y recibido. La fe,
al contrario, de la idea, entra en el hombre desde fuera; desde fuera me
es anunciada, me interpela, me implica y exige una respuesta. “Es
esencial para la fe la doble estructura del ‘¿crees?’-‘creo’, la del ser
llamado desde fuera y responder a esa llamada”.[18]
Primeramente, como queda dicho, el catecúmeno hacía
su profesión de fe en forma de preguntas y respuestas; a las tres
inmersiones correspondían las tres preguntas sobre la fe en el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo. Más tarde, el Símbolo era explicado al
catecúmeno y éste le recitaba al momento de ser bautizado.
En forma indicativa y declaratoria el
Credo
era transmitido al catecúmeno por la comunidad cristiana
(traditio
symboli) y luego, después de un tiempo, el catecúmeno le restituía
(redditio symboli) proclamándole ante la asamblea litúrgica, como
nos lo describe, por ejemplo, San Agustín en las Confesiones (c. 2).
El mismo Pablo, que ha recibido el Evangelio
directamente del Señor, sin embargo confiesa que la profesión de fe le
ha sido transmitida por la comunidad cristiana. Esa fe, que es
Símbolo de la unidad, es la que él a su vez transmite. La recepción
y transmisión de esta profesión de fe crea la comunidad y la comunión
eclesial (1Co 15,3ss). La profesión de fe nace claramente desde el
interior del ser de la Iglesia. Es la respuesta de la fe a la
predicación aceptada. Por eso la confesión de la fe está tan íntimamente
vinculada al bautismo y al culto litúrgico de la asamblea cristiana.
La fidelidad de Dios lleva al cristiano a la
fidelidad de la fe. Los creyentes son llamados
los fieles.[19]
Son fieles porque han cimentado su vida sobre el fundamento sólido del
amor de Dios Padre, sobre la roca inconmovible del Señor resucitado,
vencedor de la muerte y del pecado, amor y victoria actualizadas e
interiorizadas en sus corazones por el testimonio del Espíritu Santo
presente en la Iglesia.
La fidelidad a la fe de la Iglesia es, por tanto, un
don del Espíritu de Jesús al verdadero creyente. El cristianismo es,
fundamentalmente, una realidad dada en el doble sentido de la
palabra: existente con anterioridad a cada uno de nosotros y donada
gratuitamente; sólo cabe el rechazo o la acogida agradecida y custodiada
en fidelidad.
6. DE LA TRADITIO A LA REDDITIO SYMBOLI
El Credo, consignado en la
traditio Symboli es
“el tesoro de la vida”, que el catecúmeno debe “aprender de memoria, sin
escribirlo en pergaminos, sino esculpiéndolo en el corazón para no
olvidarlo y, también, para que este sacramento de la fe no sea divulgado
públicamente ni llegue al infiel el arcano de la fe”.[20]
El Credo, como profesión pública de la fe, engendra
la salvación: “Si confiesas con la boca que Jesús es el Señor y crees en
tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues
con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se
confiesa para conseguir la salvación” (Rm 10,9‑10):
El Símbolo levanta en vosotros el edificio de la fe,
necesaria para salvaros. Se os ofrece en pocas palabras para que lo
aprendáis de memoria y lo confeséis con la boca... El Símbolo es la
carta de fundación de nuestra comunidad, y en quien lo profesa se
reconoce a un fiel cristiano.[21]
Si un hombre llega a la fe mediante la predicación
del Evangelio, esta fe no puede quedarse encerrada en el corazón (Jn 12,
42ss), sino que se debe manifestar en una confesión pública ante Dios,
ante la comunidad y ante los hombres (1Tm 6,12‑14). Por ello, como
repite el Evangelio: “Por todo el que se declare por mí ante los
hombres, yo también me declararé
por él ante mi Padre que está en los cielos. Pero a quien me
niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en
los cielos” (Mt 10,32‑33; Lc 12,8‑9; 9,26; Mc 8,38):
La fe percibida por el oído debe ser creída en
el corazón y confesada con la boca para obtener la salvación.[22]
El Credo es la fe que predica la Iglesia a todos los
hombres, para que “invocando el nombre del Señor se salven”. “Pues,
¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a
quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?” (Rm 10,13ss).
El creyente no puede olvidar la memoria de Jesús ni callar su fe en
Dios. El recuerdo agradecido en el amor se manifiesta en testimonio para
el mundo, en esperanza viva de salvación para todos los hombres. “¡Ay de
mí si no anunciara el Evangelio!” (1Co 9,16), grita Pablo. Y S. Agustín,
en oración al Padre, dice: “¡Ay de los que callan sobre Ti” (Confesiones
I,4,4). Quien ama necesita comprender y hablar de aquel a quien ama;
hacer memoria y cantar al amado.
No basta creer; es necesario confesar la fe. No basta
la fe interior del corazón; es necesaria la confesión pública con la
boca. La fe suscitada “en el corazón” del creyente, mediante la audición
de la Palabra predicada por el “enviado” o recibida en la “traditio” de
la Iglesia, debe traducirse en la confesión exterior por la palabra de
la “redditio”, haciéndose así testigo y mensajero de la fe ante los
hombres. El creyente se hace confesor de la fe: “¡Creemos, por eso
hablamos!” (2Co 4,13).
La primera y la última palabra del Credo ‑creo
y amén‑ abrazan todo el contenido que encierran entre ellas:
expresan la entrega del creyente al fundamento que le sostiene y le
permite permanecer firme y confiadamente en Dios Padre, gracias a
Jesucristo, mediante el Espíritu Santo, presente en la Iglesia, que le
ha gestado a la fe, que ha recibido y confiesa fielmente.
Pero hoy, para “conservar la fe” (1Tm 1,19), es
preciso una fe adulta, “cristianos firmes en lo esencial y humildemente
felices en su fe”.[23]
Estos cristianos, “alimentados con las palabras de la fe” (1Tm 4,6),
“sólidamente cimentados en ella” (Col 1,23), se “mantendrán firmes en la
fe profesada” (Hb 4,14), y “combatiendo el buen combate de la fe,
conquistarán la vida eterna a la que han sido llamados y de la que
hicieron solemne profesión delante de muchos testigos” (1Tm 6, 12), como
el mismo Cristo ante Poncio Pilato (v.13).
En nuestro mundo secularizado, pluralista y técnico,
“el ateísmo es uno de los fenómenos más graves”. Y, como reconoce el
Concilio, “en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los
mismos creyentes, en cuanto que, con el descuido de la formación
religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con
los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien
que revelado el genuino rostro de Dios”(GS 20). Por ello, conocer la fe
que profesamos y vivir en conformidad con la fe profesada es la
respuesta necesaria para una nueva evangelización de nuestro
mundo:
El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la
exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la
Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como
visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y
purificación propias, bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra
principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para
poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos
mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe
manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida de los creyentes (GS
21).
La confesión de la fe ofrece, hoy como ayer, sentido
y esperanza a la vida; la memoria proclamada de la fidelidad de Dios es
la garantía de la vida eterna esperada. Vivir en concordancia de corazón
y de vida con la fe creída y proclamada es ya un anticipo de esa vida.
“Si no creéis ‑si no os apoyáis en mí‑, leemos en el profeta Isaías, no
tendréis apoyo” (Is 7,9), no subsistiréis. La raíz
'mn (amén)
expresa la idea de solidez, firmeza, fundamento; de aquí su significado
de confiar, fiarse, abandonarse a alguien, creer en él. La fe es un
agarrarse a Dios, en quien el hombre halla un firme apoyo para toda su
vida presente y futura. La fe es un permanecer en pie confiadamente
sobre la roca de la palabra de Dios.
La fe no es un “interrogante”, sino una
certeza y
seguridad; no es “un salto en el vacío” o “en el abismo infinito”,
sino el apoyo firme en la fidelidad salvadora de Dios, que es
fiel,
roca firme; quien ha experimentado su amor eterno y fiel puede darle
crédito con su
amén. La palabra
hemunáh’ (fe)
proviene de la raíz verbal amán (ser firme, seguro, fiable). El
creyente en Dios es quien se apoya totalmente en él, confiando
plenamente en su fidelidad (émeth). Dios es fiel, es la roca, su
fidelidad dura por siempre (Dt 32,4; Is 26,4; Sal 100,5; 89,2‑3.25.34;
98,3; 117...).
Dios, al revelarse en Cristo encarnado, proyecta una
luz que clarifica el misterio del hombre. Conocer y profesar la fe en
Dios da, por ello, certeza y seguridad al hombre, desvelándole el
sentido último de su existencia: la “vida eterna”, como concluye el
Credo.
Transmitir la fe a las nuevas generaciones y
testimoniar su identidad creyente en una sociedad, que ha borrado de
ella las huellas de Dios, es la misión del cristiano. “La catequesis ha
sido considerada siempre por la Iglesia como una de sus tareas más
importantes”. Y hoy, como repite constantemente Juan Pablo II, es
necesaria una “catequesis permanente” de los adultos, pues han de “ser
reiniciados a una fe adulta quienes, por diversas circunstancias, fueron
insuficientemente o nunca educados en la fe y, en cuanto tales, son
verdaderos catecúmenos”.[24]
Es la misión encomendada por el Señor Resucitado: “Id y haced discípulos
de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado” (Mt 28,19‑20).
La Iglesia cumple el encargo del Señor en la
evangelización, por la que los hombres son llevados a la fe, y en la
catequesis, por la que la fe incipiente se fortalece y madura,
conduciendo a los creyentes a profundizar en el conocimiento y en la
vivencia del misterio de Jesucristo, para que vivan como cristianos en
el mundo.
* * *
Con estas páginas
quisiera ayudar a penetrar en el
sentido de esa confesión original de la fe, que es el
Credo
apostólico, para que los creyentes de hoy, “iluminados los ojos del
corazón, descubran la esperanza a que han sido llamados, la gloria que
les está reservada como herencia, la soberana grandeza de su poder,
eficazmente desplegada por Dios en Cristo, al resucitarlo de entre los
muertos y sentarlo a su derecha en los cielos, constituyéndolo Cabeza de
la Iglesia, que es su cuerpo”(Cfr Ef 1,15‑ 23). La fe, como experiencia
de amor, lleva en su entraña el deseo de comprensión: “Porque cuando
digo Credo, razón me parece será que entienda y sepa lo que
creo”.[25]
Como dice San Juan de la Cruz: “Desde el mismo
instante en que Dios nos envió a su Hijo, que es su única palabra, nos
lo ha revelado todo”. No se puede añadir o quitar nada. Pero la
profesión de fe “no dibuja una línea sino un círculo; las frases se
siguen unas a otras y la última integra de nuevo en la primera a todos
los miembros intermedios: mediante su acción creadora, que se continúa
en Cristo como redención y en el Espíritu como santificación, lleva el
Padre a su seno a aquellos que El quiere hacer sus hijos en Jesús y en
el Espíritu” (Garrone). Una línea puede prolongarse siempre; un círculo
no. A un círculo no se le puede añadir nada sin romperlo o sin deformar
su estructura perfecta. En el conocimiento del Credo se avanza por
profundización y no por adición. El Espíritu, por quien es la única
palabra del Padre en su seno y en la encarnación, puede producir siempre
nuevos frutos. No sólo asegura su duración eterna, sino que además la
hace fértil y la da actualidad perenne.
Pero, sabiendo que la fe es don de Dios, ruego, con
Pablo, al Padre “para que nos conceda, según la riqueza de su gloria, que
seamos fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que
Cristo habite por la fe en nuestros corazones, para que, arraigados y
cimentados en el amor, podamos comprender con todos los santos cuál es la
anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de
Cristo, que excede a todo cono-cimiento, para que nos vayamos llenando hasta
la total plenitud de Dios” (Ef 3,14‑19).
[1]
O. CULLMANN, Las primeras confesiones de fe cristiana, en La fe y
el culto en la Iglesia primitiva, Madrid 1971, p.63‑122; J.
COLLANTES, La fe de la Iglesia católica, Madrid 1983. Y por
supuesto las obras clásicas de Kattenbusch, El Símbolo Apostólico,
Leipzig 1900, y Kelly, Primitivos Credos cristianos,
Salamanca 1980.
[4] Cfr. A. Sabugal, Credo. La fe de la Iglesia, Zamora 1986, donde
pueden encontrarse muchos más textos de los Padres, con su
referencia bibliográfica.
[9]
Cfr Ex 20,2; Jos 24,16ss; 1R 18,39; Sal 81,11...; Rm 4,24; 8,11; 2Co
4,14; Ga 1,1; Ef 1,20; Col 2,12; 1Ts 1,10; 1P 1,21.
[10] J. ALFARO, María, la bienaventurada porque ha creído, Roma 1982;
B. HARING, María prototipo de la fe, Barcelona 1983.